Nunca entendió Darío mi amor por los animales. No tuvo tiempo. Sus múltiples devociones se lo impidieron: muchachos, aguardiente, basuco, marihuana… Una sola de ésas da para una vida, se lo digo yo que de todas he probado y que las he dejado por el amor que digo. Y que quede claro para terminar con este penoso asunto que los demagogos obnubilados tacharán de «racista», que yo a los negros heroinómanos de Nueva York no los odio ni por negros ni por heroinómanos ni por ser de Nueva York, sino por su condición humana. Unos seres así no tienen derecho a existir. O por lo menos no lo tienen a que los siga manteniendo el Social Security mientras nosotros los colombianos, por virtud de Colombia la generosa que nos echó, tengamos que lavar en la susodicha ciudad de mierda los inodoros. Punto y aparte, señorita, y no me le vaya a quitar al párrafo ni una palabra que por la verdad murió Cristo.
En la lobreguez viscosa del útero ciego donde se gestan todas las desdichas humanas, pugnando por salir, no sé cómo no le provoqué a la Loca un choque anafiláctico con semejante incompatibilidad de caracteres. Salí por fin, al sol, al aire, al mundo, a esa casa de la calle del Perú, futuro manicomio, donde me recibieron como a un rey. Un rey sin reino. Yo fui el primero de los veintitantos vástagos que la empecinada tuvo, victimas inocentes de un desenfreno reproductivo sin ton ni son, sin son ni término, en virtud del cual habrían de ir ocupando, por riguroso turno, el mismo hueco negro lodoso, baboso, lamoso, esa víscera hueca con forma de redoma, cieno del lodazal. Darío fue el segundo, mi primer hermano. Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. El de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo. A Argemiro por esas fechas le había dado por ser fotógrafo. Luego fue fabricante de casitas de juguete y, como era de esperarse dada su raza obtusa, desaforado reproductor: le salían a su mujer los hijos de a dos, de a tres, de a cuatro, de a cinco… jugó durante años a la lotería y se la ganó, pero en hijos.
Han llovido los años sobre esa foto y ahora mi hermano se está muriendo. Mi hermano pero no por los genes disparatados de una loca sino por el dolor de la vida. Lo mejor que le podía pasar a él era que se muriera. Lo mejor que me pudiera pasar a mí era que él siguiera viviendo. No concebía la posibilidad de vivir sin él.
Cuando la sulfaguanidina fracasó y la diarrea se le volvió a declarar fui con mi cuñada Nora a una farmacia veterinaria por amprolio, un remedio para el cólera de los pollos que le fui dando de a cucharaditas, diluido en un vaso de agua.
– ¿Hervida?
– Si, doctor, mas no bendita. La de las pilas de las iglesias, con todo y lo bendita, bulle de todos los gérmenes habidos y por haber. Dios nos libre y guarde de ella. No hay bendición de obispo que mate a un microbio.
Esa sola dosis de amprolio le alcancé a dar: fue como gasolina rociada sobre un incendio: la diarrea se le exacerbó y su extenuación llegó a tal punto que no pudo en adelante ni siquiera levantarse de la cama para ir al inodoro. Nada que hacer. Darío se me estaba muriendo sin remedio.
Y a mi impotencia ante el horror de adentro se sumaba mi impotencia ante el horror de afuera el mundo en manos de estas vaginas delincuentes, empeñadas en parir y parir y parir perturbando la paz de la materia y llenándonos de hijos el zaguán, el vestíbulo, los cuartos, la sala, la cocina, el comedor, los patios, por millones, por billones, por trillones. ¡Ay, que dizque si no los tienen no se realizan como mujeres! ¿Y por qué mejor no componen una ópera y se realizan como compositoras? Empanzurradas de animalidad bruta, de lascivia ciega, se van inflando durante nueve meses como globos deformes que no logran despegar y alzar el vuelo. Y así, retenidas por la fuerza de la gravedad, preñadas, grávidas, salen a la calle y a la plena luz del sol a caminar como barriles con dos patas. Ante un seto florecido se detienen. Canta un mirlo, vuela un sinsonte, zumba un moscardón. Ésa dizque es la vida, la felicidad, la dicha, que un pájaro se coma a un gusano. Entonces, como si el crimen máximo fuera la máxima virtud, mirando en el vacío con una sonrisita enigmática ponen las condenadas cara de Gioconda. ¡Vacas cínicas, vacas puercas, vacas locas! ¡Barrigonas! ¡Degeneradas! ¡Cabronas! Saco un revólver de la cabeza y a tiros les desinflo la panza.
Iba, venia, bajaba, subía, del cuarto de Darío a la cocina, de la cocina al lavadero, del lavadero al tendedero, a prepararle tés con limón que no se tomaba, o suero oral que tampoco, y a echar a lavar en la lavadora las sábanas sucias de su cama para ponerlas después a secar, a la rabiosa luz del sol o la luz demente de la luna, en el tendedero de la ropa. Lo que hizo papi por años: lavar con paciencia benedictina, con humildad franciscana, los trapos sucios de la casa. Y ésta es la hora en que este Papa manirroto que se ha parrandeado el pontificado canonizando a diestra y siniestra y devaluando la santidad hasta dejarla como el peso colombiano que quedó valiendo polvo, mierda, ¡todavía no lo santifica! ¿Qué espera? ¿No acaba pues de beatificar como a trescientos mexicanos de un plumazo, en lo que se dice un santiamén? ¡Claro! Como la sola Basílica de Guadalupe de la ciudad de México le produce más lana que Colombia entera… Por eso en santos hoy estamos como estamos: por pobres, por miserables, por harapientos. Colombianos: ¡o nos beatifican a otros tantos o ni un centavo más a esta Iglesia! ¡Les cortamos el chorro de las limosnas a estos limosneros!
Y otra vez a la escalera a subirle de la cocina al enfermo otro té con limón que no podía tragar por las ulceraciones de la garganta, y a encontrarme con que las sábanas que le acababa de cambiar ya estaban sucias. Iba entonces al closet del cuarto grande donde dormía Cristoloco a buscar otras limpias. Y así, yendo y viniendo, bajando y subiendo, me encontré maldiciendo con toda mi alma a la maldita escalera.
Mi último día en esa casa amaneció la Loca enfurruñada, destanteada cual si acabara de soñar consigo misma. Y saliendo de su cuarto a la biblioteca dice al aire, a las paredes, para que alguno obedezca:
– ¡Eh, carajo, aquí si no hay ni quien le traiga a una un café!
Como si no tuviera pies y manos la retrápoda para írselo ella misma a traer: dos pies con de a cinco dedos y dos manos con de a otros tantos. Dedos si tenía y en las cantidades estatuidas desde el Paleozoico por nuestra sabía madre la naturaleza. Lo que le faltaba era un tornillo en la cabeza. ¡El infaltable tornillo Rendón! Y digo infaltable como quien dice sol oscuro, por oximoron, pues no es que lo tengan sino que carecen de él. Por eso los Rendones no pueden subir ni bajar escaleras. En cambio si toman café.
– ¡A ver si me traen pues el café, carajo! ¡Con leche! -urge la irascible.
Yo no, por supuesto, soy la pared que no oye, que nunca ha oído. Y me metí a bañarme en el baño grande de la casa, que tenía un calentador eléctrico. Estando bajo el chorro, de repente, ¡pum!, que se corta la electricidad y se apaga el aparato. Me acabé de bañar con agua fría, y al salir del baño volvió la luz. Entonces advertí que Cristoloco salía del garaje, donde estaban los interruptores eléctricos de la casa, y comprendí en el acto: los había apagado para que me bañara con agua fría. Darío se estaba muriendo y a este hijo de su Rendona madre lo único que se le ocurría era ponerse a molestarme apagándome un calentador. Me dio tanta risa su miseria de alma, su infantilismo Rendón, que decidí despacharlo al otro toldo de un varillazo en la testuz. Uno con una varilla que había visto en el cuarto de los trastos viejos, calculado, fraternal, cariñoso: ni tan fuerte que nos manchara el piso con el laberinto de los sesos donde se anidaban sus rencores locos, ni tan suavecito que nos dejara al interfecto convertido en un vegetal con el que tuviéramos que cargar de por vida, alimentándolo por un tubo y limpiándole con bañitos de agua tibia el culo de nunca parar. Un «encarte» pues, como dicen en ese país tan expresivo. No. Ni tan fuerte ni tan suavecito: la nota justa en el momento justo con la intensidad justa, que es como siempre he tocado el clavecín. Volví al baño, me afeité, me peiné, y acto seguido, con decisión imparable, bajé a buscar en el cuarto de los trastos viejos la varilla: ahí estaba, en un rincón, con su empecinada dureza de hierro esperándome. La tomé y la blandí como un machete.
– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó la Muerte asustada.
– Nada, mamita, lo que vas a ver.
Y poseído por la insanía de Colombia loca y de los Rendones locos que se arrastra desde los albores de esta especie loca cuando en un rapto de humanidad humanísima Caín luminoso mató al estúpido Abel, corrí a buscarlo. ¡Nulla! ¡Niente! ¡Sparito! Ni en la planta alta ni en la planta baja, se había evaporado como el espíritu de la trementina el maldito.
– ¿Dónde está Cristoloco? -pregunté hecho un demonio.
– Salió -contestó desde arriba la Loca, como si entre ella y yo no hubiera pasado nunca nada.
Paré en seco, atónito. ¿Y cómo supo a quién me refería? ¿Que buscaba a su último hijo, el engendro que de tanto poner a funcionar la máquina malparió? ¿Había adquirido acaso esta demente la capacidad de leer los pensamientos ajenos como Balzac? ¿Como Balzac el loco?
Por eso, porque mientras me afeitaba y bajaba al cuarto de los trastos viejos por la varilla el engendro salió, sólo tengo dos muertos sobre mi conciencia, que le dan un toque de caridad cristiana a «Los caminos a Roma»: un gringuito muy bonito con el que me crucé en España, y una concierge de Paris.
Pasados tantos años y repensando desde el presente con cabeza fría la rabia hirviendo salida de toda madre que en esos instantes me dio, me doy cuenta ahora de que si papi se había convertido en la sirvienta de la Loca yo estuve a un paso de convertirme en la de la Muerte. Dos trabajos sucios le había hecho ya a la haragana y quería más… ¡No más faltaba!
Esa noche volvieron los zancudos del insomnio, «les musiciens», a zumbar sobre mi cama de juguete obra de Argemiro el loco. Mientras en el cuarto contiguo Darío deliraba y discutía en su delirio con los basuqueritos de la Carrera Séptima, yo en el mío, para no oírlo, me ponía a hacer el balance de la quiebra. Sacando cuentas esto no había sido más que un espejismo siniestro, una patraña burda de ilusiones liquidadas que por lo menos ya estaba llegando al final, en un tinglado que se caía a pedazos entre sombras rotas. Ascendí desdoblándome, y penetrando con mis ojos de búho, de lechuza, la oscuridad, vi abajo desde arriba, desde el techo, a ese pobre tipo en esa pobre cama al garete en el mar del tiempo. El tipo se levantó y caminó unos pasos hacía el sillón vacío, el sillón en que la abuela se sentó sus últimos años a esperar a la Muerte. La noche se desgranaba en instantes que pesaban como eternidades.