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La marihuana, como dije, le devolvía el apetito, pero cada vez menos y menos. Y un día, cuando las cosas no podían estar peor y la diarrea le había vuelto porque la sulfaguanidina había fracasado (¡cómo no iba a fracasar con la sal que nos echaron los médicos!), me salió con que dejaba la marihuana, con que ya no volvería a fumar más.

– Por Dios, Darío -le rogaba-, te supliqué una vida que dejaras ese vicio estúpido y nunca me hiciste caso, y ahora que necesito que no lo dejes me sales con esto. ¡No hay nada más para abrirte el apetito, entiende! ¡Nada, nada, nada!

Y en mi desesperación a los gritos mandaba de un trancazo el caldo de pollo o de lo que fuera al diablo. Se rió. Y la risa le iluminó la cara, lo que quedaba de la cara. Nunca pensé que pudiera reírse la Muerte. Ahí estaba, la Muerte, riéndose, en la hamaca, compenetrándose de él.

Mi hermano era el principio mismo de la contradicción. Este principio, tan difundido entre los humanos y en especial entre los Rendones, de donde viene la Loca, encarnó en él en toda su pureza. Haga de cuenta usted una esmeraldita verde, verde, pura, pura, sin jardín, de esas que se producen en el país de la coca.

– ¡A mí no me maneja nadie! -gritaba destruyendo sillas, mesas, casas, enloquecido, poseído por el espíritu del tornado, que en Colombia ni los hay.

– Nadie te quiere manejar, Darío -le decíamos suavecito, tratando de apaciguarlo.

– ¿O es que acaso sos un carro, un tractor? -agregaba yo de imprudente.

– ¡No soy un tractor ni un carro! -gritaba enfurecido-. ¡Yo soy la puta mierda!

Y dándose cuerda a sí mismo agarraba vuelo el tornado.

Sin marihuana ni aguardiente era dócil, adorable, como una ramita de palma un Domingo de Ramos. Sólo que sin marihuana y aguardiente no era él, era otro: su Ángel de la Guarda, efímero, volátil, pasajero. Andaba por las selvas del Amazonas o los campos de la Sabana hinchado de humo, todo ventiado, y con una botellita de aguardiente atrás, una media, en el bolsillo trasero, en tanto en una mochila llevaba más, de reserva, por si la de atrás se le evaporaba. Compraba medias por optimismo, para no irse a enviciar con el número entero. De medía en medía se las iba tomando todas su Ángel de la Guarda, y donde empezamos con un doctor Jeckyll acabamos con un mister Hyde.

– ¿Un traguito? -me ofrecía.

– No, Darío, a mí el aguardiente me causa vómito con ese saborcito de anís. Me sabe a borracho, a asesino, a Colombia.

Y se lo rechazaba. La complicidad que existía entre nosotros cuando teníamos veinte años hacía mucho que se había acabado. Y ni sé cómo acabó. Será la vida, que acaba con todo.

¡Ay los Rendones, lo que nos han hecho sufrir, en primero y segundo grado! Los Rendones son locos. Locos e imbéciles. Imbéciles e irascibles. Pese a lo cual andan sueltos en un país de leyes donde no existe una ley que les impida reproducirse. En legislación genética aquí andamos en pleno libertinaje, en pañales. Yo calculo que entre los cien mil genes del Homo sapiens, en los Rendones hay cuando menos mil quinientos desajustados, y tienen que ver con el cerebro. Un ejemplo: mi primo hermano Gonzalito, Gonzalito Rendón Rendón, una furia. El «ito» lo perdió hace mucho, pero así lo sigo recordando yo, de niño, poseído por la demencia cósmica cuando le decían «Mayiya»

– ¡Mayiya! -le gritábamos-. ¡Mayiya brava!

Y emprendía veloz carrera el niño por el corredor de la finca Santa Anita a darse de cabezazos contra el piso, cerca de unas atónitas azaleas. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! contra las duras, frías baldosas.

¿Por qué semejante berrinche, semejante escándalo tan desmedido por tan poca cosa? ¿Qué le molestaba del apodo cariñoso? ¿La «a» del femenino? Pero «Sasha» es nombre de hombre en ruso y termina en «a», y porque le digan a un tus¡to «Sasha» no se va a romper la crisma a topetazos. ¿Con diminutivo también? Entonces, por experimentar:

– ¡Mayiylta! ¡Mayiyita brava!

El efecto del diminutivo era que le centuplicaba la iracundia. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! Y esa furia de cuatro años retornaba in crescendo su beethoveniano redoble de timbales con la cabeza. Retumbaba el mundo.

Como su rabia impotente de niño no podía alcanzarnos (con un cuchillo de carnicero, por ejemplo, para degollarnos), cual alacrán que al verse cercado por el fuego vuelve la cola contra si mismo y la ley de Dios y se clava la ponzoña, así Gonzalito Rendón Rendón se partía contra el embaldosado duro y frió de Santa Anita la cabeza, su cabecita dura, dura, loca, loca. Entonces le gritábamos:

– ¡Alacrán Mayiya!

¡Y vuelta al beethoveniano redoble de timbales en apoteosis! Le salían en la frente unos tremendos chichones como de marido engañado.

– ¡Mayiya cornuda!

Entonces le empezaba a chorrear por la boca babaza verde. He ahí el retrato de un Rendón en plena acción.

Por lo que a mí respecta y hasta donde yo recuerde, yo jamás, jamás, jamás de los jamases me he dado de topes contra el pisó- con la cabeza. Será porque tengo el Rendón en segundo término, diluido.

Otro ejemplo de Rendones: mi tío materno Argemiro, que engendró en una sola santa mujer treinta y nueve vástagos reproductores: mellizos, trillizos, cuatrillizos… En cada parto se ganaba una lotería, en hijos. ¡Y cómo no en un planeta despoblado donde lo que falta es gente!

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco -iba contando Argemiro a medida que iban saliendo de su mujer los quintillizos o quíntuplas, como usted prefiera, pues en esto hay discrepancia en el idioma.

Era un alma de Dios. Un alma furiosa de Dios. En plena noche, cuando todos dormían, el monstruo que había en él se levantaba y acometía las puertas a patadas. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! sonaban como truenos los trancazos. Y cuando los pobres treinta y cinco niños y su mujer se despertaban aterrados, con el corazón en vilo, entonces Argemiro gritaba:

– ¡Pa que sepan que aquí estoy yo!

Las puertas de la casa de Argemiro estaban todas rotas, desastilladas, a la altura de la rabia de su pata.

Hermana de esta furia es la Loca de que aquí tratamos, una mujer impredecible, mandona, irascible, que nos hijueputiaba.

– ¡Hijueputas! -nos decía en el colmo de la desesperación de su rabia.

Decirles «hijueputas» a los propios hijos, ¿no se les hace el do de pecho de una madre? Cualquier mujer medianamente equilibrada sabría que se le volvería contra ella el bumerang. Ah, si hubiéramos tenido ese «medianamente» por lo menos, alguno de esos adverbios en «mente» tan tranquilizadores, pero no.

Permítaseme dar marcha atrás un poquito para volver a un remanso, a la semanita durante la cual la sulfaguanidina funcionó y yo me relamía los labios saboreándome el triunfo. Empezaba mi día así: ayudando a bajar a Darío de su cuarto al jardín, por la escalera posterior de la casa (muy empinada), de escalón en escalón, sosteniéndolo no se me fuera a desbarajustar o a caer. Y nos instalábamos en la placidez de la hamaca. Bueno, él en la hamaca y yo en una silla con una mesita auxiliar al lado, sobre la que desplegaba la marihuana, que iba limpiando de semillas que iba tirando al jardín.

– Si viene la policía a buscarnos aquí, se van a encontrar una selva -le decía a Darío mientras seguía limpiando, concentrado.

– Una selva, si, de esas planticas verdes, impúdicas, de hojitas dentadas, lanceoladas. ¿Pero por qué habría de venir la policía a buscarnos?

– Bueno, digo, por decir. Por este complejo de culpa que mantengo desde que aterricé en este mundo. Porque no hay inocentes, Darío, porque todos somos culpables.

Y he ahí una diferencia fundamental entre él y yo. Que yo tenía vagos remordimientos de conciencia y él ninguno. ¡Como no tenía conciencia! Simplemente no se pueden tener remordimientos de conciencia cuando no hay conciencia. Se necesita materia agente.

Darío era un inconsciente desaforado. Desde hacía mucho que tiró ese estorbo a la vera del camino, volando su Studebaker destartalado de bache en bache entre nubes de polvo, mientras a los lados de la carreterita torcida, torcida como sus intenciones, saltaban pollos y mujeres embarazadas a un charco.

– ¿Estripamos a esa vieja, o qué?

– Parece que si, parece que no. El polvo no dejó ver Sigamos.

Y seguíamos como pasamos, volando, volando, volando.

– ¿Sí te acordás, Darío?

¡Claro que se acordaba! Por eso puedo decir aquí que si el muerto hubiera sido yo en vez de él no se habría perdido nada, porque la mitad de mis recuerdos, los mejores, eran suyos, los más hermosos. La manía contra las embarazadas era mía, pero como si fuera suya porque si yo veía una y le decía: «Acelerá, Darío, a ver si la agarrás», él aceleraba a ver si la agarraba.

La inconciencia o no conciencia es condición sine qua non para la felicidad. No se puede ser feliz sufriendo por el prójimo. Que sufra el Papa, que para eso está: bien comido, bien servido, bien bebido, y entre guardias suizos bellísimos y obras de arte, con Miguel Ángel encima, en el techo, arriba del baldaquín de la cama. ¡Así quién no! ¿Por qué en vez de esta manía por la presidencia no nos ha dado a todos en Colombia por ser Papas?

– Fumá más, Darío, más. Saciáte de humo y sí querés delirar, delirá que yo te sigo hasta donde sea, hasta donde pueda, hasta el fondo del barranco donde empiezan los infiernos.

Y la verdad le decía: hasta el fondo de un barranco ya lo había seguido, en el Studebaker, una noche en que se le cansó la mano al dar una curva. Pero hasta el infierno aún no, y él ahí está y yo aquí en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera trama de recuerdos.

El examen para ver si portábamos en el torrente sanguíneo, entre tanta vitalidad desviada, el bichito solapado del sida nos lo hicimos juntos la víspera de uno de mis viajes a México, uno de tantos que he hecho entre el país de la coca y el país de la mentira, y en los que se debate desde hace mucho mi vida, de aquí para allá, de allá para acá, como pelota de pingpong, yendo y viniendo, jugando contra sí mismo mi destino. Nos lo hicimos y yo partí y se me olvidó el asunto. Recuerdo que como tantas otras veces él me acompañó al aeropuerto.

– Juicio, ¿eh? -me dijo o le dije al despedirnos, él a mí o yo a él, ¡qué más da si de todos modos no íbamos a hacernos caso! Mientras una belleza furibunda a mí me trataba de acuchillar aquí, una belleza furibunda a él lo trataba de acuchillar allá.

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