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Así, entre diálogos silenciosos, llega el equinoccio de otoño. Ese día sobre el mar se abate una borrasca, lo siente mugir desde el alba; por la tarde, una fuerza enorme sacude sus visceras; por la noche, gruesas nubes descienden por el horizonte y la comunicación con los fantasmas queda interrumpida, tal vez porque aparece el manuscrito o libro fantasma, con su submarino y todo. El océano grita de un modo insoportable, como si estuviera lleno de voces y lamentos. El narrador se planta ante el acantilado, lleva consigo la novela submarina, de la que nos dice -en una línea magistral del arte bartleby de los libros fantasmas- que la entrega al viento, página a página.

48) Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios íntimamente relacionados, y al mismo tiempo el primero está relacionado, también íntimamente, con Walser, y el segundo con Kafka.

Wakefield -ese hombre inventado por Hawthorne, ese marido que se aleja de repente y sin motivo de casa y de su mujer y vive durante veinte años (en una calle próxima, para todos desconocido, pues le creen muerto) una existencia solitaria y despojada de cualquier significado- es un claro antecedente de muchos de los personajes de Walser, todos esos espléndidos ceros a la izquierda que quieren desaparecer, sólo desaparecer, esconderse en la anónima irrealidad.

En cuanto a Bartleby, es un claro antecedente de los personajes de Kafka -«Bartleby (ha escrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento»-, y es también precedente incluso del propio Kafka, ese escritor solitario que veía que la oficina en la que trabajaba significaba la vida, es decir, su muerte; ese solitario «en medio de un despacho desierto», ese hombre que paseó por toda Praga su existencia de murciélago de abrigo y de bombín negro.

Hablar -parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo. Son como ese Odra dek kafkiano que no tiene domicilio fijo y vive en la escalera de un padre de familia o en cualquier otro agujero.

No todo el mundo sabe, o quiere aceptar, que Hermán Melville, el creador de Bartleby, tenía la negra con más frecuencia de lo deseable. Veamos lo que de él dice Julian Hawthorne, el hijo del creador de Wakefield: «Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que sólo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana (…). Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura.»

Hawthorne y Melville, fundadores sin saberlo de las horas negras del arte del No, se conocieron, fueron amigos, y se admiraron mutuamente. Hawthorne también fue un puritano, incluso en su reacción agresiva contra algunos aspectos del puritanismo. Y también fue un hombre inquieto y raro, rarísimo. Nunca fue, por ejemplo, un hombre de iglesia, pero se sabe que en sus años de solitario iba hasta su ventana para observar a las personas que iban al templo, y se ha dicho que su mirada resumía la breve historia de la Sombra a lo largo del arte del No. Su visión estaba ensombrecida por la terrible doctrina calvinista de la predestinación. Este es el lado de Hawthorne que tanto fascinaba a Melville, quien para elogiarlo habló del gran poder de la negrura, ese lado nocturno que existe también en el propio Melville.

Melville estaba convencido de que en la vida de Hawthorne había algún secreto jamás revelado, responsable de los pasajes negros de sus obras, y es curioso que pensara algo así si tenemos en cuenta que tales imaginaciones eran precisamente muy propias de él mismo, que fue un hombre de conducta más que negra a partir, sobre todo, del momento en que comprendió que, tras sus primeros y celebrados grandes éxitos literarios -fue confundido con un periodista, con un reportero marítimo-, no le cabía más que esperar un continuo fracaso como escritor.

Es curioso, pero tanto hablar del síndrome de Bartleby y yo aún no había comentado en estas notas que Melville tuvo el síndrome antes de que su personaje existiera, lo que podría llevarnos a pensar que tal vez creó a Bartleby para describir su propio síndrome.

Y también es curioso observar cómo, después de tantas páginas de este diario -que, por cierto, cada vez me está aislando más del mundo exterior y me va convirtiendo en un fantasma: los días en que doy breves vueltas por el barrio adopto sin querer un aire a lo Wakefield, como si tuviera mujer y ésta me creyera muerto y yo siguiera viviendo al lado de su casa escribiendo este cuaderno y espiándola a ella de vez en cuando, espiándola, por ejemplo, cuando hace la compra-, apenas había dicho algo hasta ahora acerca del fracaso literario como causa directa de la aparición del Mal, de la enfermedad, del síndrome, de la renuncia a continuar escribiendo. Pero es que el caso de los fracasados, si lo pensamos bien, no tiene mayor interés, es demasiado obvio, no hay ningún mérito en ser un escritor del No porque has fracasado. El fracaso arroja excesiva luz y demasiada poca sombra de misterio a los casos de quienes renuncian a escribir por un motivo tan vulgar.

Si el suicidio es una decisión de una complejidad tan excesivamente radical que a la larga se convierte en una decisión en realidad simplicísima, dejar de escribir porque uno ha fracasado me parece de una simplicidad aún más abrumadora, aunque de entre las excepciones de casos de fracasados que estoy dispuesto a mencionar se encuentra, por supuesto, el caso de Melville, ya que tiene derecho a lo que quiera (puesto que inventó la sencilla, pero complejísima a la vez, sutil rendición de Bartleby, personaje que nunca optó por la grosera línea recta de la muerte por propia mano, y menos aún por el llanto y deserción ante el fracaso; no, Bartleby, ante la idea del fracaso, se rindió de una forma estupenda, nada de suicidios ni amarguras interminables, se limitó a comer bizcochos, que era lo único que le permitía seguir prefiriendo «no hacerlo»), a Melville le perdono todo.

Se puede sintetizar la historia del relativo (relativo porque se inventó otro fracaso, el de Bartleby, y así se quedó tranquilo) desastre de la carrera literaria de Melville del siguiente modo: tras sus primeros cuentos de aventuras, que tuvieron gran éxito porque fue confundido con un mero cronista de la vida marítima, la aparición de Mardi desconcertó totalmente a su público, pues era una novela -todavía hoy lo es- bastante ilegible, pero cuya línea argumental anticipa obras futuras de Kafka: se trata de una infinita persecución por un mar infinito. Moby Dick, en 1851, alarmó a casi todos los que se tomaron la molestia de leerlo. Pierre o las ambigüedades disgustó enormemente a los críticos y The Piazza Tales (donde al final quedó incluido el relato Bartleby, que tres años antes había sido publicado en una revista sin que él lo firmara) pasó inadvertido.

Fue en 1853 cuando Melville, que contaba sólo treinta y cuatro años, llegó a la conclusión de que había fracasado. Mientras se le había visto como cronista de la vida marítima, todo había ido bien, pero cuando comenzó a producir obras maestras, el público y la crítica le condenaron al fracaso con la absoluta unanimidad de las ocasiones erróneas.

En 1853, viendo su fracaso, escribió Bartleby, el escri biente, relato que contenía el antídoto de su depresión y que sería el germen de los futuros movimientos que él iba a realizar y que, tres años más tarde, desembocarían en The Con fidence Man, la historia de un estafador muy especial (que el tiempo iba a emparentar con Duchamp), y un catálogo bárbaro de imágenes ásperas y sombrías que, publicado en 1857, iba a ser la última obra en prosa que daría a las prensas.

Melville murió en 1891, olvidado. Durante esos últimos treinta y cuatro años escribió un largo poema, recuerdos de viajes y, poco antes de su muerte, la novela Billy Bud, una obra maestra más -la historia prekafkiana de un proceso: la de un marino condenado a muerte injustamente, condenado como si tuviera que expiar el pecado de haber sido joven, brillante e inocente-, una obra maestra que no se publicaría hasta treinta y tres años después de su muerte.

Todo lo que escribió en los treinta y cuatro últimos años de su vida fue hecho de un modo bartlebyano, con un ritmo de baja intensidad, como prefiriendo no hacerlo y en un claro movimiento de rechazo al mundo que le había rechazado. Cuando pienso en ese movimiento suyo de rechazo, me acuerdo de unas palabras de Maurice Blanchot en torno a todos aquellos que, a su debido tiempo, supieron rechazar la apariencia amable de una comunicación achatada, casi siempre vacía, tan en boga -dicho sea de paso- en los literatos de hoy en día: «El movimiento de rechazar es difícil y raro, aunque idéntico en cada uno de nosotros desde el momento en que lo hemos captado. ¿Por qué difícil? Es que hay que rechazar no sólo lo peor, sino una apariencia razonable, una solución que se diría feliz.»

Cuando Melville dejó de buscar cualquier solución feliz y dejó de pensar en publicar, cuando decidió actuar como esos seres que «prefieren no hacerlo», se pasó años buscando -para sacar adelante a su familia- un empleo, cualquier empleo. Cuando por fin lo encontró -y eso no fue hasta 1866-, su destino fue a coincidir precisamente con el de Bartleby, su extraña criatura.

Vidas paralelas. Durante los últimos años de su vida, Melville, al igual que Bartleby, «última columna de un templo en ruinas», trabajó de oficinista en un destartalado despacho de la ciudad de Nueva York.

Imposible no relacionar esa oficina del inventor de Bartleby con la de Kafka y con aquello que éste le escribió a Felice Bauer diciéndole que la literatura le excluía de la vida, es decir, de la oficina. Si estas dramáticas palabras siempre me han hecho reír -y más hoy, que estoy de buen humor y me acuerdo de Montaigne, que decía que nuestra peculiar condición es que estamos tan hechos para que se rían de nosotros como para reír-, otras palabras de Kafka, también dirigidas a Felice Bauer y menos célebres que las anteriores, aún me hacen reír más, muchas veces las evocaba cuando estaba en mi oficina y así conseguía salir adelante sin angustiarme cuando la angustia aparecía: «Querida, hay que pensar en ti en todas partes, por eso te escribo sobre la mesa de mi jefe, al cual estoy representando en estos momentos.»

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