Por eso perdí yo a Eva. Por no querer comprenderlo. Por no querer aceptar que a veces los intereses y los deseos de las personas van en dirección opuesta. Y no basta con quererse, en esos casos. No es suficiente con apelar a ese sentimiento que un día te unió de repente y que continúa vivo en las dos personas, si una de ellas desea para sí lo contrario exactamente que la otra. A la larga, cuando eso ocurre, lo normal es que la relación se acabe.
La nuestra se acabó a los tres años. En el 88, a la vuelta de un verano que Eva pasó en Estocolmo y yo en Gijón, como de costumbre. Aunque el final se veía venir desde mucho antes. Al menos yo lo veía venir desde que Eva empezó a cambiar y a mostrarse más seria y fría de lo normal. Le molestaba mi resistencia a cambiar de vida, pese a que, a decir verdad, yo había cambiado bastante. Ya no pasaba todas las noches de bar en bar, por ejemplo, ni las mañanas durmiendo. Y pintaba y trabajaba más que nunca. Pero Eva me pedía un compromiso mayor con ella. No un compromiso formal, que eso le importaba poco (al fin y al cabo, venía de una cultura muy diferente), sino un cambio de vida de verdad.
El problema era que yo no quería cambiar de vida. Yo quería seguir así, viviendo como siempre había vivido, a caballo entre la bohemia y la marginalidad. Era la forma de vida que me gustaba. Y la única que me parecía acorde a mi trabajo de pintor. Pero Eva pensaba justamente lo contrario. Eva pensaba, al revés, que todo tiene su tiempo y que el de la bohemia ya había pasado para mí, pese a que yo me empeñara en prolongarlo, como Suso. Pero el caso de Suso, decía, era diferente. Suso vivía solo y yo vivía con ella y ella aspiraba a vivir como todo el mundo. Como todo el mundo, decía, a partir de cierta edad.
– Ya. Pero es que yo no quiero vivir como todo el mundo -le dije una de esas veces, cuando sacó por enésima vez la conversación.
– Pues yo sí -me contestó, con amargura.
Fue la última ocasión que hablamos de ello. Y la primera que me confesó, mirándome a los ojos para ver mi reacción, que deseaba tener un hijo. ¡Un hijo, cuando yo todavía seguía sintiéndome y viviendo como tal!
Fue el comienzo del fin de nuestra historia, el detonante de su descomposición. Poco a poco, a medida que los días y los meses transcurrían, Eva empezó a volverse más seria, más lacónica y opaca, lo que provocaba en mí una mayor opresión de la que ya sentía desde hacía tiempo. Me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no lo era, pues, si bien ella tenía derecho a cambiar de vida, yo también lo tenía a no quererlo. Lo cual, lejos de acercarme a ella, nos distanciaba cada vez más. Y, así, poco a poco, nos fuimos alejando uno del otro hasta el punto de que en los últimos tiempos ya ni siquiera hacíamos el amor.
Por eso, cuando al regreso de aquel verano, le dije que me marchaba, no le cogió de sorpresa. Se echó a llorar, como suponía, pero no se sorprendió. Sin duda, ya lo esperaba. Al fin y al cabo, cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido y lo único que hace es expresarlo con palabras.
– No. Me voy yo -me dijo Eva, ofendida, con la mirada más triste y bella que he visto nunca.
No volví a verla jamás. Ni a saber de ella, más que al principio, cuando todavía conservaba su teléfono en Suecia.
Pero me costó olvidarla. Como me pasó con Julia, me costó mucho olvidarla y todavía no lo he logrado del todo, pese a que yo fui el culpable de nuestra separación. Lo cual prueba que no siempre el que abandona sufre menos que el que ha sido abandonado.
Mi separación de Eva coincidió, además, en el tiempo con otro golpe en mi vida: el descubrimiento de la enfermedad que se cobraría la de mi padre. Un acontecimiento que me marcó también muy profundamente, pese a que mi relación con él no era precisamente muy buena.
Fue un proceso rapidísimo. Desde que le detectaron la enfermedad (un cáncer en el estómago), apenas duró seis meses, de los cuales la mitad los pasó en el hospital. Se murió al final del invierno, un día de lluvia, muy asturiano, y lo enterramos en Gijón, de cara al mar, aunque seguramente él hubiera preferido que lo hubiéramos hecho en su pueblo, en Zamora, de donde había salido muy joven y en el que ya no tenía familia, pero del que nos hablaba continuamente.
Yo regresé a Madrid confundido. Al día siguiente del entierro, cogí el tren de medianoche y regresé a Madrid sin llorar, pero con la sensación de que me había hecho mayor de repente. Hasta entonces, es verdad, había vivido mucho, había vivido más de lo que me correspondía posiblemente por mi edad, comparado sobre todo con mis amigos de Gijón y Oviedo, pero precisamente por eso nunca me sentí mayor hasta el día del entierro de mi padre. De repente, la muerte de éste me situaba en mi verdadera edad y me hacía tomar conciencia de mi auténtica situación en la vida: tenía treinta y tres años (treinta y cuatro ya muy pronto), me había quedado solo tras la separación de Eva, y mi familia, que era mi única referencia, desperdigados ya los amigos o alejados de mí desde hacía tiempo, comenzaba también a desintegrarse. Todo esto pensaba yo aquella noche en el tren que me traía de Gijón mientras por la ventanilla veía pasar las luces de los pueblos que quedaban sumergidos en la noche o las de las estaciones de las ciudades en las que se detenía muy brevemente.
Los meses que la siguieron pasaron mucho más rápido. Llegaba la primavera y Madrid se despertaba del largo sueño del invierno, aunque yo todavía seguía sumido en él. Era como si me resistiera a incorporarme a mi nueva vida, como si me costara mucho vivir de nuevo después de todo lo sucedido. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver a hacerlo, no sólo porque eso era lo lógico (e inevitable, diría mi padre), sino por necesidad. A raíz de mi separación de Eva, volvía a tener, como siempre, problemas para vivir.
Pensé en cambiarme de casa, a otra más económica, pero me gustaba aquélla. Me gustaban sus habitaciones, de techos altos, decimonónicos, y especialmente su luz. Aquella luz explosiva que filtraban los balcones y las ventanas del viejo patio y que se colaba a través de ellos hasta el fondo del pasillo y la cocina. Sobre todo en primavera, la luz era tan perfecta que parecía recién creada. En el verano, en cambio, era demasiado fuerte. Pero, como yo me iba de Madrid, tampoco me molestaba mucho. Al contrario, me gustaba imaginarla hurgando entre las persianas como si fuera un ladrón nocturno, intentando averiguar lo que había dentro.
Otra posibilidad era compartir los gastos. Pero la deseché en seguida, consciente de que la época de los pisos compartidos ya había pasado para mí. Ya no me veía yo compartiendo con otra gente la casa y mucho menos mi vida. Aparte de que ¿con quién podría compartirla ya? ¿Con Suso, al que apenas si veía más que de ciento en viento en El Limbo? ¿Con Mario, del que me separaba ahora, además de los años de distanciamiento, su fulgurante éxito literario?
No, definitivamente ya no tenía con quien compartir la casa. Ni la casa ni mi vida, que se extendía ante mí de pronto como si fuera una gran pregunta. Durante muchos años, mi vida había sido un lienzo que yo pintaba a mi gusto, inventando los colores y las formas para ello, pero ahora ese gran lienzo, en lugar de invitarme a hacerlo, me llenaba de inquietud. ¿De verdad quería seguir pintando mi propia vida? ¿Realmente deseaba inventar nuevos colores y motivos, que es en lo que consiste el arte?
Durante bastante tiempo, seguí pintando por inercia. Seguí pintando y viviendo, aunque nada me entusiasmaba realmente. Al contrario, cada vez me aburrían más tanto la vida como mi obra, que repetía continuamente.
Pero, para mi sorpresa, ésta cada vez se vendía mejor. Cuanto menos me gustaba, cuanto más me molestaba la reiteración de temas y de colores que dominaba mi obra desde hacía tiempo, más éxito tenía ésta y no sólo entre mis conocidos, aquellos clientes del Limbo y de mi círculo más cercano, de los que siempre podía pensar que me compraban obra por compromiso (por amistad o por ayudarme), sino entre los de la galería, cuyos dueños cada vez estaban más satisfechos y más amables conmigo.
Eran dos seres ambiguos. Fundamentalmente él, cuyo interés por el arte le había venido por ella y se limitaba exclusivamente al rendimiento económico de la galería. Ella aún era peor. Bajo su aire de intelectual, que cultivaba con gran tesón, se escondía una mujer tan vulgar como la mayoría de sus clientes. Casi todos eran de la misma clase: empresarios y profesionales que, bien porque les sobraba el dinero o bien porque en aquel momento la pintura estaba de moda, al margen de que fuera una inversión como decían, se dejaban engañar por los pintores o, en nombre de éstos, por los galeristas. En el mío, por ejemplo, los dueños de La Mandrágora vendieron cuadros que yo nunca habría vendido, entre otras muchas razones porque no me gustaban sus compradores.
Pero necesitaba el dinero para poder seguir subsistiendo. Necesitaba vender mi obra para poder seguir repitiéndola, pese a que cada vez me gustaba menos. No es que no me interesara; es que no era en absoluto lo que yo quería pintar. Me sentía ya muy lejos de aquellas extrañas hojas y de aquellas perspectivas que se perdían detrás de ellas, como mis sueños de la juventud.
Ahora ya no tenía sueños; tenía ambiciones, que es diferente. Los sueños se me habían roto o los había ido perdiendo por el camino, enredados en las mallas de los amores rotos o abandonados u olvidados en las calles y en los bares de Madrid. Por eso ya no quería pintar lo mismo que antes pintaba. Podía y, de hecho, lo hacía, puesto que vivía de ello, pero no me podía satisfacer hacerlo, independientemente del éxito que mi obra tuviera entre los demás.
Pero a los de la galería todo esto les interesaba poco. A los de la galería lo único que les interesaba era que cada vez vendían mejor mi obra y que incluso habían comenzado a aparecer artículos en la prensa que hablaban con entusiasmo de mi trabajo. ¡Quién se lo iba a decir a ellos, que me habían aceptado entre los suyos, no porque les interesara ni les gustara lo que yo hacía, que ni siquiera entendían, ni lo intentaban (en realidad, les daba lo mismo todo), sino porque Paco Arias, que estaba también con ellos cuando yo les llevé mis primeras cosas recién llegado a Madrid, me había recomendado!
Ahora estaban encantados con mi éxito. Habían pasado de despreciarme (al fin y al cabo, debían de pensar quizá, ellos eran los famosos y yo un pobre provinciano al que bastante favor hacían con darle un dinero al mes para que pudiera seguir pintando) a tratarme con consideración. Después de aquellos artículos y de alguna entrevista en los periódicos, mi obra empezó a venderse y ellos querían aprovechar el momento. Máxime teniendo en cuenta que les debía mucho dinero, puesto que el que me daban cada mes desde hacía años lo era en concepto de adelanto sobre las futuras ventas de mis cuadros. Ventas de las que deducían otro cuarenta por ciento en concepto de gastos de representación.