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Don Enrique le interrumpió:

– ¿La verdad?

El Decano se echó a reír.

– ¡No sea usted ingenuo! Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla, ni usted mismo lo esperará cuando haya estudiado y pensado unos años más. Y si cree en la verdad de lo que piensa y de lo que escribe, peor para usted. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analiza las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío.

Se detuvo, de pronto. Miró detrás de don Enrique, hacia la ventana abierta.

– ¡Quieto! ¡No se mueva!

Se levantó rápidamente, se asomó, escrutó en la oscuridad hacia arriba y hacia abajo.

– Juraría que alguien nos estaba escuchando. Vi una cabeza rapada y roja, un rostro pecoso.

Don Enrique se le acercó, después de haber sacudido la ceniza del cigarro. El Decano mantenía el suyo. Don Enrique miró también.

– No veo a nadie.

– Yo, tampoco. Pero juraría que una cabeza rojiza, pelada, nos estaba escuchando. ¿No tenemos un alumno así? ¿O es una alumna?

– ¿Quiere que vaya a mirar? Si había alguien de esas señas, o me lo tropezaré al salir, o lo descubriré.

– Como usted quiera.

Don Enrique salió. El Decano permaneció junto a la ventana, el cigarro con la ceniza entera en la mano. Vio pasar a don Enrique, hacia arriba y hacia abajo. Salió, poco después, de las sombras.

– No he visto a nadie.

– Quizá haya sido una ilusión mía. ¡Lo que le estaba diciendo es tan personal! No dé la vuelta. ¿Por qué no sube por aquí? Yo puedo ayudarle.

Tendió los brazos hacia fuera, don Enrique se agarró a sus manos y trepó hasta el repecho. Se puso en pie y saltó.

– Gracias por la ayuda. Si lo pienso, no hubiera sido capaz.

– Todavía soy fuerte para ayudar a un hombre a trepar a una ventana.

– ¿Tiene usted por ahí un papel? Me he embarrado los pies, y le voy a manchar la alfombra.

– Espere que se lo traigo.

Don Enrique no se había movido. Se limpió los zapatos con el papel, y lo echó a la papelera.

Luego, recobró su asiento.

– Este incidente estúpido -dijo el Decano- ha soplado sobre mi inspiración y la ha ahuyentado. Ya no me oirá usted más tonterías, y, para tonterías, las del Director del Colegio, que estará a punto de llegar. ¿Le ayudo a ponerse el abrigo?

– Como usted quiera.

Se levantaron. Don Enrique apretó su cigarro contra el fondo del cenicero y lo abandonó allí.

El Decano apoyó el suyo cuidadosamente, con unos centímetros de ceniza, gris casi blanca. Se adelantó a don Enrique, cogió el abrigo y le ayudó a ponérselo. Con la gorra, le entregó la caja de bombones y los papeles.

– No olvide usted esto. Para Francisca, con mis respetos, por haberle retenido a usted más tiempo del debido. No olvide los papeles de ese capítulo, quizá mañana por la mañana, después de clase, pueda usted corregir el último folio. Yo le esperaré en el Decanato, como siempre…

Le tendió la mano.

Don Enrique se había detenido, la gorra en la mano y el paquete bajo el brazo, junto a la puerta.

El Decano había cogido una tetera antigua y le echaba una cucharada de té.

– Al Director le invito a una taza cada noche. No le gusta, pero lo encuentra una bebida muy intelectual. La preparación ya la tengo convenida con el camarero. Seguramente espera mi llamada. No hace falta que usted lo avise. En cambio… ¿Dónde diablos habrán metido la taza? La mujer que me arregla el cuarto pone las cosas cada día en un sitio distinto. ¿Ve usted una taza por ahí?

Don Enrique echó un vistazo: había una taza en una esquina vacía del anaquel de los libros. Alargó la mano y la cogió.

– Aquí está. Al menos, una. En un lugar absurdo.

– Con una, basta. Yo ya tomé café, si no recuerdo mal, y estoy fumando un puro. Se beberá el té él solo, el Director. Póngala aquí, junto a la tetera.

El camarero llamó a la puerta.

El Decano le mandó pasar. Le entregó la tetera.

– Como siempre.

– Sí, señor.

Se retiró el camarero.

– Ahora váyase usted también, don Enrique, no sea que se me ocurra alguna novedad y vuelva a retenerlo.

– Hasta mañana.

– Los bombones, ya sabe, a Francisca, con mis respetos.

– Ella le dará personalmente las gracias.

Vino el camarero con la tetera, le mandó que la dejase en la bandeja, junto a la taza.

– ¿Va usted a estar despierto cuando venga el Director?

– Tengo esa orden.

– Dígale de mi parte que le espero.

El camarero se retiró.

Don Enrique salió. El Decano abrió una alacena, sacó una botella, mediada, de whisky, se sirvió generosamente en un vaso y le echó un poco de agua. Se sentó y empezó a beber, mientras fumaba cuidadosamente el medio puro que le quedaba, la ceniza incólume. Así estuvo un corto rato. Calmosamente: chupada, sorbito. Acabó casi al mismo tiempo la bebida y el cigarro. Éste lo dejó en el cenicero, sin soltar la ceniza. Se desentendió del vaso. Cerró los ojos, pero en seguida los abrió sobresaltado. Miró la hora.

2

Francisca se había acurrucado en un rincón del sofá: una manta oscura le cubría las piernas.

Abrió los ojos cuando se oyó cerca el motor del balilla, pero no se movió hasta que los pasos de su marido resonaron en la entrada.

Entonces, dio un salto y corrió hacia la puerta. Enrique se había quitado el sombrero y lo colgó en una percha.

– Ayúdame a quitarme el abrigo y toma esto, es de parte del Decano.

– ¿Bombones? ¿Otra vez bombones?

Francisca había besado a su marido mientras le ayudaba. Ahora, al pasar, encendió una luz y el salón quedó iluminado. Frente al sofá, el fuego de la chimenea parecía más mortecino. Enrique trajo dos leños secos y los arrojó sobre las brasas. En cuclillas atizó durante un rato, hasta que se levantó una llamita leve, que rozó los troncos. Francisca había abierto la caja de bombones y mordía uno.

– ¿Quieres?

Ofreció a su marido el que tenía entre los dientes, Enrique se levantó y la miró; luego se inclinó un poco y recibió la oferta.

– ¿Sabes que encontré al Decano un poco raro? Por lo pronto me devolvió el trabajo de ayer, con el pretexto de que la última página está un poco oscura. Lo cual se compagina mal con su decisión de que sea yo solo, y no los dos, quien firme el libro. ¿No soy así el responsable de cualquier oscuridad?

Francisca se había sentado en el sofá, y buscaba en la cartera de Enrique los papeles.

– ¿Dónde los has metido? Aquí no están.

– Quizá en el bolsillo del abrigo. Mira, a ver…

Francisca se levantó y miró en el abrigo.

– Sí, aquí están.

– Lo que él encuentra oscuro es la última página.

Enrique se sentó en el sofá, al lado de ella. Puso una mano encima de los papeles que Francisca ya hojeaba.

– Deja eso ahora. ¿Te dije que lo encontré raro?

– Sí.

– Se comió él solo dos raciones de lamprea, y terminó con tarta de almendra. Un disparate, a su edad, por muy buen estómago que tenga; además, me llevó por primera vez a su casa.

– ¿Cómo es?

– Como otra cualquiera del Colegio, lo mismo que la que yo ocupé cuando lo de las oposiciones, ya sabes. Un poco más lujosa y con muchos libros. Les eché un vistazo. ¡Cuántos de los que tanto hemos deseado! Me dijo que me regalaría todos los que necesitase. Y muchas cosas más, bastante raras. Que se va a dedicar a la novela histórica.

– ¿A estudiarla?

– A escribirlas, y eso es lo raro.

Enrique se levantó y se acercó a la chimenea.

– Me temo que esta noche le coja un entripado y mañana no pueda ir a clase. Está explicando “Tutankamen en Creta”. Menos mal que lo he leído.

Metió la mano en el bolsillo y sacó avíos de fumar. Francisca le detuvo.

– No fumes ahora. Métete en la cama, te llevaré una taza de té y fumarás después. Estás un poco frío.

– Sí. Hace una humedad condenada.

3

Se oyeron ruidos y voces de estudiantes que llegaban tarde y discutían con el portero. Se oyó también el ruido de un automóvil, que se detuvo un momento y luego paró el motor. Voces en tono natural, hacia la entrada del colegio, fuera. Se batió una puerta. Otro rato, breve, de silencio. Llamaron.

– ¡Señor Decano, señor Decano!

El Director abrió la puerta, pero no entró. A alguien que le acompañaba, dijo:

– Espere. Aquí ha pasado algo.

Se acercó. Encontró al Decano en el suelo, espatarrado, con los brazos en cruz, un cordón de batín flojamente arrollado al cuello, como si el cuerpo al caer lo hubiera arrastrado consigo.

– Parece muerto.

Volvió a la puerta, la cerró tras de sí.

– ¡Que llamen inmediatamente a la policía y que traigan también al juez!

Le escuchaba el portero, un camarero, una criada.

– Que nadie entre en el cuarto del señor Decano, hasta que venga la policía. Avíseme en cuanto llegue.

– ¿Le decimos que hay un muerto?

– Sí, digan que hay un muerto, que vengan en seguida.

El Director subió las escaleras hasta su despacho con la cabeza baja, de circunstancias. La enderezó al entrar y encontrarse solo. El teléfono al que llamó comunicaba: esperó un rato, luego llamó al Rector. Se puso la criada. Le dijo con quien quería hablar, que era urgentísimo.

– Soy el Director del Colegio Mayor. Venga en seguida: el Decano de Historia acaba de aparecer muerto en su cuarto. A primera vista parece un suicidio, pero, no sé por qué, lo encuentro algo raro. Sí, el cordón con el que se ahorcó se soltó al caer el cuerpo. Ya está avisada la policía.

El Rector le respondió que iría en seguida, en cuanto encontrara un taxi.

El Comisario llegó: apenas había salido de su despacho el Director del Colegio. Venía acompañado de dos inspectores jóvenes que se quedaron a la puerta.

El Comisario se identificó: era un cuarentón bien conservado, un poco calvo y un poco gris el pelo que le quedaba. Al abrirse el abrigo, se le vio en la solapa una estrella de alférez. Venía fumando una pipa muy profesional.

– Me han ido a buscar a casa por el asunto éste. Menos mal que aún no me había acostado…

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