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– ¿Qué te pasa? -preguntó la otra Zarza.

De nuevo su vocecita fina y enfermiza puso una distancia necesaria y volvió a dibujar el mundo en torno a ellas.

– ¿Qué te pasa, tía? Parecía que te ibas a desmayar…

– No es nada… Es que estoy cansada, sólo eso…

La otra Zarza la observó con gesto suspicaz. Zarza conocía bien esa expresión: era la mirada del miedo, la alerta constante del animal nocturno, a ver si esta tipa se me muere, a ver si está fingiendo, a ver si es una trampa, a ver si las cosas se complican, a ver si estoy en peligro. La mujer dio dos o tres pasitos nerviosos, sin moverse del sitio, atusándose el deteriorado cabello con manos inciertas.

– Bueno. Yo he cumplido. Me abro murmuró.

Y desapareció sin ruido, camino del dolor y de la Blanca.

Veinte años después de haber encontrado el manuscrito de El Caballero de la Rosa en un monasterio de Cornualles, Donald Harris, el inglés ignominioso, anunció un nuevo hallazgo: una versión distinta de las páginas finales del manuscrito, tal vez un borrador desechado por Chrétien o, por el contrario, un texto que el autor redactó posteriormente con intención de mejorar el original. Cuando Harris hizo público este segundo descubrimiento, su reputación estaba justamente en la apoteosis de la ignominia. Le Goff había publicado su célebre ensayo cinco o seis años atrás, dándole la razón con respecto a la autenticidad de El Caballero de la Rosa; a partir de entonces, el mundo académico había intentado recuperar con discreción a Harris, pero éste, en vez de callar prudentemente y disfrutar de los buenos tiempos, se había comportado de manera intolerable en todos y cada uno de los foros a los que había sido invitado, insultando bárbaramente a los expertos que habían dudado de su veracidad, carcajeándose de los profesores que le habían ninguneado y anunciando a los cuatro vientos que el catedrático que le había despedido se acostaba de forma regular con las becarias del departamento. Todo esto acompañado de un gran aparato de blasfemias y regado abundantemente con alcohol. Digamos que no era un hombre popular.

De modo que, cuando se sacó el nuevo manuscrito de la manga como un prestidigitador saca un conejo, el mundo académico encaró el asunto con recelo, casi con desmayo. Por un lado, no se atrevían a volver a dudar abiertamente de la autenticidad de las páginas, puesto que con anterioridad ya se habían equivocado de un modo ostentoso; pero, por otra parte, se negaban a apoyar, con su respaldo, a un individuo que les caía tan mal. Así es que ignoraron oficialmente la nueva aportación de Harris. No hubo críticas, reseñas o referencias públicas en congresos, revistas ni reuniones; privadamente, sin embargo, el asunto fue la comidilla de los historiadores durante varios meses.

Muchos sostenían que estas nuevas páginas eran evidentemente un puro fraude y que eso demostraba que también El Caballero de la Rosa había sido una falsificación, por más que el gran Le Goff hubiera caído en la trampa. Otros mantenían que esta segunda parte parecía ficticia, pero que eso no afectaba en absoluto la autenticidad del manuscrito primero. Y aún había unos pocos, entre ellos el prestigioso erudito clásico Carlos García Gual, que aseguraban que ambos textos eran originales y muy valiosos; y que el comportamiento del mundo académico había sido escandaloso y miserable, primero persiguiendo y hundiendo a Donald Harris, y luego silenciando su segunda aportación con crueldad olímpica. Sea como fuere, lo cierto es que a partir de aquel nuevo incidente Harris redobló su ingesta alcohólica y apenas si logró vivir un par de años más antes de reventarse el hígado.

Desde luego, el texto alternativo encontrado o falsificado por Harris resulta algo extraño, aunque mantiene el tono narrativo de Chrétien y posee una fuerza épica notable. Las nuevas páginas empiezan años después de la huida del bastardo. Edmundo ya se ha convertido en el Caballero de la Rosa y Gaon, en el cruel Puño de Hierro. Ambos han dedicado su vida al arte de la guerra y recorren el territorio inglés de batalla en batalla. Hasta que un día son reclamados por el rey sajón Ethelred II para entrar en combate contra los feroces vikingos; el Caballero de la Rosa acude solo y en calidad de mercenario, mientras que Puño de Hierro llega con su propio ejército ducal, como buen vasallo de su soberano. Allí, en el campamento real, se reencuentran los dos hermanastros por primera vez. No hablan entre sí y se rehuyen; saben que no pueden dirimir sus diferencias por el momento, porque los vikingos se encuentran muy cerca, dirigidos por el célebre y temible Thorkell el Alto. Y, en efecto, la contienda se inicia al día siguiente. Los vikingos son unos enemigos formidables: el terror que producen les precede y a menudo sus adversarios huyen sin siquiera atreverse a presentar batalla. Son unos hombres gigantescos y fornidos, guerreros orgullosos que no luchan por un soberano sino para sí mismos, en pos del botín y de la gloria; desdeñan el dolor de las heridas y son capaces de arrancar cabezas humanas con las manos (como el niño le arranca la pata a un saltamontes, dice Chrétien, o Harris). El combate, que ha comenzado al amanecer, se prolonga, fragoroso y brutal, durante todo el día. Cuando llega la noche, nublada y sin luna, y los hombres ya no alcanzan a ver a quién están tajando con sus grandes espadas, ambas partes acuerdan una tregua. Se cosen las heridas, las cauterizan; cambian las hachas melladas por unos hierros nuevos; comen y duermen algo. Ya la mañana siguiente, al despuntar el sol, los supervivientes vuelven a ocupar el campo de batalla, un antiguo sembrado ahora pisoteado y cubierto con un limo rojizo que apesta a sangre.

El segundo día las bajas son aún más numerosas: los hombres están heridos y cansados, descuidan su defensa, dan mandobles de ciego. El resultado de la contienda es todavía incierto; las tropas de Ethelred son más numerosas, pero los vikingos están practicando una carnicería. Súbitamente se escucha un agudo clamor y hay un brusco movimiento de retroceso en el ala izquierda, que es donde se encuentra Puño de Hierro. El Duque ve a sus hombres correr, les grita, les insulta, ensarta a dos o tres, obliga a los demás a presentar batalla. «"¡Son los bersekir!"», ha gritado antes de morir, empavorecido, uno de los soldados que el Duque ha ejecutado.«Son los espantosos hombres bestia.»

Las fuerzas vikingas tienen un arma secreta: pequeños grupos de guerreros sagrados salidos directamente del infierno. Van desnudos, carentes de armadura, tan sólo cubiertos por pieles de animales. Unos, los bersekir, son los hombres oso; otros, los ulfhednar, los hombres lobo. Profieren escalofriantes alaridos, las armas no les hieren ya penas son humanos. Enloquecidos y demoníacos, avanzan en pequeños racimos por el campo de batalla arrasándolo todo. Un ululante puñado de estos diablos está justamente ahora frente al Duque, que alza la maza y la descarga contra la criatura más cercana; el bersekir da un paso atrás pero no se desploma, como hubiera debido hacerlo por la horrorosa herida que ahora se abre en su pecho. Puño de Hierro contempla los ojos del guerrero diablo: encendidos como carbones, alucinados. Se cuenta que, antes de la batalla, los bersekir danzan en torno al fuego y se atiborran de bebedizos mágicos.

Los soldados del Duque caen a sus pies como espigas cortadas. Los hombres bestia están envolviendo a Puño de Hierro, que presiente su fin. De pronto, su hombro choca contra otro hombro con un rechinar de metales. Puño de Hierro vuelve la cabeza: junto a él está el Caballero de la Rosa. Son los dos únicos sajones que quedan en pie en ese rincón del campo de batalla, rodeados por los turbulentos bersekir. Durante un tiempo legendario e interminable, los dos caballeros luchan desesperadamente por su vida contra los demonios: espalda contra espalda, como luchaban las parejas de enamorados en la mítica e invencible cohorte sagrada tebana. Espalda contra espalda, pues, y redoblando sus esfuerzos porque la defensa del uno implica la del otro, el Duque y el bastardo consiguen mantener a raya a las criaturas del inframundo. Hasta que al fin, cuando ya creen que no van a poder resistir por mucho tiempo, los hombres bestia dan media vuelta y desaparecen de repente: llegan tropas del Rey para reforzar el colapsado flanco izquierdo. Los hermanastros han salvado la vida.

En realidad, han salvado algo más. Heridos como están y cubiertos de sangre, ambos sienten menos dolor del que sentían antes. Dice Harris, o Chrétien, que no tienen que hablarse: los dos saben muy bien lo que han de hacer.

Terminada la campaña contra Thorkell, los hermanastros regresan al ducado. Nada más llegar al palacio derriban con grandes mazas la puerta tapiada de la torre de Gwenell. Por el agujero sale un olor inmundo; y luego, arrastrándose, cubierta de excrementos, envuelta en la sucísima maraña de su cabellera, aparece Gwenell. Que ya no es Gwenell, sino una criatura infernal, un demonio patético con los mismos ojos alucinados que el bersekir vikingo.

Jadea y ulula esa cosa espantosa, perdida la razón y mostrando un terror indescriptible. Entonces el Caballero de la Rosa y Puño de Hierro toman a la vez la misma decisión: desenvainan las espadas y atraviesan el pobre y retorcido cuerpo de la mujer, matándola en el acto. Como quien sacrifica a un perro agonizante para que no sufra.

Después, mandan lavar, adecentar y vestir con sedas finas el cadáver. Velan la muerte de su muerta durante tres días, sin comer, sin dormir y sin beber, arrancándose a tirones el pelo de la cabeza, haciéndose largos tajos con los puñales en brazos y mejillas. Luego la entierran, ordenan revestir los muros del palacio con lienzos negros y se retira cada uno a una torre. Cumplen allí la pena que les ha impuesto el confesor, siete años sin abandonar sus aposentos, rezando y meditando, no conociendo hembra, comiendo frugalmente. Hasta que al cabo salen de su encierro, hombres maduros ya, con el pelo canoso y la mirada un poco lagrimeante, mucho más delgados, perdida su musculatura de guerreros. Cenan Edmundo y Gaon por primera y última vez en la gran sala; deciden que Edmundo se hará cargo de un pequeño señorío que el Duque le cede y que Gaon se quedará en el castillo de Aubrey; y al día siguiente se separan para siempre los dos hermanos, camino del resto de sus vidas.

Zarza todavía no había decidido si añadir o no esta segunda versión en su edición de El Caballero de la Rosa .

Volvió a casa de Urbano de manera instintiva, sin pararse a pensarlo. Estaba agotada y el cansancio parecía actuar sobre ella como una droga relajante, produciéndole una sensación de tranquilidad casi narcótica, un desapego de las cosas enfermizo, semejante al de una persona que se está desangrando. Pulsó el portero automático y Urbano contestó enseguida, como si hubiera pasado la noche al lado del aparato. Cuando llegó al segundo piso, el hombre la estaba aguardando con la puerta abierta: vio su gesto tenso, su cara expectante, y toda la calma de Zarza desapareció bajo un súbito arrebato de furor.

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