»Y ahora veamos la suerte corrida por los demás elementos que componían nuestro leño. El aire se retira a su rincón, mezclado todavía con vapores, porque el fuego encolerizaba y bruscamente lo persiguió en confusión. Y en este estado sirve de germen a los vientos, suministra la respiración a los animales, llena el vacío que la Naturaleza produce y acaso envuelto en una gota de rocío será sorbido y digerido por las hojas alteradas del árbol en cuyo leño prendimos nuestro fuego. El agua que la llama había sacado de nuestro tronco, elevada por el calor hasta la cuna de los meteoros, caerá transformada en lluvia, ya sobre nuestra encina, ya sobre otro árbol cualquiera; y la tierra, convertida en ceniza y curada luego de su esterilidad, acaso merced al nutritivo calor de un estercolero en que se la habrá echado, o a la sal vegetal de algunas plantas vecinas, o al agua fecunda de los ríos, volverá a encontrarse al lado de esta encina, la cual, por el calor de su germen, irá atrayéndola hasta lograr que forme parte de su totalidad.
»De este modo, ved cómo esos cuatro elementos, siguiendo una suerte común, se reintegran al mismo tiempo del que salieran días antes. Esto nos permite decir que en un hombre hay todo lo necesario para constituir un árbol y en un árbol todo lo necesario para constituir un hombre, y prosiguiendo de esta manera se encontrará que todas las cosas están en todas las cosas. Pero nos hace falta un Prometeo que saque de la Naturaleza, y nos la haga ver, eso que yo he dado en llamar materia primera.»
He aquí las cosas con que distraíamos nuestro ocio. Realmente, este buen español tenía un gentil espíritu. Nuestras charlas, comúnmente, entretenían nuestras noches, porque durante las seis horas que van desde la mañana a la tarde la muchedumbre que venía a nuestra jaula para contemplarnos nos hubiese estorbado, pues algunos nos tiraban piedras y otros nueces y otros hierba. No se hablaba más que de las bestias del rey. Todos los días nos daban de comer a nuestras horas, y hasta el rey y la reina, preocupándose personalmente y con frecuencia de mi estado, venían a tocarme la barriga para ver si estaba embarazado, porque se consumían en el deseo extraordinario de reproducir una raza de estos pequeños animales. No sé si por prestar más atención que mi macho a las señas y a los tonos de los reyes, aprendí más pronto que él a entender su lenguaje y hasta llegué a tartamudearlo un poco, lo que hizo que se nos considerase de otra manera. Con lo cual se esparció luego por todo el reino la noticia de que se habían encontrado dos hombres salvajes más pequeños que los demás, a causa de los malos alimentos que en la soledad se les habían suministrado, y que por una deficiencia de la semilla de sus padres no tenían las piernas de delante bastante fuertes para poderse apoyar sobre ellas.
Esta creencia iba tomando suficiente fuerza para ser confirmada, y así hubiese ocurrido si los doctores del país no se opusieran a ella diciendo que era una vergüenza espantosa creer que no sólo las bestias, sino también los monstruos fueran de su especie. «Parecería mucho más natural -añadían los menos apasionados- que los animales domésticos participasen de los privilegios de la humanidad y, por consiguiente, de la inmortalidad, que el que estas ventajas las tenga una bestia monstruosa que dice haber nacido en no sé qué país de la Luna; y luego, ¡ver cuánta diferencia hay entre nosotros y él! Nosotros andamos en cuatro pies porque Dios no quiso que una criatura suya tan perfecta se asentase en el suelo con apoyo menos firme, y tuvo miedo de que andando de otro modo le ocurriera alguna desgracia; por eso tuvo buen cuidado de asentarle sobre cuatro pilares para que no pudiera caerse. En cambio, no queriendo poner su mano en la constitución de esos dos despreciables brutos, los abandonó al capricho de la Naturaleza, la cual, no temiendo la pérdida de tan poca cosa, los apoyó en dos patas solamente.
»Hasta los pájaros -decían ellos- han sido mejor tratados. Porque al menos les ha sido dado el plumaje, con el que pueden sustituir la debilidad de sus pies y lanzarse hacia el aire cuando nosotros los echemos de casa. En cambio, la Naturaleza, quitándoles los dos pies a estos monstruos ha impedido que puedan escaparse de nuestra justicia.
»Por otra parte, reparad un poco en la actitud de su cabeza, vuelta hacia el cielo [23] . Les ha puesto así la cabeza la escasez de medios con que Dios les dotó, pues esta postura suplicante acredita que ellos imploran al cielo quejándose de que su creador les haya tenido en descuido y pidiéndole permiso para vivir de nuestras sobras. Pero nosotros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo para contemplar los bienes de que somos señores, seguros de que en el cielo no hay nada que pueda provocar la envidia de nuestra dichosa condición.»
Todos los días oía yo en mi posada éstas o parecidas razones, y tanto influyeron los doctores sobre todo el pueblo con su opinión, que faltó poco para que yo fuese considerado como un papagayo sin plumas; creían ellos, y hasta estaban persuadidos, de que como no tenía más que dos pies no era otra cosa que un pájaro. Lo cual hizo que se me metiese en una jaula por mandato especial del Consejo Supremo.
En la jaula, aunque el pajarero de la reina no faltaba día que no viniese a silbarme en la lengua como aquí se acostumbraba hacer con los estorninos, me sentía de veras dichoso, porque nunca me faltaba la comida. Además, aprovechándome de las burlas con que mis mirones me hinchaban los oídos, fui aprendiendo a hablar con ellos, y cuando ya estuve bastante entrenado en su idioma para expresar la mayor parte de mis concepciones, empecé a referir las más sorprendentes. Ya las gentes no hablaban más que de la gentileza de mis palabras y de la estima que mi espíritu les inspiraba. Esto hizo que el consejo se viese obligado a mandar que se publicase un edicto por el cual se prohibía creer que yo tuviese razón, con una orden muy terminante para todo el mundo, cualquiera que fuese su condición, obligando a pensar que, aunque yo mostrase mucho ingenio, sólo era el instinto el que me lo hacía tener.
No obstante la publicación de este edicto, el concepto que de mí se tenía dividió a la ciudad en dos partidos. El que opinaba en mi favor fue engrosando de día en día, hasta que, a despecho del anatema con el cual se había intentado atemorizar al pueblo, los que me defendían pidieron que se celebrase una asamblea de todos los Estados para resolver en ella esta controversia.
Mucho tiempo gastaron para ponerse de acuerdo en la selección de los miembros que habrían de opinar en la asamblea. Pero los árbitros pacificaron esta animosidad igualando el número de los contendientes, y ordenaron que se me llevase a la asamblea, como en efecto lo hicieron; pero me trataron con una severidad apenas imaginable. Los examinadores me preguntaron, entre otras cosas, varias de filosofía: yo les expuse con toda buena fe lo que en otro tiempo mi maestro me había enseñado; pero ellos no se cuidaron de refutármelo con razón alguna convincente. Como yo viese esto y que no podía confesar, alegué como último argumento los principios de Aristóteles, que tampoco me sirvieron de mucho, porque con dos palabras ellos me descubrieron su falsedad: «Este Aristóteles -me dijeron- cuya ciencia tan apologéticamente realizáis, acomodaba sin duda los principios a su filosofía, en vez de acomodar la filosofía a los principios. Y aun tenía mucha más fe en sus opiniones que en las pruebas de los demás, o de sectas de que vos nos habéis hablado. Por esto al muy gran señor no le parecería mal que le besásemos las manos». Finalmente, como los examinadores viesen que yo no cejaba de gritar afirmando mi tesis y diciendo que ellos no eran más sabios que Aristóteles, y como me hubiesen prohibido discutir contra los que negaban sus principios, resolvieron en conclusión, por unánime voto, que yo no era un hombre, sino una especie de avestruz que andaba en dos pies, que llevaba la cabeza erguida y que quitado el plumaje no había ninguna diferencia entre el ave y yo. Visto lo cual, ordenaron al pajarero mayor que me llevase otra vez a la jaula. En ésta pasaba yo el tiempo bastante distraído, pues como ya conocía con corrección la lengua de estas gentes, toda la corte se divertía conmigo haciéndome charlar. Las hijas de la reina, entre otras muchachas, siempre me metían en la jaula algún mendrugo de pan, y una, la más gentil de todas, como concibiese alguna amistad por mí, se ponía llena de alegría cuando secretamente yo le hablaba de las costumbres y los regocijos de las gentes de nuestro mundo, y principalmente de las campanas y de otros instrumentos de música; y tanto se complacía en esto, que con lágrimas en los ojos me aseguraba que si alguna vez yo pensaba volver a nuestro mundo ella me seguiría de muy buen grado.

Un día, muy temprano, como yo me despertase sobresaltado, miré y vi que estaba ella tamborileando con sus dedos en los barrotes de mi jaula. «Regocijaos -me dijo ella-, porque ayer en el Real Consejo se determinó declarar la guerra al rey [24] , y yo espero que,favorecidos por el revuelo de los preparativos, y mientras nuestro monarca y sus gentes se marchan, tendré ocasión para aprovechar la de salvaros.» «¿Cómo la guerra? -le interrumpí yo-. ¿También los príncipes de este mundo se riñen y combaten como los del nuestro? Andad, os lo ruego, habladme de su manera de combatir.» «Cuando los árbitros elegidos por la opinión de los dos partidos -me dijo ella- han designado el tiempo que juzgan necesario para el armamento y la marcha y calculado el número de los habitantes, el día y el sitio de la batalla, y todo con tan escrupulosa medida que no haya en un ejército ni un solo hombre más que en el otro, y cuando han dispuesto que los soldados lisiados por una parte estén alistados todos en una compañía, y cuando se produzca el encuentro, los mariscales de campo tengan cuidado de enfrentarlos con otros lisiados, y que por otra parte los gigantes estén frente a los colosos, los esgrimidores frente a los hábiles en el juego de la espada, los valientes frente a los briosos, los débiles frente a los endebles, los delicados frente a los enfermos y los robustos frente a los fuertes, y ordenado que si alguien combatiese con otro enemigo que el que se le había designado, no pudiendo justificar que había sido por descuido, fuese condenado como cobarde, se libraba la batalla. La cual dada, se contaban los heridos, los muertos y los prisioneros. En cuanto a los desertores, no había que contarlos porque ninguno huía. Y si al final de todo esto las pérdidas por una y otra parte sufridas resultaban iguales, echábase a cara o cruz el decidir quién sería proclamado victorioso.