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En fin, después de haber gastado mucho tiempo en caer (a lo que yo imagino, porque la violencia del precipicio no me permitió observarlo bien), de lo más remoto de que me acuerdo es que me encontré con un árbol enredado entre tres o cuatro ramas bastante gruesas que yo había roto al caer y con la cara mojada por los surcos de una manzana que se me había reventado encima.

Por fortuna, este paraje era como bien pronto sabréis…

Así podréis imaginar que sin la circunstancia de este azar ya hubiese perecido mil veces. Frecuentemente he reflexionado sobre la vulgar creencia de que al caer de un sitio muy alto antes de llegar a la Tierra se ha perecido ahogado; y del hecho de mi aventura he deducido que miente esta vulgar creencia, o bien que el jugo enérgico de aquella fruta, que lo fue destilando en mi boca, llamara otra vez a mi alma a lo interno de mi cadáver todavía tibio y dispuesto para las funciones de la vida. En efecto: tan pronto como estuve en tierra se me fue el dolor del cuerpo antes que de mi memoria saliese; y el hambre que durante mi viaje había dado mucho que hacer a mi deseo, sólo me dejó en lugar suyo un recuerdo vago de haberlo perdido.

Tan pronto como me levanté y vi el más grande de los cuatro ríos que forman un lago al reunirse, el espíritu o el alma invisible de los simples que se exhalan sobre esta comarca vino a dar contento a mi olfato, y me apercibí de que los guijarros no eran duros ni toscos, sino que parecían tener la solicitud de ablandarse cuando por encima de ellos se caminaba. Vi después una estrella de cinco puntas de las cuales nacían unos árboles que por su altura enorme parecían levantar hasta el cielo la meseta de una alta montaña. Y pasando mis ojos por ellos desde la raíz hasta el vértice de su copa y precipitándolos luego desde lo más alto hasta la raíz, dudaba si la Tierra era la que lo soportaba, o si eran ellos los que llevaban la Tierra colgada de sus raíces; su frente soberbiamente erguida parecía también plegarse como obligada por fuerza sobre la pesadez de los globos celestes, cuya carga parecía que gimiendo soportaban; sus brazos tendidos hacia el cielo acreditaban, abrazándolo, pedir a los astros la benignidad íntimamente pura de sus influencias y recibirlos cuando todavía no perdieron su inocencia en el lecho de los elementos. Por doquiera las flores aquí, sin los cuidados de otro jardinero que la libre Naturaleza, con tal dulce aliento respiran, que aun siendo salvajes despiertan y halagan el sentido; aquí el arrebol de una rosa sobre el escaramujo y el azul clarísimo de una violeta sobre el césped no dejan libertad a la que tienen los sentidos para escoger, y de tal modo rivalizan en belleza, que no se sabe cuál de ellas es la más hermosa; aquí la primavera ordena todas las estaciones; aquí no crece planta venenosa sin que luego perezca en castigo a la traición que hizo al prado; aquí los riachuelos suavemente murmurando cuentan a los guijarros el viaje de su cristal; aquí mil pequeñas gargantas de pluma hacen sonoro el bosque con el ruido de sus melodiosos cantos; y la trinadora asamblea de estos músicos divinos y tan numerosa, que en este bosque cada hoja parece convertirse en el pico y la figura de un ruiseñor; y hasta el mismo eco, tanto contento recibe con sus canciones, que al oír cómo las repite pudiera pensarse que quería aprendérselas de memoria. Al lado de estos bosques se ven dos praderas cuyo gay verdor continuo ofrece a los ojos una esmeralda infinita. La confusa mezcla de colores con que la primavera adorna a cien flores diminutas, funde todos los matices entre sí con tan agradable confusión, que no se sabe si estas flores, cuando un dulce céfiro las mueve, corren para huirse unas a las otras o lo hacen esquivando las caricias del viento que las agita. Muchas veces se creería que esta pradera es un océano, porque, como el mar, no ofrece a la vista límite; de manera que mis ojos, asombrados de haberla recorrido hasta tan lejos sin descubrir su límite, condujeron hacia él mi entendimiento; y con éste, pensando si aquel límite sería la extremidad del mundo, quería persuadirse de que tan encantadores sitios acaso habían obligado al cielo a unirse con la Tierra. En medio de un tapiz tan vasto y tan risueño corre a borbotones la plata de una rústica fuente, que corona sus bordes con un césped esmaltado de francesillas y de otras cien humildes flores que parecen apretarse para ver cuál de ellas se mirará primero en el cristal de la fuente; ésta todavía está en su cuna, pues no ha hecho más que nacer, y su rostro joven todavía no lo cruza ni un solo pliegue. Las grandes ondas que esparce y que vuelven mil veces a su seno muestran con cuánto disgusto sale esta agua de la tierra en que nace; y como si estuviese vergonzosa de sentirse acariciada tan cerca de su madre, rechazó murmurando a mi mano que la quería tocar. Los animales que hasta su borde venían para satisfacer la sed, más razonables que los de nuestro mundo, mostraban quedarse suspensos al contemplar la luz de pleno día en el horizonte, mientras veía el Sol en los antípodas, y no osaban inclinarse hacia su borde temerosos de anegarse dentro del cielo falso de la fuente.

He de confesaros que al ver tan bellas cosas me sentí estremecido por esos gratos dolores que, según se dice, siente el embrión al infundírsele el alma. Mi piel vieja se me cayó y me brotó otra nueva, con otro pelo más espeso y más suelto. Sentí que mi juventud se encendía con una nueva llama y la cara se me tornaba bermeja y un tibio calor se mezclaba dulcemente a mi nativa frialdad, de modo que volvía hacia mi juventud quitándome lo menos catorce años.

Habría andado una media legua a través de un bosque de jazmines y de mirtos, cuando vi tendido en la sombra algo que se movía, y reparando en ello observé que era un adolescente cuya majestuosa belleza casi me impulsó a la adoración. Para impedírmela se levantó él: «¡No es a mí -me dijo-, sino a Dios a quien tú debes tus humildades!». «Reparad -le dije yo- que soy un hombre asombrado por tantos milagros y que no sabe ya a quién tributar sus adoraciones, porque vengo de un mundo que seguramente vos creéis que es una luna, y cuando creo hallarme en otro que también es llamado Luna por mi país, me encuentro de pronto como en el paraíso y a los pies de un Dios que no quiere ser adorado.» «Quitando lo del nombre de Dios -me replicó él-, de quien yo no soy sino una criatura, verdad es la que decís; esta tierra es la Luna, la misma Luna que vosotros veis desde vuestro planeta; y este sitio por el que ahora andáis… Ahora bien: en aquel tiempo la imaginación del hombre era tan fuerte -porque aún por nada había sido corrompida: ni por los libertinajes, ni por la crudeza de los condimentos, ni por la alteración de las enfermedades-, que estando excitado por el violento deseo de abordar este asilo, y como el cuerpo se tornase ligero por el fuego de este entusiasmo, fue hasta aquí elevado del mismo modo que algunos filósofos que estaban con su imaginación muy atraída por algún pensamiento han sido transportados a etéreas regiones por entusiasmos que vosotros llamáis éxtasis… [11] . Que la poca firmeza de su sexo hacía más débil y menos tibia, no hubiese tenido, sin duda, el ingenio bastante vigoroso para vencer con la moderación de su voluntad el peso de la materia, sino porque tenía muy poca… La simpatía, cuya mitad estaba todavía ligada a su todo, la llevó hacia él a medida que ascendía, del mismo modo que el ámbar sigue a la paja y como el imán vuelve al punto de atracción del cual se le separó, y atrajo esta parte de él mismo como el mar atrae a los ríos que salen de él. Y cuando llegaron a vuestra Tierra se instalaron entre la Mesopotamia y la Arabia; algunos pueblos le han conocido con el nombre de… y otros con el de Prometeo, que los poetas supieron que había robado el fuego del cielo porque a sus descendientes los engendró provistos de un alma tan perfecta como la que él poseía.

»De este modo, para habitar nuestro mundo, ese hombre dejó desierto este planeta; pero no quiso el Todopoderoso que una estancia tan dichosa quedase sin habitar: pocos siglos después permitió… Aburrido de la compañía de los hombres, cuya inocencia se corrompía, sintió deseos de abandonarlos… Este personaje no juzgó segura retirada contra la ambición de sus parientes, que ya se disponían al reparto de vuestro mundo, sino la tierra dichosa de que ya tanto le había hablado su abuelo y de la cual nadie todavía conocía el camino… Pero le valió su imaginación; porque habiendo observado… llenó dos grandes vasijas, que luego cerró herméticamente, y se las ató por debajo de las alas. En seguida el humo que tendía a elevarse y que no podía expansionarse a través del metal empujó las vasijas hacia lo alto, de modo que con ellas elevaron a tan grande hombre. El cual, cuando ya hubo ascendido hasta la Luna y mirado con sus ojos este hermoso jardín, sintió un desbordamiento de alegría casi sobrenatural que le demostró que éste era el lugar en que su abuelo había vivido antaño. Se desató prestamente las vasijas que se había ceñido, como si fuesen alas, alrededor de sus espaldas, y lo hizo tan dichosamente, que cuando aún no estaba a una altura de cuatro toesas por encima de la Luna, se vio libre de sus elevadores. La altura, sin embargo, era bastante grande para dañarle en su caída, y así hubiese sucedido si sus ropas de gran vuelo no viniesen a hincharse con el viento, sosteniéndole suavemente hasta que descansó los pies sobre el suelo. En cuanto a las dos vasijas, ascendieron hasta un cierto espacio, en el que desde entonces permanecen. Estas vasijas son lo que vosotros llamáis hoy Las Balanzas.

»Preciso será que os cuente de qué manera llegué yo hasta aquí. Creo que no habréis olvidado mi nombre, porque anteriormente os lo he dicho. Vos debéis saber, pues, que vivía yo en las gratas orillas de uno de los más famosos ríos de nuestro planeta y que mi vida se deslizaba entre los libros tan dichosamente, que aunque ya haya pasado no puedo ponerle ningún reproche. Sin embargo, cuanto más se encendían las luces de mi espíritu, más crecía el deseo de conocer las que no tenía. Nunca los sabios me recordaron al ilustre Mada sin que la memoria de su filosofía perfecta me hiciese suspirar; y cuando ya desesperaba de poderla adquirir un día, después de estar soñando largo rato, tomé un imán que aproximadamente medía dos pies cuadrados y lo metí en un horno; después, cuando ya estuvo bien purgado, precipitado y disuelto, recogí su masa calcinada y la reduje al grosor que tiene aproximadamente una mediana bala.

»Luego de estas preparaciones hice construir una máquina de hierro muy ligera, en la cual me instalé…, y cuando ya estuve bien firme y bien apoyado en su asiento, tiré mi bola de imán con violencia y hacia lo alto. Entonces la máquina de hierro que intencionadamente había hecho yo más maciza en el centro que en las extremidades, se fue elevando con un perfecto equilibrio porque por este sitio ascendía siempre más de prisa. Así, a medida que yo llegaba hasta el punto donde el imán me había traído, volvía a lanzar mi bola por encima de mí.» «¿Pero cómo -le interrumpí yo entonces- podíais vos lanzar vuestra bola tan derechamente sin que se torciese a uno u otro lado?» «Nada ha de maravillaros esto -me dijo él-, porque el imán, que una vez lanzado estaba en el aire, atraía hacia sí el hierro derechamente, y, por tanto, no podía yo desviarme en mi ascensión. Os diré, además, que aunque retenía la bola en mi mano, no dejaba por ello de ascender, porque mi chirrión iba siempre en seguimiento del imán, que yo sostenía sobre mí; pero el ímpetu del hierro hacía doblar todo mi cuerpo y quitarme el deseo de volver a intentar esta experiencia. Era, en verdad, algo espantoso de ver, porque el acero de mi caja volante, que yo había pulimentado con mucha pulcritud, reflejaba en todas las direcciones la luz del Sol con tanta fuerza y tan gran brillantez, que yo mismo me creía por todas partes rodeado de fuego. Finalmente, después de haber lanzado muchas veces mi bola, y volar hacia ella tras este lanzamiento, llegué, como a vos os ha pasado, a un término desde el cual caí en este mundo. Y porque en este instante yo retenía la bola entre mis manos apretándola mucho, la máquina, cuyo asiento me apresaba en virtud de su atracción, no me dejó libertad. El único temor que me quedaba era el de romperme el cuello; pero para evitarlo, yo tiraba mi bola de cuando en cuanto para que la violencia de la máquina, disminuida por su atracción, fuese amortiguándose y haciendo que mi caída resultase menos dura, como en efecto pude lograrlo; porque cuando me vi a doscientas o trescientas toesas de la tierra, fui lanzando mi bola a un lado y otro de mi chirrión, ora aquí, ora allá, hasta que me hallé a prudente distancia; entonces la tiré por encima de mí, y como mi máquina la siguiese, yo la abandoné, dejándome caer por uno de sus lados con la mayor suavidad que pude y vine a dar sobre la arena, con lo cual el porrazo no fue tan violento como lo hubiese sido si cayera desde aquella altura.


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