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Cuando yo regresé del país que dije a acompañar a papi en sus últimos días ya me fue imposible hablar con él: una angustia infinita lo había invadido, una tristeza del tamaño de la muerte que lo reducía al silencio. parecía vivo pero estaba muerto, se le había apagado la llamita que mantuvo siempre encendida, la esperanza. ¿Pero esperanza en qué? ¿Qué esperaba? Es lo que yo no sé porque ambiciones nunca tuvo, ni políticas ni de riqueza ni de nada. ¿La esperanza tal vez de volver a La Cascada, su finca, a la que hacía años no iba por no correr el riesgo de que lo secuestraran para pedirnos su jeep de rescate a cambio del cadáver? Tal vez. ¿O tal vez la simple, mísera esperanza de poder leer un día más en El Colombiano las esquelas de los que se murieron ayer? Tal vez. Hay una edad en el ciclo vital del Homo sapiens en que el rey de la creación empieza a levantarse temprano, no bien rompe la mañana, a recoger el periódico que le acaban de echar por debajo de la puerta y lo abre con avidez a ver quién se murió. Hombre, cuando uno llega a eso ya el muerto es uno.

La última vez que hablé con papi fue unos meses antes de su muerte, la víspera de una de esas inútiles partidas mías que por un muerto u otro terminaban siempre en el regreso. Como tantas otras veces, nos sentamos en el balcón a conversar. Ese balcón (que la Loca llamaba «el volado») lo había adaptado papi como una segunda biblioteca cerrándolo con una vidriera y ahí leía (cuando la mandona de la Loca se lo permitía), y mientras leía, como un vigía desde su torre de vigilancia, vigilaba con el rabillo del ojo el movimiento de la calle y las plantas del antejardín (que por lo demás manteníamos aseguradas por las raíces con unas rejillas subterráneas electrizadas, sistema de nuestra invención), no se las fuera a llevar algún transeúnte ocioso, viviendo como vivíamos en el país de Caco donde se alzan con una casa entera con sus pisos, techos y sanitarios, y son capaces de robarle la barca a Caronte, la cruz a Cristo, y sus medias sucias al ladrón de Bagdad. Ahí, instalados en esa atalaya desde donde dominábamos a Colombia y sus miserias, hablábamos por horas y horas de nuestra pobre patria, de nuestra patria exangüe que se nos estaba yendo entre derramamientos de sangre y de petróleo saqueada por los funcionarios, sobornada por el narcotráfico, dinamitada por la guerrilla, y como si lo anterior fuera poco, asolada por una plaga de poetas que se nos vinieron encima por millones, por trillones, como al Egipto bíblico la plaga de la langosta. Pero la última vez que conversamos me cambió el tema.

– ¿Qué habrá después de la muerte, m'hijo? -me preguntó.

– Nada, papi -le contesté-. Uno no es mas que unos recuerdos que se comen los gusanos. Cuando vos te murás seguirás viviendo en mí que te quiero, en mi recuerdo doloroso, y después cuando yo a mi vez me muera, desaparecerás para siempre.

– ¿Y Dios?

– No existe. Y si no, mira en torno, por todas partes el dolor, el horror, el hombre y los animales matándose unos a otros. ¡Qué va a existir ese asqueroso!

Aparte del cigarrillo Pielroja y de un ocasional caldo de huevo que él mismo se preparaba, papi vivió en sus postreros años prácticamente de noticias: las de El Colombiano primero, leídas al claror del alba, y luego las de los noticieros del radio y el televisor que permanecían día y noche encendidos. Tronaban a todo taco los dos malditos haciendo vibrar los vidrios y rompiendo tímpanos porque el drogadicto de tragedias se estaba quedando sordo pero se negaba a ponerse audífonos.

– Shhhh, dejen oír -era lo que decía.

Y ola. Que nombraron a no sé quién de no sé cuánto. Que fulanito se coludió con zutanito y menganito con perenganito. Que el presidente conminó. Que el alto funcionario declaró. Que el ministro de Obras obró. Ah, y que Fabito Puyo el hijo de Gilmiller, el consentido del presidente y la niña de los ojos de un ex presidente se alzó con mil millones de las Empresas Varias y las dejó en la ruina y a Colombia de paso sin agua ni electricidad porque se las vendió a Venezuela, se embolsó el dinero, y hasta el sol de hoy: que lo vieron en Alemania gastándose los costalados de billetes con las putas y sobornando a la Interpol. Ah, y que menganita aspira a la alcaldía de Manizales y perencejita a la gobernación del Valle y que las encuestas dicen que las van a elegir. Porque han de saber los desinformados que tras las siete plagas de Egipto en Colombia entraron a torear las mujeres. No contentas con llenarnos el mundo de hijos y el mar de pañales cagados, se dieron a quitarnos estas putas los putos puestos que con tan improbos esfuerzos hace doscientos años, a machete y sangre, con sudor y lágrimas, le habíamos quitado al español. Que si nosotros orinábamos parados ellas orinaban sentadas y también tenían derecho a aspirar. Vaciaban el inodoro, se subían los calzones, salían del baño, ¡y a saquear lo que quedaba de la res pública como cualquier funcionario de pipí! ineptas, ignorantas, lambonas, iban escalando estas rastreras la jerarquía burocrática como cucarachas subiendo una pared. Ya arriba una tal Emma, una ministra, la muy alzada, la soliviantada, aspiraba a la presidencia. ¿La vagina al poder? No lo podía creer.

– ¡Coño! Colombia se acabó -sentencié.

¡Qué va, Colombia no se acaba! Hoy la vemos roída por la roña del leguleyismo, carcomida por el cáncer del clientelismo, consumida por la hambruna del conservatismo, del liberalismo, del catolicismo, moribunda, postrada, y mañana se levanta de su lecho de agonía, se zampa un aguardiente y como si tal, déle otra vez, ¡al desenfreno, al matadero, al aquelarre! Colombia, Colombina, Colombita, palomita: ¿no es verdad que cuando yo me muera no me vas a olvidar?

– Shhhh -me callaba el radioescucha.

Estaba oyendo un recuento, un balance, de las sinvergüencerias del Congreso en el año que pasó.

– A partir de este que empieza todo prescribe -me informaba-. La ley de prescripción la dictaron ellos, la cueva de Ali Babá.

Vívida perdura en mi memoria venerable, en una silla de ese balcón frente a ese radio, oyendo las raterías del Congreso.

– Dejá de oír tanta noticia, tanta infamia que te vas a envenenar el alma -le aconsejaba yo.

¡Qué va! Él las oía como quien oye un partido de fútbol, con espíritu deportivo. Hasta el final conservó el optimismo, su fe en la vida, su buen humor. Fue un santo. Veintitrés hijos engendró en una sola mujer, alegremente, sin pensarlo mucho, y se murió dejándonos una casa en el barrio de Laureles, tres vaquitas en un pegujal, y en el alma un recuerdo desolado.

Ah, y nos dejó también la honradez, que sirve pa lo que sirven las tetas de los hombres. La honradez no da leche. Leche da un puesto público bien ordeñado.

Papi: hemos vivido y muerto en el error, hemos sido limpios, claros, honrados. En premio sigue el cielo. Será sentarnos pues a oír cantar con sus arpas los querubines. A vos que te toquen tu pasillo «Tierra Labrantía». A mí la «Gran Cantata de Satán».

Hijo: Hazte nombrar y valoriza el puesto. Que nada pase con tu firma sin tu coima, que el mundo es de los vivos y el cielo de los pendejos. No des sin que te den y si no te dan que esperen, que la prisa es de ellos: ellos tienen la siderúrgica prendida y no pueden esperar: tú sí, tú tienes sueldo. ¿Industrias? ¿Cultivos? ¿Trabajo para los desempleados? Que las abran ellos, que cultiven ellos, que les den trabajo ellos que son los explotadores: tú no, tú eres santo. Y ten presente que funcionario que deja el puesto ya no es: fue. Por eso les dicen «el ex ministro», «el ex presidente», con una equis lastimera. En esa equis radica la diferencia entre el ser y el no ser. Así que no sueltes puesto sin tener otro mejor preparado. A tus inferiores humíllalos, a tus superiores cepíllalos, y cuando tus superiores caigan, dales con el cepillo en la cabeza que la lealtad es vicio de traidores. ¡Cómo vas a traicionar tus intereses por un ex jefe! Un ex ya no es. Y sube, sube, sube que mientras más subas tú tu país más baja. Nadie está arriba si nadie está abajo. En las entrevistas no te des, que tú no eres mujer enamorada, y no olvides que hoy día todo lo graban; di que si pero que no, enturbia el agua que no se pesca en río transparente. Masturba al pueblo, adula a los poderosos, llora con los damnificados, y a todos promételes, promételes, promételes, y una vez elegido proclama a los cuatro vientos tu amor a tu país pero si te lo compran véndelo, y si no hipotécalo que las generaciones venideras pagan: el futuro es de los jóvenes. Las casas, las calles, las escuelas, los hospitales, las universidades, las carreteras que prometiste déjalas como los puentes: en el aire, pendientes, entre una orilla y la otra de la nada. Absurdo sería gastarte en lugares comunes suntuarios lo que es para tus gastos: tus mansiones, tus aviones, tus palacios, tus palacetes, tus islas, tus playas, tus yates, tus putas, tus delicatessen. Y al irte, si es que te vas, recuerda que lo que dejes se lo lleva el próximo viento: dinero en arca pública es volátil cual espíritu de trementina. Eso, eso, eso es lo que le aconsejarla yo a un hijo si lo tuviera. Pero ay, yo no practico la cópula con las hijas de Eva, y la existencia por lo visto no se da sin causa agente. ¿Honraditos a mi? ¡Honrado el Papa, Su Santidad! Y trabajador además: echa azadón de sol a sol.

Émula de este laborador infatigable, la Loca se instaló en la planta alta de su casa a trabajar: con sus pobres cuerdas vocales:

– Bajá y decile a tu papá que ponga la lavadora, que él sabe -me mandaba a mí, que pasaba.

– No, Mandolina. Bajá y decile vos -le contestaba yo, que me iba.

A tal grado habían llegado sus sutilezas mandonas, que mandaba por interpósita persona para no tener que gritar. ¿Y tu papá? ¿Mi papá, el ex senador y ex ministro, el santo de su marido? Uncido al carro de su destino el buey araba. Se lo sorbió. Le chupó el espíritu y de hambre en hambre el cuerpo se lo dejó en veremos. Por eso cuando una socióloga de la Universidad de Antioquia me explico que las únicas familias felices en Colombia eran las de los políticos yo le contesté:

– Ah…

Un día en que estábamos en silencio la Loca y yo en la biblioteca, ella viendo televisión y yo viéndola embrutecerse, antes de que se le ocurriera articular palabra para mandar le ordené:

– Bajá y hacéme un jugo de naranja.

¡Abrió tamaños ojos de incredulidad metafísica! ¡El mandón mandado! Y le empezó la taquicardia. A Cuba le recomiendo una actitud similar frente al tirano: voluntad inquebrantable y decidida acción.

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