De pronto Maniere, cuando ya todos creemos que sueña con acabar con la literatura, emborrona de lágrimas el sexto capítulo y nos confiesa, de una forma que nos llena de vergüenza ajena, que en realidad en lo que ha soñado siempre es en una obra de teatro escrita por él y donde se daría, sin tregua alguna, una continua exhibición de su inmenso talento.
«Como me es imposible -nos dice-, por absoluta falta de talento, escribir esa obra de teatro soñada, ofrezco al lector a continuación la única obrita que he sido capaz de componer. Se trata de una absurda obra de teatro del absurdo más absurdo, una obra muy breve en la que ni una sola palabra (al igual que sucede a lo largo de este opúsculo que está terminando de leer el amable lector) es mía, ni una. Para representar esta obra son necesarios dos actores, uno en el papel del No y otro en el del Sí. Sería mi máxima ilusión verla algún día de telonera de La cantante calva en ese teatro de París donde, desde hace una eternidad, se representa, noche tras noche, la obra de Ionesco.»
La obrita -que el sarcástico Maniere califica de «entremés»- no dura ni cuatro minutos y consiste en un diálogo entre dos personajes. Uno de ellos, el No, se supone que es Reverdy, y el otro, el Sí, es Cioran. Sólo hay una intervención por parte de cada uno, y después la obrita ha terminado, y con ella concluye el opúsculo del tal Maniere, que se despide de todos diciendo que, al igual que la literatura -a esas alturas es imposible creerle ya ni una sola palabra-, él se siente abocado a la destrucción y a la muerte.
El diálogo entre el No y el Sí es éste:
NO: Se ha dicho todo -de lo que era importante y sencillo de decir- en los milenios que los hombres llevan pensando y desviviéndose. Se ha dicho todo de lo que era profundo en relación con la elevación del punto de vista, es decir amplio y extenso al mismo tiempo. Hoy en día, ya sólo nos cabe repetir. Sólo nos quedan unos pocos detalles ínfimos todavía inexplorados. Sólo le queda al hombre actual la tarea más ingrata y menos brillante, la de llenar los huecos con una algarabía de detalles.
SI: ¿Sí? Que se ha dicho todo, que no hay nada que decir, se sabe, se siente. Pero lo que se siente menos es que esta evidencia confiere al lenguaje un estatuto extraño, incluso intranquilizador, que lo redime. Las palabras se han salvado al fin, porque han dejado de vivir.
La primera vez que leí el opúsculo de Maniere, mi reacción al terminarlo fue pensar, y lo sigo pensando, que Infier no perfumado es, por su carácter paródico, el Quijote de la literatura del No.
65) En la galaxia teatral del No destaca, con luz propia, junto a la obrita de Maniere, El no, la última pieza teatral que escribiera Virgilio Pinera, el gran escritor cubano.
En El no, obra rara y hasta hace muy poco inédita -fue publicada en México por la editorial Vuelta-, Pinera nos presenta a una pareja de novios que deciden no casarse jamás.
Principio esencial del teatro de Pinera fue siempre presentar lo trágico y existencial a través de lo cómico y lo grotesco. En El no lleva hasta las últimas consecuencias su sentido del humor más negro y subversivo: el no de la pareja -en obvia oposición al tan machacado «sí, quiero» de las bodas cristianas- le otorga a ésta una conciencia minúscula, una diferencia culpable.
En el ejemplar que poseo, el prologuista, Ernesto Hernández Busto, comenta que, con un magistral juego irónico, Pinera pone a los protagonistas de la tragedia cubana en una representación de la hybris por defecto: si los clásicos griegos concebían un castigo divino para la exageración de las pasiones y el afán dionisíaco del exceso, en El no los personajes principales «se pasan de la raya» en el sentido opuesto, violan el orden establecido desde el extremo contrario al del desenfreno carnal: un ascetismo apolíneo es lo que les convierte en monstruos.
Los protagonistas de la obra de Pinera dicen no, se niegan rotundamente al sí convencional. Emilia y Vicente practican una negativa testaruda, una acción mínima que, sin embargo, es lo único que poseen para poder ser diferentes. Su negativa pone en marcha la mecánica justiciera de la ley del sí, representada primero por los padres y luego por hombres y mujeres anónimos. Poco a poco, el orden represivo de la familia se va ampliando hasta que, al final, interviene incluso la policía, que se dedica a una «reconstrucción de los hechos» que terminará con la declaración de culpabilidad de los novios que se niegan a casarse. Al final, se decreta el castigo. Es un final genial, propio de un Kafka cubano. Es una gran explosión del no en su maravilloso acantilado subversivo:
HOMBRE: Decir no ahora es fácil. Veremos dentro de un mes (pausa). Además, a medida que la negativa se multiplique, haremos más extensas las visitas. Llegaremos a pasar las noches con ustedes, y es probable, de ustedes depende, que nos instalemos definitivamente en esta casa.
La pareja, ante estas palabras, decide esconderse.
– ¿Qué te parece el jueguecito? -pregunta Vicente a Emilia.
– De ponernos los pelos en punta -responde ella.
Deciden esconderse en la cocina, sentarse en el suelo, bien abrazados, abrir la llave del gas y ¡que les casen si pueden!
66) He trabajado bien, puedo estar contento de lo hecho. Dejo la pluma, porque anochece. Ensueños del crepúsculo. Mi mujer y mis hijos están en la habitación contigua, llenos de vida. Tengo salud y dinero suficiente. ¡Dios mío, qué infeliz soy!
¿Pero qué estoy diciendo? No soy infeliz, no he dejado la pluma, no tengo mujer, no tengo hijos, ni habitación contigua, no tengo dinero suficiente, no anochece.
67) Me ha escrito Derain.
Supongo que se ha sentido obligado a hacerlo después de que le enviara mil francos y le pidiera que hiciera encore un effort y me enviara algún documento más para mis notas sobre el No. Pero el que se haya sentido más o menos obligado a contestarme no le exculpa de que lo haya hecho con tan mala idea.
Distinguido colega -me dice en la carta-, le doy las gracias por sus mil francos, pero me temo que va a tener que enviarme mil más, ya sea sólo porque, hace unos instantes, mientras hacía las fotocopias que con tanto cariño le envío, por poco me quemo los dedos.
En primer lugar, le mando unas frases de Franz Kafka que recogió Gustav Janouch en su libro de conversaciones con el escritor. Como verá, las frases de Kafka no hacen más que advertirle de lo inútil que puede acabar resultando para usted su paciente exploración del síndrome de Bartleby. Y no se queje, amigo. No piense que quiero desanimarle del todo con esas frases del clarividente Kafka. De haber querido yo aplastar de un solo manotazo toda su investigación sobre el dichoso síndrome, le habría enviado una frase de Kafka mucho más explícita, una frase que sin duda habría colapsado para siempre su trabajo. ¿Cómo dice? ¿Que quiere saber qué frase es ésa? Está bien, se la transcribo: Un escritor que no escribe es un monstruo que in vita a la locura.
¿Dice que no le colapsa la frase? ¿No ensombrece su semblante saber que se dedica a monstruos locos? Pues bien, no pasa nada, sigamos. Le envío, en segundo lugar, noticias acerca de la airada reacción de Julien Gracq ante la ridicula mitificación del silencio de Rimbaud, noticias que no pretenden más que prevenirle del grave problema que intuyo que tienen todas esas notas sin texto que dice usted estar escribiendo, un problema muy grave que afecta al corazón de las mismas. Porque no me cabe duda de que sus notas mitifican el tema del silencio en la escritura, un tema absolutamente sobrevalorado, tal como supo ver en su momento el gran Gracq.
Le mando también unas frases de Schopenhauer, pero no quiero decirle por qué se las mando y por qué motivo las relaciono con la vanidad -en el sentido literal del término- de sus notas. A ver si es usted capaz (no sabe cuánto me encanta darle trabajo) de averiguar por qué Schopenhauer y por qué concretamente esas frases y no otras. Tal vez, con algo de suerte, hasta se luzca y consiga la admiración de algún lector de esos resabidillos que, de no haber citado usted a Schopenhauer, habrían pensado que no lo sabía todo sobre el malestar de la cultura.
Tras Schopenhauer, viene un texto de Melville que parece especialmente escrito para sus notas, la verdad es que encaja como un guante de seda en sus divagaciones sobre el No. Si en la otra carta, a modo de refresco, le envié a Perec, ahora en ésta le envío a Melville, que es alguien que le va a refrescar el doble, algo que usted se habrá merecido, además, si antes ha sabido trabajar a fondo con lo de Schopenhauer.
Tras la pausa que refresca, llega Carlo Emilio Gadda, ya verá usted enseguida por qué. Y finalmente, cerrando mi generosa entrega de documentos, el fragmento de un poema de Derek Walcott, donde se le invita amablemente a usted a comprender lo absurdo de querer imitar o eclipsar obras maestras y a ver que lo mejor que podría hacer es eclipsarse usted mismo. Suyo,
Derain
68) Las frases de Kafka a Janouch me vienen mejor de lo que desearía Derain, pues hablan de lo que me sucede a medida que avanzo en la búsqueda inútil del centro del laberinto del No: «Cuanto más marchan los hombres, tanto más se alejan de la meta. Gastan sus fuerzas en vano. Piensan que andan, pero sólo se precipitan -sin avanzar- hacia el vacío. Eso es todo.»
Estas frases parecen hablar de lo que me pasa en este diario por el que voy a la deriva, navegando por los mares del maldito embrollo del síndrome de Bartleby: tema laberíntico que carece de centro, pues hay tantos escritores como formas de abandonar la literatura, y no existe una unidad de conjunto y ni tan siquiera es sencillo dar con una frase que pudiera crear el espejismo de que he llegado al fondo de la verdad que se esconde detrás del mal endémico, de la pulsión negativa que paraliza las mejores mentes. Sólo sé que para expresar ese drama navego muy bien en lo fragmentario y en el hallazgo casual o en el recuerdo repentino de libros, vidas, textos o simplemente frases sueltas que van ampliando las dimensiones del laberinto sin centro.
Vivo como un explorador. Cuanto más avanzo en la búsqueda del centro del laberinto, más me alejo de él. Soy como aquel que en La colonia penitenciaria no entiende el sentido de los diseños que le muestra el oficial: «Es muy ingenioso, pero no puedo descifrarlo.»