La muerte es el hecho primero y más antiguo,
y casi me atrevería a decir: el único hecho.
Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.
ELÍAS CANETTI
La conciencia de las palabras
Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años.
Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus estudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido lejos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tiene apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora veterano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.
La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo y pesado y se prolongó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué momento sintió miedo, pero probablemente sucedió cuando descruzó las piernas para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.
Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no dejaba de hablar. Los más chicos se habían acostado y Araceli, decía su madre, era raro que estuviera despierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Ramiro interpretó cargado de la intención de que él viera su media sonrisa.
Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insinuante.
Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían comentarios que pretendían ser graciosos.
Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hasta la calle, Ramiro tomó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desesperado, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:
– ¿Te manchaste mucho?
Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremecimiento.
– Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.
Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apagando junto con la batería.
– ¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del coche y dio un portazo.
– No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?
– No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.
Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empezó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estudiaba en Corrientes.
Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.
El cuarto al que lo destinaron también quedaba en la planta alta. Después de rechazar la invitación a tomar otra copa, y de despedirse del matrimonio, Ramiro se encerró en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama, hundiendo la cabeza entre las manos. Respiró agitado, preguntándose si era el verano chaqueño, el calor, lo que lo ponía tan caliente. Pero no era eso: debió admitir que no podía olvidar el color de la piel de Araceli, ni la insinuación de sus pequeños pechos duros, ni su mirada que ahora dudaba si había sido lánguida o seductora, o las dos cosas.
Sí, se dijo, las dos cosas, y se apretó el sexo, erecto, dolorosamente endurecido, como si estuviera por romper las costuras del pantalón. Se sintió enfebrecido. Tenía la boca reseca. Le dolía la cabeza.
Debía ir al baño. Quería ir, para ver… Cuando abrió la puerta de la habitación, el pasillo estaba a oscuras. Se detuvo un momento, recostándose en la jamba, para acostumbrarse a la penumbra. A su izquierda había dos puertas cerradas, que supuso serían del matrimonio y de los niños; una tercera estaba entreabierta y desde adentro llegaba la tenue luz de un velador. Supo que era el cuarto en cuya ventana había visto la figura recortada de Araceli. Una cuarta puerta dejaba ver un lavatorio blanco. Se metió en el baño lentamente, espiando la habitación iluminada, pero no pudo verla.
Se sentó en el inodoro con los pantalones puestos y se estiró el pelo hacia atrás. Sudaba y la cabeza no dejaba de dolerle. Buscó una aspirina tras la puerta con espejo que había sobre el lavatorio. Tomó dos y luego se lavó las manos y la cara, durante un largo rato, refregándose los ojos. No podía pensar. Pero enseguida se dio cuenta de que no quería hacerlo, porque algo le decía que ya sabía lo que iba a pasar, su propia ansiedad le anunciaba una tragedia. El miedo y la excitación que sentía lo bloqueaban y sólo podía escapar actuando, sin pensar, porque la luna del Chaco estaba caliente esa noche, y el calor era abrasador. Porque el silencio era total y el recuerdo de Araceli era desesperante y su excitación incontenible.
Salió del baño, cruzó el pasillo, volvió a espiar, no alcanzó a verla y se encerró nuevamente en su dormitorio. Se tiró sobre la cama, vestido, y se ordenó dormirse. Perdió noción del tiempo y al rato se desabotonó la camisa; dio vueltas sobre la colcha y cambió de posición un millón de veces. Le era imposible dejar de pensar en ella, de imaginarla desnuda. No sabía qué hacer, pero algo tenía que hacer. Fumó varios cigarrillos, muchos de ellos dejándolos a la mitad, y finalmente se puso de pie y miró su reloj. La una y media de la mañana. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó, debo dormir. Pero abrió la puerta y volvió a asomarse al pasillo.
El silencio era absoluto. De la puerta entreabierta de la habitación de Araceli ya no salía la luz; apenas el resplandor de la luna caliente que ingresaba por la ventana y llegaba, mortecina, al pasillo. Se sintió desconcertado; se reprochó su fantasía. Los chicos crecen, pero no tanto. Sí, lo había mirado mucho, deslumbrada, pero no por eso con la intención de seducirlo. Era muy chica para eso. Debía ser virgen obviamente, y toda la malicia de la situación estaba en su propia cabeza, en su podrida lujuria, se dijo. Pero también pensó se ha dormido, la yegüita seductora tuvo miedo y se durmió. Lo impresionó la rabia que sentía, pero en su estómago hubo algo de alivio. Cruzó hacia el baño, diciéndose que regresaría luego a dormirse, y en ese momento escuchó el sonido de la muchacha revolviéndose en la cama. Se dirigió hacia la puerta entreabierta y miró hacia adentro.
Araceli estaba con los ojos cerrados, de cara a la ventana y a la luna. Semidesnuda, sólo una brevísima tanga apretaba sus caderas delgadas. La sábana revuelta cubría una pierna y mostraba la otra, como si la tela fuese un difuminado falo que merodeaba su sexo. Con los brazos ovillados alrededor de sus pechos, parecía dormir sobre el antebrazo izquierdo. Ramiro se quedó quieto, en la puerta, contemplándola, azorado ante tanta belleza; respiraba por la boca, que se le resecó aún más, y enseguida reconoció la erección paulatina e irreversible, el temblor de todo su cuerpo.
Si dormía, ella se despertó fácilmente de un sueño intranquilo. Hizo un movimiento, sus pechitos se zafaron de la cobertura de sus brazos, y se acostó boca arriba. De pronto, miró hacia la puerta y lo vio; rápidamente se cubrió con la sábana, aunque su pierna derecha quedó destapada y reflejando el brillo lunar.
Estuvieron así, mirándose en silencio, durante unos segundos. Ramiro entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se recostó en ella, acezante, dándose cuenta de que su pecho se alzaba y luego bajaba, rítmica, aceleradamente. Temblaba. Pero sonrió, para tranquilizarla; o de tan nervioso. Ella lo miraba, tensa, en silencio. Él se acercó lentamente hacia la cama y se sentó, sin dejar de mirarla a los ojos, penetrante, como si supiera que ésa era una manera de dominar la situación. Estiró una mano y empezó a acariciarle el muslo, suavemente, casi sin tocarla; sintió el leve estremecimiento de Araceli y apretó su mano, como para hundirla en la carne. Se reacomodó sobre la cama, acercándose más a ella, conservando esa especie de sonrisa patética que era más bien una mueca, tironeada por ese súbito tic que le hacía palpitar la mejilla izquierda.