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Lo de la belleza mía fue así: desnudo y en plena erección, se levantó de la cama el angelito y de la mochila en que traía dizque el uniforme del gimnasio sacó un cuchillo feo, filudo, furioso, de carnicero. Yo me abalancé sobre mi ropa y con ella salí del cuarto y tratándome de vestir (a la carrera no me fuera a sorprender el lector en semejante facha) bajé a tumbos la escalera. Y él a tumbos detrás de mí, terriblemente excitado y blandiendo el vulgar cuchillo. Así pasamos por la recepción del hotel y yo sal¡ a la calle a medio vestir. Él se detuvo en el portón, frenado en seco por la luz del día. ¡Cómo no le tomé una foto ahí, en esa pose, así, con las dos armas en ristre, desnudas, desenvainadas, para mandársela a César Gaviria a la OEA!

Lo de la belleza de Darío fue más grave porque la cuchillada que la belleza le mandó casi le llega al corazón: se la detuvo el esternón o una costilla. ¿Que cómo me enteré? Van a ver. íbamos por la Carrera Séptima de Bogotá, en un regreso mío posterior al que acabo de contar, cuando al llegar a la Terraza Pasteur, conseguidero de soldados y malvivientes, parada obligada diaria en nuestro diario viacrucis, nos tropezamos con su belleza. Y que le dice Darío.

– Me quisiste matar, hijueputa.

El muchacho bajó la mirada y le dio a mi hermano esta explicación enternecedora: que la marihuana que le dio esa vez Darío le trastornó la cabeza, dizque porque llevaba un año en el ejército sin fumar. Como quien dice pues, digo yo ahora, fue por un simple rebote del síndrome de abstinencia.

– Ah… -comentó simplemente Darío y yo abrí la boca.

Continuando nuestro camino me contó Darío que el muchacho solía de vez en cuando irse con él al cielo entre una nube de marihuana en su apartamento, y que todo había marchado bien hasta esa ocasión en que después de un año de no verse y de no probar el pobrecito la inefable, al volverla a probar se enloqueció, y tomando el cuchillo de la cocina, de la cocina de su propia víctima, el asesino se lo quiso despachar tal cual estaban, desnudos ambos en cuerpo y alma. Tras la cuchillada fallida, Darío, que por entonces iba al gimnasio y se hallaba en inmejorable forma, lo pudo dominar; le quitó el cuchillo y lo sacó en pelota a la escalera. Después por la ventana que daba a la calle le tiró la ropa. En plena calle, en pleno barrio de La Perseverancia que miraba, se vistió el angelito, con ese pelito suyo cortado casi al rape de los soldados que me encanta, o mejor dicho me encantaba, nos encantaba, in illo tempore.

– ¿Ves aquí, cerca al corazón?

Y abriéndose la camisa me mostró Darío la cicatriz del cuchillazo.

– No hagás caso, Darío -le dije-, que ésas son cosas efímeras, bobadas y olvidáte que la vida es así, no nos deja sino cicatrices.

Además, digo yo ahora, ¡para eso está la caja torácica!

Al día siguiente al del atentado le dieron los resultados del análisis: sida.

Hacía las cinco de la mañana sonó el teléfono y contesté, desde este lejano país ajeno: era él, para explicarme que ya le habían entregado los resultados del análisis.

– ¿De cuál análisis? -le pregunté.

– Del del sida, del que nos hicimos, pendejo.

– Ah… -dije y entonces recordé que diez días antes, en Bogotá, habíamos ido a un laboratorio a hacernos el análisis-. ¿Y qué resultó?

– El tuyo negativo, y el mío positivo.

En ese momento le pedí a Dios que el laboratorista se hubiera equivocado, que hubiera confundido los frascos, y que el resultado fuera al revés, el mío positivo y el suyo negativo. Pero no, Dios no existe, y en prueba el hecho de que él ya está muerto y yo aquí siga recordándolo. Por lo demás, si el enfermo de sida hubiera sido yo y el sano él, juro por Dios que me oye que él me habría dado una patada en el culo y tirado a la calle. As¡ era mi hermano Darío: irresponsable a carta cabal.

Cuatro años han pasado desde el análisis, y henos ahora aquí en este jardín de esta casa, en la placidez de esta hamaca rememorando, echándole cabeza a ver quién lo pudo contagiar, por el muy humano deseo de saber, de saber quién fue el que te mató. Descartada como fuente de contagio la comunión, quedaban los parias de la Terraza Pasteur de la Carrera Séptima de Bogotá, país Colombia, planeta Marte. ¿Pero cuál? ¿Cuál entre diez o mil o diez mil?

– ¿Cuál, Darío, a ver? Echá cabeza a ver.

– Mmmm -me contestaba, con una «m» así cual la puse y con la cual quería decir: no sé.

¡Qué iba a saber este irresponsable! Se murió sin saber quién lo mató.

En cuanto a mí, a mí el sida no se me da, no se me pega porque el sida no entra por los ojos. Si no ya se habría acabado la humanidad.

¡Ay Darío, las cosas que me haces, morírteme en este momento tan delicado para mí! ¿No te habrías podido esperar un poquito?

No, Darío todo lo quería ya, en el instante, ipso facto.

Empiezo a escribir en forma tan arrevesada, cortando a machetazos los párrafos, separando sus frases, por culpa de Vargas Vila, por la influencia maldita de ese escritor colombiano del planeta Marte que escribía en salmodia, pero, cosa curiosa, no para echarle incienso a Dios sino para excitar al prójimo. Vargas Vila era un marica vergonzante, pese a lo cual sólo trató en sus libros de sexo con mujer. Un maromero. Un maromero invertido. Pero volvamos al jardín.

Hay en el jardín de mi ex casa una enredadera tupida que cubre dos muros. Cuando regresé a Colombia porque Darío se estaba muriendo le traía de México un remedio, una planta milagrosa proveniente del Brasil que aquí venden, escasísima, carísima, pero que lo cura todo y que se llama «uña de gato». Cura el cáncer, el sida, el lupus eritematoso sistémico y la corrupción oficial, que de hecho ya va cediendo. La venden picada y en capsulitas, y es más valiosa, en peso bruto, que la cocaína y el azafrán.

– ¿Y esto qué es? -me preguntó Darío cuando le quise hacer tomar la primera capsulita.

– Uña de gato -le contesté, y le expliqué lo que costaba y sus virtudes curativas.

– Uña de gato es eso -y me señaló la tupida enredadera-. No sirve ni para alimentar ratones, que en esta casa se están muriendo de inanición.

– ¡Ay Darío, lo que son las cosas, tan cerca uno del cielo y suspirando por él!

Entonces volvió a oír el «gruac gruac» del pájaro. Que si yo lo oía.

– No. Oigo afuera pitando carros.

– Prestá atención.

Pero por más atención que le prestaba al pájaro invisible yo no lo oía. Para mí además era mudo.

– Es imposible que no lo oigás. Es un sonido fuertísimo. Dice «gruac, gruac, gruac, gruac…».

– La verdad no lo oigo.

Entonces sin decir «agua va» se soltó el aguacero. Uno de esos aguaceros de Medellín, marcianos, en que llueven piedras. Allá las gotas son pedradas del cielo, y el granizo quiebra las tejas y descalabra al cristiano. Por eso existían antaño los aleros. Ya no más porque la humanidad avanza, y cuando la humanidad avanza retrocede. Ayudé a Darío a levantarse de la hamaca y me puse a recoger de prisa el tinglado. Al dar unos pasos para ir a resguardarse bajo techo Darío se cayó y no pudo levantarse. Tiré al suelo lo que tenía en la mano, unos platos, y corrí a auxiliarlo. No pesaba nada, se me estaba desapareciendo. De mi hermano Darío que me acompañó tantos años, que me ayudó a vivir, sólo quedaba el espíritu, un espíritu confuso. Y los huesos.

Cuatro años habían pasado entre el resultado del análisis y la situación presente. Pero el contagio según mis cálculos venía de más lejos, pues de tiempo atrás estaba perdiendo peso y por eso le hice hacerse el análisis. Un medicucho amigo suyo le había diagnosticado hipoglucemia, palabra que suena muy bien, muy sabia, pero la hipoglucemia como enfermedad no existe, sólo como un estado pasajero. Era sida en proceso lo que tenía mi hermano, y se lo habían contagiado vaya Dios a saber desde hacía cuánto.

– Para mí, Darío, que desde que te pegaron la sífilis.

– ¿Cuál sífilis?

– La que yo te curé.

– No me acuerdo.

– Yo si me acuerdo. Aquí tengo en la computadora del coconut archivado todo tu expediente, el sumario. Con la sífilis entró el sida, fue una infección mixta la tuya, promiscua, por una desaforada promiscuidad. Pero bueno, no te lo estoy reprochando, simplemente estoy comentando. Por interés científico.

Puro cuento. A mí la ciencia me importa un comino. Si con ciencia o sin ciencia nos vamos a morir… Qué más dan dos o tres años de más…

Qué bueno que Darío se murió y se escapó del recalentamiento planetario.

Que Darío estaba en excelente forma cuando el soldado lo quiso matar, según dije atrás, es un decir o mera aproximación a los hechos. Ya había empezado a perder peso, y por eso iba al gimnasio. Y estaba perdiendo peso no por ninguna hipoglucemia sino por el sida. En él ésa fue la primera manifestación de la enfermedad. Después quién lo hubiera dejado de ver unos meses y se lo volviera a encontrar le notaba un indefinible cambio en la cara. Un color como de ceniza o cobrizo. ¡El tinte de la muerte.

Una vieja gorda y mala conocida nuestra con quien una vez nos tropezamos en un ascensor, entrando ella y saliendo nosotros, lo saludó con estas exactísimas y textuales palabras que me acompañarán por lo visto hasta la tumba:

– ¡Darío, qué te paso!

¡Le pasó que se estaba muriendo de sida, pendeja!

Y lo mismo y con aproximadas palabras se preguntaban en mi casa:

– ¿Qué le pasa a Darío que está tan flaco? -me preguntaba la Loca.

– La marihuana, que no lo deja engordar -respondía yo.

– ¿Y por qué no la deja?

– Es más fácil que papi te deje a vos. Es otro matrimonio de por vida, otro infierno.

Y dije bien. El matrimonio entre mi padre y la Loca era un infierno, aunque disfrazado de cielo. Y aquí digo y sostengo y repito lo que siempre he dicho y sostenido y repetido, que el peor infierno es el que uno no logra detectar porque tiene vendados como bestia de carga los ojos. Papi tenía sobre los ojos un tapaojos grueso, negro, denso, que nunca le pude quitar.

– Dejá esa vieja y largáte con una muchacha de veinte años. O con dos -le aconsejaba-. Yo te caso con ambas, yo te doy la bendición. Aquí te bendigo, padre, y que seas feliz y si no te sirven el par de putas cambiálas que mujeres es de lo que hay en este mundo, y a cuál más mala.

Pero no, estaba ligado a ella por el grillete de una felicidad obnubilada. Un grillete que dizque se llamaba «amor». En cuanto a la Loca, aunque silenciosamente y no con palabras como a nosotros, sé que desde el fondo de su corazón envenenado, y Dios lo sabe porque Dios lo vio y aunque Dios no oye ve, vio, vio que desde el fondo de su corazón lo hijueputiaba. Perdón por la palabra, pero el castizo «hideputa» de Don Quijote vuelto «hijueputa» y su verbo es lo máximo de que dispone Colombia para insultar, para odiar. Colombia, país pobre rico en odio.

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