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Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debía caminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.

Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lo miraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizó cuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía sus ejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Por segundos, todo había salido bien.

Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiese pensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría jurado que no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.

IX

Cuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas de metal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se iba totalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciar el camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido. Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólo una madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.

Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor de cabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.

Afuera, su madre hablaba con alguien. "Sí, querida', decía, y parecía sorprendida y alegre. Debía ser alguna visita. Miró el reloj en su muñeca: las once y catorce. No había dormido mucho. "Qué casualidad -decía su madre- nunca se te ve por aquí." Y la voz parecía acercarse a su dormitorio. Ramiro se alertó, irguiéndose.

– Un minuto, queridita -la voz sonaba ahora muy fuerte-, esperate que voy a ver si está despierto.

Ramiro se zambulló en la almohada y cerró los ojos, justo en el momento en que ella entraba al dormitorio.

– Ramiro…

Él abrió un ojo, luego. el otro, fingiendo estar dormido.

– Querido, te busca Araceli.

– ¿Qué? -Ramiro saltó, horrorizado, casi gritando. -Sí, querido, Araceli, la hija del doctor Tennembaum, de Fontana, donde estuviste anoche.

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