¿Y hay más motivos para pensar que es mejor escribir? Sí. Uno de ellos es muy sencillo: porque todavía se puede escribir con alto sentido del riesgo y de la belleza con estilo clásico. Es la gran lección del libro de Del Giudice, pues en él se muestra, página tras página, un interés muy grande por la antigüedad de lo nuevo. Porque el pasado siempre resurge con una vuelta de tuerca. Internet, por ejemplo, es nuevo, pero la red existió siempre. La red con la que los pescadores atrapaban a los peces ahora no sirve para encerrar presas sino para abrirnos al mundo. Todo permanece pero cambia, pues lo de siempre se repite mortal en lo nuevo, que pasa rapidísimo.
8) ¿Y hay más motivos para pensar que es mejor escribir? Hace poco leí La tregua de Primo Levi, donde éste retrata a la gente que estaba con él en el campo de concentración, gente de la que no tendríamos noticia de no ser por ese libro. Y Levi dice que todos ellos querían volver a sus casas, querían sobrevivir no sólo por el instinto de conservación, sino porque deseaban contar lo que habían visto. Querían que esa experiencia sirviera para que todo eso no volviera a suceder, pero había más: buscaban contar esos días trágicos para que no se disolvieran en el olvido.
Todos deseamos rescatar a través de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros, por más indigno, por más doloroso que sea. Y la única manera de hacerlo es fijarlo con la escritura.
La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.
9) Si para Platón la vida es un olvido de la idea, para Clément Cadou toda su vida fue olvidarse de que un día tuvo la idea de querer ser escritor.
Su extraña actitud -nada menos que, para olvidarse de escribir, pasarse toda la vida considerándose un mueble- tiene puntos en común con la no menos extraña biografía de Felicién Marboeuf, un ágrafo del que he tenido noticia a través de Artistes sans oeuvres (Artistas sin obras), un ingenioso libro de Jean-Yves Jouannais en torno al tema de los creadores que han optado por no crear.
Cadou tenía quince años cuando sus padres invitaron a Witold Gombrowicz a cenar en su casa. El escritor polaco -estamos a finales de abril de 1963- hacía tan sólo unos meses que, por vía marítima, había dejado Buenos Aires para siempre y, tras su desembarco y paso fugaz por Barcelona, se había dirigido a París, donde, entre otras muchas cosas, había aceptado la invitación a cenar de los Cadou, viejos amigos suyos de los años cincuenta en Buenos Aires.
El joven Cadou era aspirante a ser escritor. De hecho, llevaba ya meses preparándose para serlo. Era la alegría de sus señores padres, que, a diferencia de muchos otros, habían puesto a su disposición todo tipo de facilidades para que él pudiera ser escritor. Les hacía una ilusión inmensa q ue el joven Cadou pudiera un día convertirse en una brillante estrella del firmamento literario francés. Condiciones no le faltaban al chico, que leía sin tregua toda clase de libros y se preparaba a conciencia para llegar a ser, lo más pronto posible, un escritor admirado.
A su tierna edad, el joven Cadou conocía bastante bien la obra de Gombrowicz, una obra que le tenía muy impresionado y que le llevaba a veces a recitar a sus padres párrafos enteros de las novelas del polaco.
Así las cosas, la satisfacción de los padres al invitar a cenar a Gombrowicz fue doble. Les entusiasmaba la idea de que su joven hijo pudiera entrar en contacto directo, y sin moverse de su casa, con la genialidad del gran escritor polaco.
Pero sucedió algo muy imprevisto. Al joven Cadou le impresionó tanto ver a Gombrowicz entre las cuatro paredes de la casa de sus padres, que apenas pronunció palabra a lo largo de la velada y acabó -algo parecido le había ocurrido al joven Marboeuf cuando vio a Flaubert en la casa de sus padres- sintiéndose literalmente un mueble del salón en el que cenaron.
A partir de aquella metamorfosis casera, el joven Cadou vio cómo quedaban anuladas para siempre sus aspiraciones de llegar a ser un escritor.
Pero el caso de Cadou se diferencia del de Marboeuf en la frenética actividad artística que, a partir de los diecisiete años, desplegó para rellenar el vacío que había dejado en él su inapelable renuncia a escribir. Y es que Cadou, a diferencia de Marboeuf, no se limitó a verse toda su breve vida (murió joven) como un mueble, sino que, al menos, pintó. Pintó muebles precisamente. Fue su manera de irse olvidando de que un día quiso escribir.
Todos sus cuadros tenían como protagonista absoluto un mueble, y todos llevaban el mismo enigmático y repetitivo título: «Autorretrato».
«Es que me siento un mueble, y los muebles, que yo sepa, no escriben», solía excusarse Cadou cuando alguien le recordaba que de muy joven quería ser escritor.
Sobre el caso de Cadou hay un interesante estudio de Georges Perec (Retrato del autor visto como un mueble, siem pre, París, 1973), donde se hace sarcástico énfasis en lo sucedido en 1972 cuando el pobre Cadou murió tras larga y penosa enfermedad. Sus familiares, sin querer, le enterraron como si fuera un mueble, se deshicieron de él como quien se deshace de un mueble que ya estorba, y le enterraron en un nicho cercano al Marché aux Puces de París, ese mercado en el que pueden encontrarse tantos muebles viejos.
Sabiendo que iba a morir, el joven Cadou dejó escrito para su tumba un breve epitafio que pidió a su familia que fuera considerado como sus «obras completas». Una petición irónica. Ese epitafio reza así: «Intenté sin éxito ser más muebles, pero ni eso me fue concedido. Así que he sido toda mi vida un solo mueble, lo cual, después de todo, no es poco si pensamos que lo demás es silencio.»
10) No ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo, y eso me permite fatigar (que diría Borges) anaqueles, entrar y salir de los libros de mi biblioteca, siempre en busca de nuevos casos de bartlebys que me permitan ir engrosando la lista de escritores del No que he ido confeccionando a través de tantos años de silencio literario.
Esta mañana, hojeando un diccionario de escritores españoles célebres, he ido a tropezar casualmente con un curioso caso de renuncia a la literatura, el del insigne Gregorio Martínez Sierra.
Este señor escritor, al que estudié en la escuela y que siempre me sonó a plúmbeo, nació en 1881 y murió en 1947, fundó revistas y editoriales y escribió poemas malísimos y novelas horrendas, y estaba ya al borde del suicidio (pues su fracaso no había podido ser más sonado) cuando de repente cobró fama como autor teatral de obras feministas, El ama de casa y Canción de cuna entre otras, por no hablar de Sueño de una noche de agosto, que le llevó a la cumbre de la gloria.
Recientes investigaciones indican que todas sus piezas teatrales fueron escritas por su esposa, doña María de la O Lejárraga, conocida como María Martínez Sierra.
11) No es ningún drama vivir tan aislado, pero de vez en cuando siento aún la necesidad de comunicarme con alguien. Pero, falto de amigos (que no sea Juan) y de otras relaciones, no puedo recurrir a nadie, y ni ganas que tengo de ello. Ahora bien, soy consciente de que para escribir este cuaderno de notas no me iría mal la colaboración de otras personas que pudieran ampliarme la información que poseo sobre bartlebys, sobre escritores del No. Y es que tal vez no me baste con la lista de bartlebys que poseo y con fatigar anaqueles. Esto es lo que me ha llevado esta mañana a la osadía de enviarle una carta a París a Robert Derain, al que no conozco de nada pero que es autor de Eclipses littéraires, una magnífica antología de relatos pertenecientes a autores cuyo denominador común es haber escrito un solo libro en su vida y después haber renunciado a la literatura. Todos los autores de ese libro de eclipses son inventados, del mismo modo que los relatos atribuidos a esos bartlebys han sido escritos en realidad por el propio Derain.
Le he enviado una breve carta a Derain pidiéndole que sea tan amable de colaborar en la redacción de este cuaderno de notas a pie de página. Le he explicado que este libro va a significar mi vuelta a la escritura después de veinticinco años de eclipse literario. Le he mandado una lista de los bartlebys que tengo ya inventariados y le he pedido que me mande noticias de aquellos escritores del No que vea que me faltan.
A ver qué pasa.
12) No escribir nada porque aguardas a que te llegue la inspiración es un truco que siempre funciona, lo utilizó el mismísimo Stendhal, que dice en su autobiografía: «Si hacia 1795 hubiese comentado a alguien mi proyecto de escribir, cualquier hombre sensato me habría dicho que escribiera dos horas todos los días, con o sin inspiración. Estas palabras me hubiesen permitido aprovechar los diez años de mi vida que malgasté totalmente aguardando la inspiración. »
Hay muchos trucos para decir que no. Si algún día se escribe la historia del arte de la negativa en general (no sólo el de la negativa a la escritura), habrá de tenerse en cuenta un delicioso libro que acaba de publicar Giovanni Albertocchi, Disagi e malesseri di un mitente, donde se estudian con suma gracia las argucias que en su epistolario inventaba Manzoni para decir que no.
Pensar en la argucia de Stendhal me ha recordado a una que para no escribir utilizaba, en su exilio mexicano, ese poeta extraño y turbador que fue Pedro Garfias, a quien Luis Buñuel, en sus memorias, describe como un hombre que podía pasar una gran infinidad de tiempo sin escribir ni una sola línea, porque buscaba un adjetivo. Cuando Buñuel le veía, le preguntaba:
– ¿Encontraste ya ese adjetivo?
– No, sigo buscando -respondía Pedro Garfias, alejándose pensativo.
Otro truco, no menos ingenioso, es el que ideó Jules Renard, que en su Diario anota esto: «No serás nada. Por más que hagas, no serás nada. Comprendes a los mejores poetas, a los prosistas más profundos, pero aunque digan que comprender es igualar, serás tan comparable a ellos como un ínfimo enano puede compararse con gigantes (…) No serás nada. Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada.»
Hay muchos trucos, pero también es cierto que ha habido algunos escritores que se negaron a idear cualquier justificación para su renuncia; son aquellos que, sin dejar huella alguna, desaparecieron físicamente y así no tuvieron que explicar nunca por qué no querían seguir escribiendo. Cuando digo «físicamente» no me refiero a que se dieran muerte por propia mano, sino simplemente a que se desvanecieron, se evaporaron sin dejar rastro. En la casilla de estos escritores destacan particularmente Crane y Cravan. Parecen una pareja artística, pero no lo fueron, ni se conocieron; sin embargo, ambos tienen un punto en común: los dos se esfumaron, en misteriosas circunstancias, en aguas de México.