»La demostración del tacto ya con todo esto no resulta difícil si se concibe que en toda materia palpable se produce una emisión perpetua de pequeños cuerpos, y que a medida que nosotros la tocamos va creciendo esa emisión, porque nosotros exprimimos esos corpúsculos de la misma materia como exprimimos el agua de una esponja al apretarla. Los duros dan al órgano del tacto la sensación de su solidez; los blandos, la de suavidad; los ásperos, etc. Y si no fuese así, no dejaríamos percibir con tanta finura y discernimiento por medio del tacto cuando tenemos las manos cansadas por el trabajo, o recubiertas de cal que, por no ser porosa ni animada, sólo con mucha dificultad transmite los alimentos de la materia. Alguien querrá averiguar en dónde reside el órgano del tacto. Yo por mi parte creo que está esa residencia repartida por toda la superficie de nuestra masa, puesto que nuestro cuerpo siente en todas sus partes. Ahora bien; creo que cuanto más cerca de la cabeza está el miembro con que tocamos, más sutil es la distinción de este sentido. Lo cual puede probarse recordando que cuando tenemos los ojos cerrados tocamos con las manos las cosas para percibirlas con más facilidad, porque si las tocásemos con el pie, nos sería más difícil reconocerlas. Y esto sucede porque como nuestra piel en toda su extensión está cribada por pequeños poros, nuestros nervios, cuya materia no es más compacta, pierden durante su camino muchos de esos átomos, que se quedan detenidos en las pequeñas porosidades de su contextura y no llegan hasta el cerebro, que es el término de su viaje. Ahora me queda el hablaros del olfato y del gusto.
»Decidme: cuando yo gusto un fruto, ¿no es porque él atraviesa el calor de mi boca? Confesadme que teniendo una pera entre sus elementos algunas sales que al disolverse se separan en pequeños cuerpos de otra figura que los que componen el sabor de una manzana es necesario que hieran nuestro paladar de modo muy diferente, del mismo modo que el sobresalto que me produce mi piel atravesada por el hierro de una pica no es idéntico al que me hace sufrir la bala de una pistola, ni el de la bala de esta pistola igual al dolor que me produce ser atravesado por una flecha de punta cuadrada de acero.
»Del olfato no tengo nada que decir, puesto que los mismos filósofos confiesan que es causa de la continua emisión de pequeños cuerpos.
»Y ya, basándome en este principio, voy a explicaros la creación, la armonía y la influencia de los globos celestes y la innumerable variedad de los meteoros.»
Se disponía él a continuar; pero el huésped viejo entró cuando él pasaba estas razones y le hizo pensar a nuestro filósofo en retirarse a descansar. Venía con vasos llenos de gusanos luminosos para dar luz a nuestra sala; pero como estos insectos de fuego pierden su brillo cuando no están recientemente recogidos, y éstos ya tenían diez días, casi no alumbraban nada. Entonces mi demonio, no queriendo que la asamblea se sintiese molesta, subió a su alcoba y volvió luego con dos bolas de fuego tan brillantes, que todos nos asombramos de que sosteniéndolas no se quemase los dedos. «Estas antorchas incombustibles -nos dijo él- nos alumbrarán mejor que vuestros vasos de gusanos; son rayos puros de sol, a los que yo he quitado la fuerza de su calor, porque de otro modo las cualidades corrosivas de su fuego hubiesen herido vuestra vista, deslumbrándola. Yo he recogido estos rayos, he fijado su luz y la he encerrado en estas bolas transparentes que ahora veis. Esto no debe extrañaros nada, porque a mí, que he nacido en el Sol, no me es más difícil el condensar sus rayos que no son sino el polvo de este mundo, que os lo es a vosotros el recoger las partículas o átomos pulverizados de la tierra de este mundo.» En esto, nuestro huésped envió a un criado para que acompañase a los filósofos, y como ya era de noche llevaba el criado una docena de globos luminosos colgados de sus cuatro pies. Nosotros (mi preceptor y yo) nos acostamos por mandato del fisiólogo. Esta vez me llevó a una habitación con violetas y lises y me hizo acariciar como de ordinario. Al día siguiente, a eso de las nueve, vi entrar a mi demonio que, según me dijo, venía de palacio… Había sido llamado por una hija de la reina, que se había interesado por mí y le había hecho protestas de que persistía siempre en el propósito de comprometer mi palabra; es decir, que de muy buena gana, si yo quería llevarla, vendría conmigo hasta mi mundo. «Lo que más me ha complacido -continuó el demonio- es que, según he observado, el principal motivo de su viaje era el hacerse cristiana. Así es que le he prometido ayudarla en su propósito con todas mis fuerzas, inventando al efecto una máquina capaz para tres o cuatro personas y en la cual podréis iros juntos desde hoy. Yo voy a dedicarme seriamente a la realización de esta empresa, para la cual, y para que os distraigáis mientras yo no esté con vos, os dejo este libro. Lo traje hace tiempo de mi país natal; se titula Los Estados e Imperios de la Luna y contiene un apéndice que trata de la historia del diamante; también os dejo éste que yo creo mucho mejor; es el titulado Gran obra de los filósofos, que ha compuesto uno de los más ingeniosos espíritus del Sol. En esta obra se demuestra que todas las cosas son verdad y se declara el modo de unir físicamente los extremos verdaderos de cada contrario, como, por ejemplo, que el blanco es negro y que el negro es blanco; que una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo; que puede haber una montaña sin valle; que la nada es algo, y que todas las cosas que existen, existen y no existen al mismo tiempo. Y lo que más maravilla es que todas estas inauditas paradojas las demuestra sin ningún razonamiento capcioso o sofístico.
»Cuando os canséis de leer podéis pasearos o entreteneros con el hijo de nuestro huésped; su espíritu está lleno de encantos. El único defecto que tiene es el de carecer de piedad. Si llegara por esto a escandalizaros o a alterar vuestra fe por cualquier razonamiento, no dejéis de venir en seguida a decírmelo, y yo os resolveré todas las dificultades. Otro os aconsejaría en este caso que abandonaseis su compañía; pero como el hijo de nuestro huésped es muy vanidoso, tengo la seguridad de que consideraría este apartamiento como una fuga y se figuraría que nuestra creencia estaba desprovista de razón si vos os negaseis a escuchar la suya.» En diciendo estas palabras me abandonó, y apenas hubo él salido púseme yo a considerar mis libros y sus estuches, es decir, sus cubiertas, que me parecieron admirables por sus riquezas; una de ellas estaba hecha con un solo diamante, cuyo brillo, por ser mucho mayor, en nada podía compararse con el de los nuestros; la otra parecía una monstruosa perla fundida en dos. Mi demonio había traducido estos libros a la lengua de este mundo; pero yo, como no vi en ellos nada impreso, sólo podré explicaros cómo estaban hechos estos dos volúmenes. Al abrir el estuche encontré no sé qué continente de metal muy parecido a nuestros relojes y llenos de no sé qué pequeños resortes y de máquinas imperceptibles. Era, en efecto, un libro; pero era un libro milagroso que no tenía ni hojas ni letras; era, en resumen, un libro para leer el cual eran inútiles los ojos; en cambio, se necesitaban las orejas. Así, pues, cuando alguien quería leerlo no tenía más que agitar esta máquina con gran cantidad de movimiento en todos sus pequeños nervios y luego hacer girar la saeta sobre el capítulo que quería escuchar, y en haciendo esto, como si saliesen de la boca de un hombre, o de la caja de un instrumento de música, salían de este estuche de libro todos los sonidos distintos y claros que sirven como expresión de lenguaje entre los grandes pensadores de la Luna…
Cuatro de ellos llevaban sobre sus espaldas una especie de ataúd envuelto con un paño negro. Yo le pregunté a uno que estaba mirándolo qué quería decir aquella comitiva en todo tan parecida a las pompas fúnebres de mi país; él me contestó que este criminal… y llamado por el pueblo por un papirotazo sobre la rodilla derecha, que había sido convicto y confeso, de envidia y de ingratitud había muerto el día antes, y que el Parlamento le había condenado hacía ya veinte años a morir en su cama y luego a ser enterrado. Yo me eché a reír, y como él me preguntase por qué lo hacía, le contesté: «Es que me asombra que lo que en nuestro país es como una bendición: una vida larga, una muerte sosegada, una sepultura honrada, constituya en el vuestro un castigo ejemplar». «¡Ah! -me contestó él-. ¿En vuestro país consideráis la sepultura como algo estimable? Sinceramente decidme si no creéis que es algo muy espantoso el que un cadáver ande a merced de los gusanos y esté abandonado a los sapos que le devoran las mejillas, es decir, que toda la peste venga a posarse sobre el cuerpo del hombre. ¡Dios mío! ¡Sólo de pensar que después de muerto tendré la cara envuelta por un sudario y sobre la boca cinco pies de tierra ya no puedo respirar! Este miserable que ahora llevan a enterrar, como vosotros veis, además de la pena de ser enterrado en una fosa, ha sido condenado a que le acompañen en comitiva ciento cincuenta de sus amigos, obligándoles, como castigo al cariño que pusieron en un envidioso y un ingrato, a estar en sus funerales con el rostro muy triste; y si los jueces no hubiesen tenido piedad de él pensando que sus crímenes más los había cometido por falta de espíritu que por sobra de maldad, les habrían obligado a llorar. Fuera de los criminales, se quema aquí a todos los muertos; y ésta es costumbre muy decente y muy razonable, porque como nosotros creemos que el fuego separa lo puro de lo impuro, pensamos que el calor une por simpatía el natural calor que ardía en el alma, dándole fuerza para elevarse perennemente hasta que llegue a un astro y tope con algún pueblo habitado por gentes más inmateriales y más inteligentes. Porque su temperamento debe hallar y participar de la pureza del globo que ellos habitan.
»Con todo, ésta no es la más hermosa manera de inhumar que nosotros usamos. Cuando alguno de nuestros filósofos llega a esta edad en que siente ablandado nuestro espíritu, y el hielo de los años detiene los movimientos de nuestra alma, reúne sus amigos en un suntuoso banquete; y luego que ha expuesto los motivos que le determinan a separarse del mundo y la poca esperanza que ya tiene de aumentar sus hermosas acciones con alguna otra que merezca ser suya, se le da permiso para que lo abandone, es decir, se le permite morir, o se le hace un ruego severo de que siga viviendo. Y si por mayoría de votos o al parecer de todos se le confía a su voluntad el deseo de la muerte, el filósofo avisa a sus amigos el día y la hora en que ha de dejar la vida; y entonces sus más allegados se purgan y se abstienen de comer durante veinticuatro horas; después, cuando llegan a la morada del sabio, luego de haber ofrecido sacrificios al Sol, entran en su alcoba, en donde les espera el noble filósofo acostado en una cama de gala. Todos llegan hasta él y le abrazan, y cuando se le acerca quien él más ama, luego de haberle besado con ternura, le apoya sobre su vientre, y uniéndose las bocas con un beso, el sabio con la diestra se hunde en el corazón un puñal. El amante amigo no separa los labios de los muy queridos hasta que no le siente expirar. Y cuando llega este momento extrae el hierro de su seno y cerrando la herida con su boca le sorbe la sangre, que sigue bebiendo hasta que le releva otro amigo, y luego otro y luego otro, y así todos los del cortejo. Y cuando han pasado cuatro o cinco horas de esto se les entrega a cada uno de los amigos una doncella de dieciséis o diecisiete años, y durante tres o cuatro días que con ellas se dedican a gustar los placeres del amor, no se alimentan de otra cosa que de la carne del muerto, que hacen comer a las doncellas cruda y todo, para ver si como resultado de cien abrazos de los que pueda nacer alguien se logra la seguridad de que en el nacido reviva el amigo.»