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Luego, atravesando mi cuarto llegaba el pobre al suyo, al baño, y tras de quitarse la ropa se pesaba desnudo en una báscula.

– ¿Cuánto fue? -me preguntaba, pues la toxoplasmosis le había inflamado la retina y ya no veía bien.

– Cincuenta kilos.

Después fueron cuarenta y nueve, cuarenta y ocho, cuarenta y siete… Y se los iba anotando con un bolígrafo en una pared.

Comparando los despojos de mi hermano con los fríos resultados de la báscula llegué a una conclusión de física muy interesante: la Muerte pesa cada día menos y menos y menos. Hasta que, pues hay un umbral para todo, así como a cierta temperatura con sólo subirles una pequeñísima fracción de grado los sólidos se vuelven líquidos y los líquidos gases, en una diezmillonésima de segundo la pobre vida, que es nuestra forma optimista de llamar a la Muerte, se vuelve nada. Vivir, amigo, es irnos muriendo de a poquito, con aguardiente o sin él.

Inútil resultó la anfotericina. E inútiles el fluconazol, el itraconazol, el trimetoprim sulfametoxazol. Nada le servía a mi hermano. E incluyo en nada a un curita joven que llegó a reconfortarlo una mañana, llovido del cielo como mierda de paloma. Y lo digo por lo que van a ver. Le contaron los epidemiólogos del municipio a mi cuñado Luis Alfonso, y éste a mí, que en infinidad de casas como la nuestra infinidad de enfermos como mi hermano se estaban muriendo de lo mismo, del mal ignominioso que nadie se atrevía a mencionar. Y que en una del barrio de Boston (el mío, ay, donde bajo un cielo incierto nací), un curita joven de alto riesgo infectado se había encerrado a morir cuando se le declaró la enfermedad, arrepentido, avergonzado, escondiéndose del prójimo: una neumonía que agarró por aspirar el excremento de las palomas que venían a arrullarse en las tapias del patio lo remató.

– Padre -le pregunté entonces, tras de repetirle esta historia, al que había venido a reconfortar a Darío-: ¿no habrá respirado su colega, entre la que aspiró, mierda del espíritu Santo?

No bien se fue el curita reconfortador (todo suavidad, dulzura, sinuosidades jesuíticas de raso) tuve una ríspida discusión con mi hermano porque consideré un insulto a su inteligencia que permitiera que a esas alturas del partido viniera a hacernos la puñeta semejante embaucador con cara de culo o de Pablo VI.

– ¡Al diablo con estos tartufos agoreros! Que no entre ni uno más a esta casa.

En ese momento me enteré de que un año atrás, mientras papi se moría, la Loca había llamado en un descuido mío a uno de estos buitres ensotanados para que le administrara la extremaunción.

– ¿Y para qué diablos necesitaba la extremaunción? Si con cincuenta años de matrimonio o infierno no pagó en vida esa pobre victima lo que pudiera deber de purgatorio, entonces yo no sé con qué.

Y al terrible matacuras que hay en mí, descendiente rabioso de los liberales radicales colombianos del siglo XIX como Vargas Vila y Diógenes Arrieta, de la Revolución Francesa, el marqués de Sade, Renán, Voltaire, sectario, hereje, impío, ateo, apóstata, blasfemador, jacobino, le dio en aquella ocasión un ataque de ira santa que casi lo mata. Sobrevivió porque estaba escrito en el libro del destino que había de escribir éste. Y aquí me tienen, viendo a ver como le atino a la combinación mágica de palabras que produzca el cortocircuito final, el fin del mundo. Punto y aparte, señorita. Y no me le vaya a poner cursiva a nada, que las detesto. Y a propósito, lo de «alto riesgo» del curita de Boston, ¿cómo lo puso? ¿Simple, o entre comillas?

– Entre comillas.

– ¡Idiota! ¡Quíteselas! Uno es de alto riesgo o no es nada, y sanseacabó.

Entonces volví de golpe a mi cuarto de esa lejana casa o manicomio del barrio de Laureles y una vez más vi a mi señora la Muerte, observándome con curiosidad lujuriosa desde el cielorraso manchado por las filtraciones de la lluvia.

– I love you -me dijo.

– ¿De veras, mamita? -le pregunté.

Asintió con la cabeza y no dijo más. Y sin embargo, pese a los años transcurridos, aún me resuena en los oídos esa voz tumbal y hueca, sosegada, velada, de tonos suaves de terciopelo y asperezas de garlopa. Una voz inefable que me recuerda ¿la de quién? A ver, a ver, Alzheimer, ¿la de quién? ¿La de Hltler? No. ¿La de Churchill? No. ¿La de este puto Papa? No. ¡La de Xochitl! La reina Xochitl, reina de reinas, el travesti más portentoso que he conocido: Gustavo no sé qué ante el registro civil y a la luz del día, lenón de oficio al servicio de los más encumbrados funcionarios del PRI a los que les conseguía las mejores putas; voluminoso, carnoso, grasoso, hagan de cuenta un taquero, bastante innoble y vil él, aunque trabajo es trabajo. Pero en sus noches, ¡qué transfiguración! Gustavo se transmutaba en sus noches en la reina Xochitl, la reina de reinas, una mole del tamaño de la estatua de la Libertad y vestida como ésta de largo (a veces de verde esperanza, a veces de blanco de novia, a veces de negro luctuoso) y a la que una corte de travestis venidos de los cuatro rumbos del vasto México, del Bajio, el valle del Anáhuac, la península yucateca, la región Lagunera, le rendían pleitesía. No he conocido otra igual. Xochitl era la más bonita porque era la más horrorosa. Murió de una embolia, ahita de poder y sexo. Chasqueaba los dedos y corrían a atenderla cinco muchachones espléndidos que ya me los quisiera yo para mí. En fin, lo dicho, la difunta hablaba en vida con la voz con que me habló la Parca, poco y conciso para no ir a meter las patas.

Pero permítaseme volver atrás unas páginas para seguir adelante: al brumoso Alto de Minas que me envuelve con su manto. Así procedo yo, construyendo sobre lo ya escrito, sobre lo ya vivido. El hombre no es más que una mísera trama de recuerdos, que son los que guían sus pasos. Y perdón por el abuso de hablar en nombre de ustedes pues donde dije con suficiencia «el hombre» he debido decir humildemente «yo». Mi futuro está en manos de mi pasado, que lo dicta, y del azar, que es ciego. Y tocar el clavecín, como dijo Bach, es muy fácil: hay que pulsar la nota justa en el momento justo con la intensidad justa.

Sumidos en el mar de brumas, coronada la montaña, los faros del Studebaker horadan la noche ahuyentando los fantasmas. Abajo, en la oscuridad, se abre Colombia inmensa, y aunque no la veamos sentimos cómo palpita -tibio, acogedor, seguro- su corazón. Seguro hasta en la muerte misma que nos aplicará algún día, lo pronostico.

Nos hemos detenido en lo más alto de la carreterita desierta, hemos bajado del Studebaker y la botella de aguardiente pasa de muchacho en muchacho, de boca en boca. Cuando nos la acabamos Darío la lanza contra una roca y la botella vacía se deshace en añicos, como se había deshecho desde hacía mucho, para nosotros, esta hipócrita moral.

– Las mujeres, hermano, son gallinas ponedoras. Bonitos o no (eso poco más importa pues en caso de necesidad cualquiera sirve), los muchachos son lo más hermoso del paseo. Más que Mozart, más que Gluck. Abrí los ojos, no los cerrés que con los ojos cerrados nadie ve.

Mi tesis: que entre papas y presidentes y granujas de su calaña, elegidos en cónclave o no, a la humanidad la llevan como a una mula vendada con tapaojos rumbo al abismo.

– ¡Arre mula idiota, mula ciega! Un pasito más, que ya vas a caer.

De hecho ya está cayendo, y desde hace mucho, pero el problema es que no acaba de caer. Somos un moribundo terco que insiste en no morirse.

Pues bien, en medio de esos muchachos de caras ya olvidadas que el tiempo borró, en esa cumbre de esa montaña de esa noche ciega, Darío está más cerca de mí que nunca. Lo que la Loca había separado la vida lo había vuelto a juntar. Atrás se quedaba para siempre nuestra infancia de querellas y disensiones. Adelante se abría ante nosotros, ancho, desmesurado, inmenso, un panorama de espléndidas miserias.

Las ratas del Admiral Jet del que mi hermano fue «super» vuelven de vez en cuando a visitarme. Y no son otras, no son las hijas de las hijas de las hijas de las que conocí en su sótano; son las mismas, preservadas de la Muerte y el olvido por virtud de mi memoria.

– Muchachitas: aquí me tienen, en otro país y en otro tiempo, negando el tiempo. Más jodido que de costumbre y hecho un viejo, pero queriéndolas siempre. Jamás he traicionado un amor.

Acostado sobre el frió piso de cemento me dejo invadir por la oscuridad. Y en el acto, confluyendo en ese sótano ciego, corazón de la Tierra, de los humildes socavones del subsuelo van surgiendo mis hermanas las ratas que vienen a olfatearme, a lamerme con sus lengüitas húmedas, y en el hálito de sus respiraciones pausadas siento el don de sus almas. Nos amamos, gústele o no le guste a este Papa. A esta travestida polaca y a sus esbirros del Opus De¡ y de la Compañía de Jesús, que Nuestro Señor Satanás acoja sin dilaciones en su caldero hirviendo. ¡O qué! ¿Va a dejar este Diablo idiota que se nos vaya impune a cantar al cielo semejante pandilla internacional de mafiosos? Si hay Dios tiene que haber un Diablo que cobre las cuentas sucias de este mundo y nos investigue de paso las de los bancos vaticanos, a ver si las encuentra tan católicas. Dios si existe pero anda coludido con cuanto delincuente hay de cuello blanco en el planeta. Este viejo es como los presidentes colombianos: un alcahueta del delito, un desvergonzado, un indigno. O como Luxemburgo, Llechtenstein, las Islas Caimán, Suiza: un paraíso fiscal con lavadero de dólares. Mientras Él exista existirán siempre aquí abajo, en este desventurado valle de lágrimas, el ecumenismo o globalización, la corrupción, la impunidad, la coima. El único que puede acabar con los cuatro jinetes del Apocalipsis es el Diablo.

Afuera nieva y los copitos blancos van cayendo con suavidad callada sobre la calle lúgubre del West Side donde vivimos Darío y yo. Los moradores del Admiral Jet, negros y puertorriqueños que el Social Security alcahuetea y que el Partido Demócrata solivianta, se instalan en las noches en el porche a fumar y a beber cerveza (más tarde adentro, en la abyección de sus covachas, se inyectan heroína). Cuando subo del sótano a la acera la nieve los está echando y los hace entrar.

– ¡Hey, super! -me saludan los negros, dándome el cargo de mi hermano.

– ¿Cuántos inodoros taponaron hoy, hijos de la gran puta? -les respondo con mi más amplía sonrisa, en español, y ellos creen que les estoy diciendo que están muy bonitos.

Desde el fondo negro de sus almitas negras a su vez se sonríen, y entran al edificio escombrándome la entrada de basura humana. Mi deseo más ferviente esta noche es que se queme esta deleznable caja de cartón con esta bazofia adentro no bien pare de nevar y no haya nieve que extinga el fuego. Que ardan el edificio y sus fornicadores de paredes. ¿Odio luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor. Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las toco me calienta el alma. En cuanto a los que se llaman a si mismos «racionales» -blancos, negros, verdes o amarillos- ah, eso ya sí es otro cantar, mejor dejemos así la cosa.

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