La Muerte, extinguidora de odios y de amores, un año antes de venir por Darío vino por papi, y en un mes se lo llevó. Un mes anduvo rondándolo con su cauda gallinácea, su cortejo de curas, de médicos y zopilotes que yo le ahuyentaba.
– ¡Qué! -le increpaba-. ¿No puedes vivir sola y tienes que andar siempre acompañada, con esa corte de sabandijas? Estás como mi amigo Manolo Dueñas que adonde va, va con séquito, o como el cura Papa. Aprende de mí, güevona, que me basto solo.
Y solo, sin amanuenses ni computadora ni Internet, no bien termine esta obrita de teología me voy a levantar el imponente «Inventario Detallado de los Muertos», los míos, completos, que presides tú, por supuesto, la siempreviva, la compasiva, la artera, mi señora Muerte, cabrona. Bienvenida seas a esta casa, mi casa, tu casa, en el barrio de Laureles, ciudad de Medellín, departamento de Antioquia, país Colombia, que es el cielo pero en infierno, y cuya puerta te abrió de par en par un día, o mejor dicho una noche, mi hermano Silvio: la noche en que se voló de un tiro la cabeza. Después fuimos siguiendo todos, uno por uno, como dicen que van cayendo las ovejas al desbarrancadero, aunque yo, la verdad, con tanto que he andado, vivido y visto aún no las he visto caer.
Veinticinco años tenía Silvio, mi tercer hermano, cuando se mató. ¿Por qué se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante, como Zola, leyéndole la cabeza. Yo soy novelista de primera persona, y además andaba afuera, lo más lejos posible de Colombia, de ese cielo que dejé hace siglos, desde que abandoné el paraíso. Se mató porque sí, porque no, porque estaba vivo, sin razón. Nunca más lo volvimos a mencionar, y si ahora se lo nombro yo, doctor, es arrastrado por el «elán» del verbo. Yo aquí tendido en su diván hablando y usted oyendo, cobrándome con taxímetro. Yo soy el que hablo y usted el que cobra: me cobra por oírme curar solo. Oiga pues entonces lo que le voy a contar y cobre: mientras papi en su cuarto agonizaba, la Loca despatarrada en un sillón plegadizo de la biblioteca frente a un televisor veía telenovelas. Contando los cinco años que fueron novios, sesenta vivieron juntos, de los cuales los últimos veinte cuando menos mi padre fue su sirvienta: ni un vaso de agua le llevó doña Loca durante ese mes interminable en que yo lo vi agonizar.
Es muy fácil, doctor, estar loco y que los demás se jodan. Y si no véame a mí aquí ahora, hablando, desbarrando, abusando y usted oyendo. Es que yo creo en el poder liberador de la palabra. Pero también creo en su poder de destrucción pues así como hay palabras liberadoras también las hay destructoras, palabras que yo llamaría irremediables porque aunque parezca que se las lleva el viento, una vez pronunciadas ya no hay remedio, como no lo hay cuando le pegan a uno una puñalada en el corazón buscándole el centro del alma. ¿Como por ejemplo cuál? Como por ejemplo, doctor, ese «hijueputa» que nos regalaba la Loca, tan maternal, tan dulce, tan tierno que usted no tiene ni idea ya que las palabras, aunque poderosas, a veces se empantanan en su semántica como el lodo en un charco, y no pueden expresar los múltiples matices del paisaje ni apresar los ¡res y venires del viento. Y no le mando, doctor, de paciente a la Loca del bumerang porque lo enloquece como enloqueció al doctor Botero. No hay alienista que la resista. Se impacientan, pierden el equilibrio mental, caen al suelo, se suben al diván a hablar y los papeles se truecan. Al doctor Pedro Justo Botero Restrepo Restrepo Botero, un antioqueño a carta cabal, sólido como un roble al cuadrado, discípulo de un discípulo de Freud y de la mujer de Jung, y especialista en traumas de la Segunda Guerra Mundial y de la Primera Guerra Colombiana del Narcotráfico (curtido como quien dice en mil combates contra mil pacientes), yo lo vi, lo vi con estos ojos, arrancarse a mechones los pelos de la cabeza y descolgar el diploma de la pared por culpa de la Loca. ¿Salud mental frente a la Loca? Permítame, doctor, que me ría. ¡Jua! El hierro con ser tan hierro también tiene su punto de fusión y los continentes se mueven.
Andando el tiempo no quedó médico en Medellín que le pasara al teléfono. Los llamaba a las doce de la noche a la casa para preguntarles:
– Doctor: el Modiuretic me dice usted que me lo tome con agua antes de las comidas. ¿No me lo podría tomar después con un juguito de naranja?
Tenía obsesión por las naranjas desde que papi compró La Cascada, una finca que sólo producía esas frutas odiosas, y a la cuerda se le metió entonces en la cabeza que teníamos que ser autosuficientes y «economizar» desayunando, almorzando y cenando naranjas.
– Las naranjas no tienen colesterol -decía, y punto, palabra de Dios.
Bultos y bultos de naranjas traían de La Cascada a Medellín, a podrirse en la parte de atrás de mi casa.
– ¿Y por qué no las vendían?
– ¡Ay doctor, no sea ingenuo, a quién! En ese país nadie compra: todos roban. Y para que un pobre le acepte a uno unas naranjas regaladas, uno se las tiene que llevar a su casa. Mientras se las baja uno del carro, otro pobre del tugurio le roba a uno el carro. Dejemos mejor la cosa así. ¡Y que se pudran las hijueputas naranjas!
Hoy yo concibo al infierno como una dieta monocorde de ese cítrico infame, sin melodía, sin armonía, sin colorido orquestal, sosa como un oboe predicando en el desierto con un balido de oveja. Y el cielo me lo imagino como unos chicharrones de manteca de cerdo, fritos en si mismos, crepitando de rabia y cargados de colesterol que me forme un trombo que me obstruya las arterias y me paralice el corazón.
– ¿Y si ella estaba tan enferma y su papá tan sano, por qué el sano murió y la enferma sobrevivió.
– Es que a estas malditas viejas de Antioquia, doctor, les dio a todas por enterrar al marido. A papi la suya lo enterró en vida. De economía en economía lo fue minando hasta que por fin acabó de matar al cadáver. ¿Sabe de qué vivía al final de su vida el faquir? Del humo del cigarrillo Pielroja que ella también le quería quitar. Que el cigarrillo provocaba cáncer del pulmón, decía. ¡Mentira! Papi murió con los pulmones limpios, yo vi las radiografías. Tan limpios como su alma.
«Economizar» era el verbo favorito de la Loca porque esta mujer, pródiga en hijos, en lo demás era avara, de una avaricia Rendón. Por eso como no fuera su marido no le duraba sirvienta.
– Apague el fogón m'hija -les gritaba desde arriba-, y en el calor residual de la parrilla me calienta un café.
Todas las sutilezas de la mandonería hipócrita las cultivaba. No decía, por ejemplo, «Caliénteme un café», Sino «¿me calienta un café?», que suena menos perentorio. Y «¿m'hija?» ¡Ay, tan cariñosa! ¡Mentirosa! ¡Si las odiabas! Las odiabas tanto como te odiaban ellas a vos. Esa mandonería insidiosa era lo que les revolvía la barriga a las sirvientas, y a mí lo que me reventaba el saco de la hiel.
– ¡Alguno! -gritaba-. Hay que sacar la basura que ya sonó la campana.
La «campana» era la campanilla del carro de la basura; la «basura» eran nuestros costalados de naranjas podridas que había que sacar a la calle; y «alguno» era el que pasara por entre su radio de acción. Sobra decir que si el que pasaba era yo, «alguno» se transformaba en mis oídos en «ninguno», «nadie».
Hija era de su papá, mi abuelo, que economizaba gasolina así: al llegar a la bajada de El Poblado le apagaba el motor al carro, a su Hudson 1946, y con el impulso que traía de Envigado más la fuerza de gravedad pretendía llegar hasta el centro de Medellín, a treinta cuadras por entre un tráfico pesado de peatones y carros. ¿Que se le atravesaba un peatón? Peor pa él. No frenaba ni por el Putas, que ya dije quién es. Un día atropelló a dos albañiles y una monja. La monja quedó descaderada, los albañiles no sé. El impulso residual del carro de mi abuelo se transformó en el calor residual de las parrillas de la Loca.
– ¿Y por qué era esa familia tan avara?
– Por honrada, doctor. Si hubiéramos estado robando en el gobierno, como Samper, no habríamos tenido que ponernos en tantas economías. Ah no, perdón, miento, el ladrón no fue Samper, fue López, López Michelsen, que se especializó en México: un liberal jacobino con cara de culo que sostenía que el derecho no era divino sino que brotaba de la sociedad como una fuente de la tierra y que no había que creer en la existencia de Dios.
– ¿Y si Dios no existe, quién lo hizo a él entonces? -preguntaba la Loca, la refutadora.
– Lo hizo una mezcolanza de azar con semen y babas -le contestaba yo furioso.
– A vos si no se te puede ni hablar.
– No -le confirmaba yo, su ex hijo, que tenía cancelado con ella el tema teológico, y que acabó por cancelar todos los otros hasta llegar a la perfección del silencio.
Si a mi abuela yo le hubiera dicho que Dios no existe, se habría puesto a rezar por mí. Pero la Loca me discutía. ¡Ay Dios, qué no hice por iluminar esta alma roma, por hacerle llegar a la oscuridad de sus sesos tercos unas cuantas luces!
Y si «economizar» era su verbo preferido, su gran frase era: «La humanidad es mala». ¿Y ella qué era? ¿Una coneja?, o qué. Aunque por su forma de proliferar se diría que si, por sus orejas y sus cuatro extremidades se diría que no. Y consecuente con su frase no era amiga de nadie. Amigas no tenía, los médicos le huían, las sirvientas la odiaban, los curas la detestaban, afuera de su casa nadie la quería, y adentro vaya Dios a saber.
Quince días llevaba con el televisor prendido mientras papi se moría, y yo viéndola, negándome a creer.
– ¿Qué ves? -le pregunté.
– Una telenovela muy buena con una mujer muy mala.
– La mala sos vos -le dije, y fue lo último que le dije porque no le volví a hablar.
Acto seguido le apagué el asqueroso aparato. El consabido «hijueputa» esta vez no me lo dijo ni le mandó a nadie que se lo volviera a prender: creo que por fin captó en su cabecita hueca que su marido, su sirvienta, se le estaba yendo. Yo no soy novelista de tercera persona y por lo tanto no sé qué piensan mis personajes, pero esta vez, por excepción, si les voy a decir en qué pensó la mala de la telenovela: «¿Y ahora a cuál de los que quedan voy a agarrar de sirvienta?». Eso fue lo que pensó en su almita negra la Loca, y si no que me desmienta Dios.
Los quince días siguientes transcurrieron en silencio, en un ir y venir compungido de hijos, de nueras, de yernos y de nietos. Unos llegaban, otros salían: Aníbal, Manuel y Gloría con sus familias; Darío que había venido de Bogotá; Marta que había venido de Cali; Carlos que había venido de las montañas dándole una tregua a su amor; y yo que había venido de este país donde vivo, el de la mente impenetrable y las intenciones abstrusas. Ah, pero se me olvidaba en este recuento apurado de la gran familia lo más importante, sus dos pilares sin los cuales se derrumbaría la casa: la Loca y su engendro del Gran Güevón que de día en día, mientras papi se moría, se iba apoderando de ella: de un cuarto, del otro, del otro, del piso, del techo, del piano, del televisor, profanando con sus pies enormes y su mente obtusa, patas de cabra, hasta la sagrada voluntad de los muertos.