– No, querido -dijo-. Sigo pensando lo de siempre, sigo preguntándome por dónde empezar, sigo paralizada.
– Pero, María…
– Nada de María. Ahora me hago llamar Violet Desvarié. No escribiré novela alguna, pero al menos tengo nombre de novelista.
16) Es como si últimamente les hubiera dado a los escritores del No por ir directamente a mi encuentro. Estaba tan tranquilo esta noche viendo un poco de televisión cuando en BTV me he encontrado con un reportaje sobre un poeta llamado Ferrer Lerín, un hombre de unos cincuenta y cinco años que de muy joven vivió en Barcelona, donde era amigo de los entonces incipientes poetas Pere Gimferrer y Félix de Azúa. Escribió en esa época unos poemas muy osados y rebeldes -según atestiguaban en el reportaje Azúa y Gimferrer-, pero a finales de los sesenta lo dejó todo y se fue a vivir a Jaca, en Huesca, un pueblo muy provinciano y con el inconveniente de que es casi una plaza militar. Al parecer, de no haberse ido tan pronto de Barcelona, habría sido incluido en la antología de los Nueve Novísimos de Castellet. Pero se fue a Jaca, donde vive desde hace treinta años dedicado al minucioso estudio de los buitres. Es, pues, un buitrólogo. Me ha recordado al autor austriaco Franz Blei, que se dedicó a catalogar en un bestiario a sus contemporáneos literatos. Ferrer Lerín es un experto en aves, estudia a los buitres, tal vez también a los poetas de ahora, buitres la mayoría de ellos. Ferrer Lerín estudia a las aves que se alimentan de carne -de poesía- muerta. Su destino me parece, como mínimo, tan fascinante como el de Rimbaud.
17) Hoy es 17 de julio, son las dos de la tarde, escucho música de Chet Baker, mi intérprete preferido. Hace un rato, mientras me afeitaba, me he mirado al espejo y no me he reconocido. La radical soledad de estos últimos días me está convirtiendo en un ser distinto. De todos modos, vivo a gusto mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser arisco, en estafar a la vida, en jugar a adoptar posturas de radical héroe negativo de la literatura (es decir, en jugar a ser como los protagonistas de estas notas sin texto), en observar la vida y ver que, la pobre, está falta de vida propia.
Me he mirado al espejo y no me he reconocido. Luego, me ha dado por pensar en aquello que decía Baudelaire de que el verdadero héroe es el que se divierte solo. Me he vuel to a mirar al espejo y he detectado en mí un cierto parecido a Watt, aquel solitario personaje de Samuel Beckett. Al igual que a Watt, a mí podría describírseme de la siguiente forma: Se detiene un autobús frente a tres repugnantes ancianos que lo observan sentados en un banco público. Arranca el autobús. «Mira (dice uno de ellos), se han dejado un montón de trapos.» «No (dice el segundo), eso es un cubo de basura caído.» «En absoluto (dice el tercero), se trata de un paquete de periódicos viejos que alguien ha tirado ahí.» En ese momento el montón de escombros avanza hasta ellos y les pide sitio en el banco con enorme grosería. Es Watt.
No sé si está bien que escriba convertido en un montón de escombros. No sé. Soy todo dudas. Tal vez debería clausurar mi excesivo aislamiento. Hablar al menos con Juan, llamarle a su casa y pedirle que vuelva a repetirme eso de que después de Musil no hay nada. Soy todo dudas. De lo único de lo que de repente ahora estoy seguro es de que debo cambiarme el nombre y pasar a llamarme CasiWatt. Ay, no sé si tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o cierto. No inventamos nada, creemos inventar cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda.
Soy sólo una voz escrita, sin apenas vida privada ni pública, soy una voz que arroja palabras que de fragmento en fragmento van enunciando la larga historia de la sombra de Bartleby sobre las literaturas contemporáneas. Soy CasiWatt, soy mero flujo discursivo. No he despertado nunca pasiones, menos voy a despertarlas ahora que ya soy sólo una voz. Soy CasiWatt. Yo les dejo decir, a mis palabras, que no son mías, yo, esa palabra, esa palabra que ellas dicen, pero que dicen en vano. Soy CasiWatt y en mi vida sólo ha habido tres cosas: la imposibilidad de escribir, la posibilidad de hacerlo, y la soledad, física desde luego, que es con la que ahora salgo adelante. Oigo de pronto que alguien me dice:
– CasiWatt, ¿me oyes?
– ¿Quién anda ahí?
– ¿Por qué no te olvidas de tu ruina y hablas del caso de Joseph Joubert, por ejemplo?
Miro y no hay nadie y le digo al fantasma que me pongo a sus órdenes, se lo digo y luego me río y acabo divirtiéndome a solas, como los verdaderos héroes.
18) Joseph Joubert nació en Montignac en 1754 y murió setenta años después. Nunca escribió un libro. Sólo se preparó a escribir uno, buscando decididamente las condiciones justas que le permitieran escribirlo. Luego olvidó también ese propósito.
Joubert encontró precisamente en esa búsqueda de las condiciones justas que le permitieran escribir un libro un lugar encantador para extraviarse y acabar no escribiendo ningún libro. Casi echó raíces en su búsqueda. Y es que precisamente, como dice Blanchot, lo que buscaba, esa fuente de la escritura, ese espacio donde poder escribir, esa luz que debiera circunscribirse en el espacio, exigió de él y afirmó en él disposiciones que lo hicieron inepto para cualquier trabajo literario ordinario o lo desviaron del mismo.
En esto fue Joubert uno de los primeros escritores totalmente modernos, prefiriendo el centro antes que la esfera, sacrificando los resultados para descubrir las condiciones de éstos y no escribiendo para añadir un libro a otro, sino para apoderarse del punto de donde le parecía que salían todos los libros, y que, una vez alcanzado, le eximiría de escribirlos.
Con todo, no deja de ser curioso que Joubert no escribiera ningún libro, porque él fue, ya desde muy temprano, un hombre al que sólo le atraía y le interesaba lo que se escribía. Desde muy joven le había interesado mucho el mundo de los libros que iban a escribirse. En su juventud estuvo muy cerca de Diderot; algo más tarde, de Restif de la Bretonne, ambos literatos abundantes. En la madurez, casi todos sus amigos eran escritores famosos con quienes vivía inmerso en el mundo de las letras y quienes, conociendo su inmenso talento literario, le incitaban a salir de su silencio.
Se cuenta que Chateaubriand, que tenía gran ascendencia sobre Joubert, se le acercó un día y, medio parafraseando a Shakespeare, le dijo:
– Ruega a ese escritor prolífico que se esconde en ti que se deje de tantos prejuicios. ¿Lo harás?
Para entonces, Joubert ya se había extraviado en la busca de la fuente de la que salían todos los libros y ya tenía claro que, de encontrar esa fuente, eso le iba a eximir precisamente de escribir un libro.
– Todavía no puedo hacerlo -le contestó a Chateaubriand-, todavía no he hallado la fuente que busco. Pero es que si encuentro esa fuente, todavía tendré más motivos para no escribir ese libro que te gustaría que escribiera.
Mientras buscaba y se divertía extraviándose, llevaba a cabo un diario secreto, de carácter totalmente íntimo, sin intención alguna de publicarlo. Los amigos se portaron mal con él y, a su muerte, se tomaron la libertad de dudoso gusto de publicar ese diario.
Se ha dicho que Joubert no escribió ese libro tan esperado porque el diario ya le parecía suficiente. Pero tal afirmación me parece un disparate. No creo que a Joubert le engañara su diario haciéndole creer que nadaba en la abundancia. Las páginas de su diario le servían simplemente para expresar las múltiples vicisitudes por las que pasaba su heroica búsqueda de la fuente de la escritura.
Hay momentos impagables en su diario, como cuando, teniendo ya cuarenta y cinco años, escribe: «Pero ¿cuál es efectivamente mi arte? ¿Qué fin persigue? ¿Qué pretendo y deseo ejerciéndolo? ¿Será escribir y comprobar que me leen? ¡Única ambición de tantos! ¿Es eso lo que quiero? Esto es lo que debo indagar sigilosa y largamente hasta saberlo.»
En su sigilosa y larga búsqueda actuó siempre con una admirable lucidez, y en ningún momento ignoró que, aun siendo autor sin libro y escritor sin escritos, se mantenía en la geografía del arte: «Aquí estoy, fuera de las cosas civiles y en la pura región del arte.»
Más de una vez se contempló a sí mismo ocupado en una tarea más fundamental y que interesaba más esencialmente al arte que una obra: «Uno debe parecerse al arte sin parecerse a ninguna obra.»
¿Cuál era esa tarea esencial? A Joubert no le habría gustado que alguien dijera que sabía en qué consistía esa tarea esencial. Y es que, en realidad, Joubert sabía que estaba buscando lo que ignoraba y que de ahí venían la dificultad de su búsqueda y la felicidad de sus descubrimientos de pensador extraviado. Escribió Joubert en su diario: «Pero ¿cómo buscar allí donde se debe, cuando se ignora hasta lo que se busca? Y esto ocurre siempre cuando se compone y se crea. Afortunadamente, extraviándose así, se hace más de un descubrimiento, se hacen encuentros felices.»
Joubert conoció la felicidad del arte del extravío, del que fue posiblemente el fundador.
Cuando Joubert dice que no sabe muy bien en qué consiste lo esencial de su rara tarea de extraviado, me trae el recuerdo de lo que le ocurrió un día a Gyórgy Lukács cuando, rodeado de sus discípulos, el filósofo húngaro escuchaba un elogio tras otro acerca de su obra. Abrumado, Lukács comentó: «Sí, sí, pero ahora caigo en que lo esencial no lo he entendido.» «¿Y qué es lo esencial?», le preguntaron, sorprendidos. A lo que él respondió: «El problema es que no lo sé.»
Joubert -que se preguntaba cómo buscar allí donde se debe, cuando se ignora hasta lo que se busca- va reflejando en su diario las dificultades que tenía para encontrar una morada o espacio adecuado para sus ideas: «¡Mis ideas! Me cuesta construir la casa donde alojarlas.»
Este espacio adecuado tal vez lo imaginaba como una catedral que ocuparía el firmamento entero. Un libro imposible. Joubert prefigura los ideales de Mallarmé: «Sería tentador -escribe Blanchot-, y a la vez glorioso para Joubert, imaginar en él una primera edición no transcrita de ese Coup de dés del que Valéry dijo que elevó al fin una página a la potencia del cielo estrellado.»
Entre los sueños de Joubert y la obra realizada un siglo después, existe el presentimiento de exigencias emparentadas: en Joubert, como en Mallarmé, el deseo de sustituir la lectura ordinaria, donde es necesario ir de una parte a la otra, por el espectáculo de una palabra simultánea, en la que todo estaría dicho a la vez sin confusión, en un resplandor -por decirlo con palabras de Joubert- «total, apacible, íntimo y por fin uniforme».