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Se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente, pero nunca se le ocurrió pensar que primero iba a morirse Zenobia, su mujer, su amante, su novia, su secretaria, sus manos para todo lo práctico («su peluquero», se ha llegado a decir de ella), su chófer, su alma.

Puerto Rico, primavera de 1956. Zenobia regresa de Boston para morir al lado de Juan Ramón. Ha luchado durante dos años con coraje contra un cáncer, pero le han aplicado un tratamiento radiológico excesivo y le han quemado la matriz. Su llegada a San Juan, sin que ella lo sepa, coincide con la de unos periodistas suecos que saben ya que el Premio Nobel de ese año va a ser otorgado al poeta español. El corresponsal de un periódico sueco en Nueva York pide a Estocolmo que adelante la concesión del premio para dárselo a conocer a Zenobia antes de morir. Pero cuando ella se entera, ya no puede hablar. Susurra una canción de cuna -se ha dicho que su voz recordó el tenue crujido del papel- y al día siguiente muere.

Juan Ramón, premio Nobel, se queda como un inválido. La canción de cuna ha taladrado su aristocracia a la intemperie. Cuando tras el entierro le devuelvan a su casa, la sirvienta -que todavía vive, tiene más de noventa años, y se acuerda perfectamente bien de todo aquello, lo cuenta hoy en día en San Juan a quien le pregunte por ello- será testigo de un comportamiento enloquecido, antesala de la conversión de Juan Ramón al arte del No.

Todo el trabajo que Zenobia había hecho ordenando sabiamente la obra de su marido, todo ese trabajo de muchos años, toda esa labor grandiosa y paciente de enamorada fiel hasta la muerte, se viene abajo cuando Juan Ramón lo revuelve todo, desesperado, y lo arroja al suelo y lo pisotea con furia. Muerta Zenobia, ya no le interesa nada su obra. Caerá, a partir de ese día, en un silencio literario absoluto, ya no escribirá nunca más. Ya sólo vivirá para pisotear a fondo, como un animal herido, su propia obra. Ya sólo vivirá para decirle al mundo que sólo le interesó escribir porque vivía Zenobia. Muerta ésta, muerto todo. Ni una sola línea más, sólo silencio animal de fondo. Y al fondo del fondo, una inolvidable frase de Juan Ramón -no sé cuándo la dijo, pero lo que es seguro es que la dijo- para la historia del No: «Mi mejor obra es el arrepentimiento de mi obra.»

55) ¿Recordáis cómo era la risa de Odradek, el objeto más objetivo que Kafka puso en su obra? La risa de Odradek era como «el susurro de las hojas caídas». ¿Y recordáis cómo era la risa de Kafka? Gustav Janouch, en su libro de conversaciones con el escritor de Praga, nos dice que éste se reía «por lo bajo de esa manera tan suya, tan propia, que recordaba el tenue crujido del papel».

No puedo demorarme ahora comparando la canción de cuna de Zenobia con la risa de Kafka o la de su criatura Odradek porque algo acaba de llamar con urgencia mi atención, y es esa advertencia que le hace Kafka a Felice Bauer de que si se casara con ella, él podría convertirse en un artista dominado por la pulsión negativa, en un perro, para ser más exactos, en un animal condenado eternamente al mutismo: «Mi verdadero miedo consiste en que jamás podré poseerte. Que en el mejor de los casos me veré limitado, como un perro inconscientemente fiel, a besar tu mano que, distraídamente, habrás dejado a mi alcance, lo cual no será, por mi parte, una señal de amor, sino un signo de la desesperación del animal eternamente condenado al mutismo y a la distancia.»

Kafka siempre logra sorprenderme. Hoy, en este domingo primero de agosto, domingo húmedo y silencioso, Kafka de nuevo ha logrado inquietarme y ha reclamado con gran urgencia mi atención al sugerirme en su escrito que eso de casarse conlleva una condena al mutismo, a engrosar las filas del No y, lo que es más llamativo, a ser un perro.

He tenido que interrumpir, hace un rato, mi diario, porque he sido alcanzado por un fuerte dolor de cabeza, por el mal de Teste, que diría Valéry. Es muy probable que la irrupción de este dolor se haya debido al ejercicio de atención al que me ha sometido Kafka con su teoría inesperada sobre el arte del No.

No estará de más recordar aquí que Valéry nos dio a entender que el mal de Teste se relaciona de alguna manera muy compleja con la facultad intelectual de la atención, lo que no deja de ser una intuición notable.

Es posible que el ejercicio de atención que me ha llevado a evocar la figura de un perro, haya tenido que ver con mi mal de Teste. Ya recuperado del mismo, pienso en mi dolor ya superado, y me digo que se vive una sensación muy placentera cuando desaparece el mal, pues uno entonces asiste de nuevo a una representación del día en que, por primera vez, nos sentimos vivos, fuimos conscientes de que éramos un ser humano, nacido para la muerte, pero vivo en aquel instante.

Después de todo el tiempo en que he sido prisionero del dolor, no he podido dejar de pensar en un texto de Salvador Elizondo que leí hace tiempo y en el que el escritor mexicano habla del mal de Teste y de ese gesto, a veces inconsciente, de llevarse la mano a la sien, reflejo anodino del paroxismo.

Desaparecido el dolor, he buscado en mis archivos el viejo texto de Elizondo, lo he releído, me ha parecido -después de una lectura totalmente nueva- dar con una interpretación del mal de Teste que se podría aplicar perfectamente a la historia misma de la irrupción del mal, de la enfermedad, de la pulsión negativa de la única tendencia atractiva de la literatura contemporánea. Hablándonos de la migraña, de la cuña de metal ardiente en nuestra cabeza, Elizondo sugiere que el dolor convierte nuestra mente en un teatro y viene a decirnos que lo que parece una catástrofe es una danza, una delicada construcción de la sensibilidad, una forma especial de la música o de la matemática, un rito, una iluminación o una cura, y desde luego un misterio que solamente puede ser esclarecido con la ayuda del diccionario de sensaciones.

Todo esto puede aplicarse a la aparición del mal en la literatura contemporánea, pues la enfermedad no es catástrofe sino danza de la que podrían estar ya surgiendo nuevas construcciones de la sensibilidad.

56) Hoy lunes, al salir el sol esta mañana, me he acordado de Michelangelo Antonioni, que un día tuvo la idea de realizar una película mientras miraba «a la maldad y a la gran capacidad irónica -dijo- del sol»

Poco antes de su decisión de mirar al sol, a Antonioni le habían rondado por la cabeza estos versos (dignos de cualquier rama noble del arte de la negativa) de MacNeice, el gran poeta de Belfast, hoy medio olvidado: «Pensad en un número, / duplicadlo, triplicadlo, / elevadlo al cuadrado. Y canceladlo.»

Antonioni tuvo claro desde el primer momento que estos versos podían convertirse en el núcleo de un film dramático pero con toques ligeramente humorísticos. Luego pensó en otra cita -ésta de Bertrand Russell-, también cargada de cierto acento cómico: «El número dos es una entidad metafísica de cuya existencia no estaremos nunca realmente seguros ni de si la hemos individualizado.»

Todo eso condujo a Antonioni a pensar en una película que se llamaría El eclipse, que hablaría de cuando los sentimientos de una pareja se detienen, se eclipsan (como, por ejemplo, se eclipsan los escritores que de pronto abandonan la literatura) y toda su antigua relación se desvanece.

Como por aquellos días se había anunciado un eclipse total de sol, se fue a Florencia, donde vio y filmó el fenómeno y escribió en su diario: «Se ha ido el sol. De repente, hielo. Un silencio diferente de los demás silencios. Y una luz distinta de todas las demás luces. Y después, la oscuridad. Sol negro de nuestra cultura. Inmovilidad total. Todo lo que consigo llegar a pensar es que durante el eclipse probablemente se detengan también los sentimientos.»

El día en que se estrenó El eclipse dijo haberse quedado para siempre con la duda de si no habría tenido que encabezar su película con estos dos versos de Dylan Thomas: «Alguna certeza debe existir, / si no de amar, al menos de no amar.»

Me parece que para mí, rastreador del No y de los eclipses literarios, los versos de Dylan Thomas son bien fáciles de modificar: «Alguna certeza debe existir, / si no de escribir, al menos de no escribir.»

57) Me acuerdo muy bien de Luis Felipe Pineda, un compañero del colegio, como también me acuerdo de su «archivo de poemas abandonados».

A Pineda le recordaré siempre la tarde gloriosa de febrero de 1963 en la que, desafiante y dandy, como buscando convertirse en el dictador de la moda y de la moral escolar, entró en el aula con la bata no abotonada del todo.

Odiábamos en silencio los uniformes y más aún ir abotonados hasta el cuello, de modo que un gesto tan osado como aquél fue importante para todos, sobre todo para mí, que descubrí, además, algo que iba a ser importante en mi vida: la informalidad.

Sí, aquel gesto osado de Pineda me quedó grabado para siempre en la memoria. Para colmo, ningún profesor tomó cartas en el asunto, nadie se atrevió a reprender a Pineda, el recién llegado, «el nuevo» le llamábamos, porque había entrado en el colegio a mitad de curso. Nadie le castigó, y eso confirmó lo que se había convertido ya en un secreto a voces: la distinguida familia de Pineda, con sus limosnas exageradas, tenía un gran predicamento entre la cúpula directiva de la escuela.

Entró Pineda aquel día en clase -estábamos en sexto de bachillerato- proponiendo un nuevo modo de llevar la bata y la disciplina, y todos quedamos maravillados, muy especialmente yo, que tras aquel osado gesto quedé medio enamorado, encontraba a Pineda guapo, distinguido, moderno, inteligente, atrevido y -lo que quizás era lo más importante de todo- de modales extranjeros.

Al día siguiente, confirmé que él era distinto en todo. Estaba mirándole medio de reojo cuando me pareció observar que en su rostro había algo muy especial, una expresión extrañamente segura e inteligente: inclinado sobre su trabajo con atención y carácter, no parecía un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. Era, por otra parte, como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes de las que nosotros teníamos.

Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción. Una tarde, al salir de la escuela, esperé a que todos los otros se dispersaran y, venciendo como pude mi timidez y mi complejo de inferioridad (provocado esencialmente por la joroba, que llevaba a todos los compañeros a conocerme familiarmente por el geperut, el jorobado), me acerqué a Pineda y le dije:

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