– Pero entonces, ¿qué pretendes? ¿Qué es lo que quieres de mí? -se desesperó Zarza.
– Quiero que sufras -dijo él. Y colgó.
Lo primero que hizo Zarza al cortarse la comunicación fue arrojar el móvil a la papelera más cercana. Tiró el aparato sin más, sin siquiera apagarlo; y por un instante le regocijó el fugaz pensamiento de que su hermano volviera a telefonear y de que su llamada sonara inútilmente entre basuras. Luego Zarza paró un taxi y le dio al conductor una dirección de la que ella misma se asombró. Eran las nueve de la noche y apenas si había tráfico. Se notaba la resaca de enero, el fatigado desaliento del final de las fiestas. Una ligera bruma se adhería al asfalto húmedo, como el vaho del sudor a la piel de una bestia. Todavía no habían retirado las iluminaciones navideñas; centenares de bombillas apagadas colgaban de cadenetas zarandeadas por el viento, produciendo una sensación lúgubre y marchita.
– Es ahí. En la esquina.
Pagó y se bajó, y mientras el taxi desaparecía Zarza se detuvo a contemplar la casa desde fuera. Había luz en las ventanas del primer piso, las que correspondían a la vivienda. Miró el portal: para su fortuna, estaba abierto. Subió las escaleras a pie con la boca seca por la ansiedad y el pulso latiéndole en las sienes, un doloroso redoble de jaqueca. Llegó ante la puerta y, aspirando una bocanada profunda de aire, pulsó el timbre. El sonido de la campanilla la sobresaltó; entonces, y sólo entonces, se le ocurrió que tal vez abriera una mujer. Pero no. Abrió él. Abrió Urbano.
– Tú… exclamó, -en voz baja, encogiéndose un poco sobre sí mismo, como si Zarza hubiera hecho ademán de golpearle.
Luego se quedó mirándola, paralizado, pálido. Tan grande como siempre, con rodales de canas en el pelo a cepillo. Los hombros redondos y rotundos, las manazas inertes a ambos lados del cuerpo, la cara avejentada. Ahora tenía una red de arrugas en los ojos y las densas mejillas parecían haber perdido algo de su espesor. Estaba más delgado: la carne le colgaba del poderoso esqueleto como ropa colgando de una cuerda. Una larga cicatriz partía su ceja derecha y le cruzaba la frente. Probablemente un producto de mis golpes, pensó Zarza. Qué hago aquí, se dijo; es un horror, soy un horror, tengo que irme. Pero en vez de marcharse extendió la mano hacia la frente lesionada de Urbano. El hombre se echó para atrás, evitando el contacto. Zarza retiró el brazo.
– Perdona. Perdona. Es mía, ¿verdad? Quiero decir, esculpa mía, ¿no? La cicatriz. La herida.
Urbano la miraba sin pestañear.
– ¿Qué quieres? -dijo al fin el carpintero. La voz parecía salirle de los talones, estrangulada y seca-. ¿A qué has venido?
– No sé. No lo sé. Supongo que a pedirte perdón. Tenía que verte. Lo siento tanto, Urbano. Lo siento tanto. Eres lo único bueno que me ha pasado en la vida.
El hombre cerró los ojos un instante con expresión dolorida. Zarza lo entendió muy bien: sabia que los sentimientos de afecto pueden producir heridas mucho más profundas y lacerantes que un hierro al rojo vivo. Luego él volvió a clavar la mirada en ella sin mover un músculo. A los pocos segundos, Zarza no pudo más.
– Lo siento. No debí venir. Adiós -farfulló, aturullada, dando media vuelta para irse.
La voz de Urbano la detuvo al borde de las escaleras.
– ¡No! Espera… Espera. Ven. Entra.
El carpintero echó a un lado su lento corpachón y la dejó pasar. Curiosamente, la casa conservaba un aspecto muy parecido al que antes tenía; seguía siendo un entorno limpio y arreglado. Urbano poseía ese don para ordenarlas cosas propio de los buenos trabajadores manuales. Los dos se dirigieron de manera automática a los sofás colocados en ángulo. Antes siempre se sentaban ahí: Urbano en el que quedaba más cerca de la puerta, Zarza en el otro. Ocuparon sus antiguos lugares sin pensar y luego se observaron disimuladamente el uno al otro. Zarza estaba sentada en el borde del mueble, como a punto de levantarse e irse; Urbano tenía las grandes manos posadas en las rodillas, como quien está en la sala de espera del dentista. Zarza soltó una risita nerviosa, aunque en realidad sintiera ganas de llorar. Pero llevaba tantos años sin hacerlo que se le había olvidado la mecánica.
– Te has puesto el diente -dijo Urbano en tono quedo.
– Sí, ejem… -carraspeó Zarza-. Cuando salí de la cárcel.
– Estás guapa. Estás mucho mejor que antes.
– Tú… tú también. O sea, te veo bien -dijo Zarza.
Y era verdad. El tiempo y las arrugas habían dulcificado los rasgos un poco brutales de Urbano. El carpintero suspiró, se frotó los ojos y estiró hacia el techo sus brazos descomunales. Cuando terminó su rutina de desperezamiento parecía otro. Era como si se hubiera rendido a las circunstancias.
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó, poniéndose en pie.
– No… no, no gracias -contestó Zarza, todavía envarada.
– Yo estaba a punto de prepararme algo para cenar. Ven a la cocina. Haré cualquier cosa.
Zarza se levantó y le siguió, alelada. Urbano empezó a trastear entre los muebles. Cortó jamón de una paletilla envuelta en papel de plata, abrió una lata de paté, sacó quesos y fruta, descorchó una botella de Rioja.
– Siéntate.
Zarza obedeció y se sentó a la mesa de la cocina. Así desayunaban juntos, años atrás.
– Come.
Zarza obedeció y empezó a comer. Acababa de descubrir que tenía mucha hambre. Masticaron en silencio durante unos minutos.
– Tienes muy buen aspecto -repitió al fin Urbano.
– Estoy limpia, si es eso lo que quieres saber. Hace siete años ya. Desde que entré en la cárcel.
– ¿Cuánto estuviste dentro?
– Dos años y cinco meses.
– ¿Murió aquel chico? El guardia del banco.
– No.
– Menos mal.
– Se quedó paralítico. La bala le tocó la columna vertebral al salir.
– Mala suerte.
Zarza resopló:
– Sí. Muy mala suerte.
Se callaron de nuevo.
– Pero por lo menos tú estás bien…, ¿o no? -aventuró Zarza con un hilo de voz.
Urbano se tocó la cicatriz de la frente.
– Si, estoy bien.
– Perdóname. Perdóname. Perdóname -musitó ella-. Hice cosas horribles. Contigo y… Cosas horribles.
Urbano agitó la manaza en el aire.
– Déjalo. No quiero hablar de eso.
– Qué bueno eres conmigo -se acongojó Zarza.
– ¡No vuelvas a decirme que soy bueno! -rugió el carpintero-. No soy bueno. No hago esto porque sea bueno. Soy débil contigo, eso es lo que pasa. Debería haber escuchado tus disculpas ahí, en el descansillo, y haberte dicho que sí, que muy bien, que vale, y luego haberte cerrado la puerta en las narices. Eso es lo que tenía que haber hecho, eso es lo que me hubiera gustado poder hacer. Pero no puedo. Me das miedo. Me das miedo porque sé que puedes hacerme mucho daño. Pero pasan siete años, vuelves a aparecer salida de la nada y yo no soy capaz de cerrarte la puerta en las narices. Soy un imbécil.
– Lo siento…
– ¡Y tampoco me digas más veces que lo sientes! Creo que me merezco lo que me pase… -gruñó Urbano.
– No te va a pasar nada, porque me voy… -dijo Zarza, levantándose de la mesa.
– ¡Siéntate! Por favor. Por favor, siéntate -dijo él, suavizando la voz-. En realidad…, en realidad me alegro de verte, ¿quieres creerlo? Estoy así de loco.
– Yo también.
– ¿Tú también, qué?
– Yo también estoy loca…, y también estoy contenta de verte.
Y esa frase dibujó una sonrisa en la cara de Urbano, una pequeña mueca feliz y boba que el carpintero no pudo reprimir y de la que se arrepintió inmediatamente.
– Bueno, cuéntame. Qué ha sido de tu vida, y de Nicolás, y de Miguel… -preguntó, para disimular, en tono seco y expeditivo, como el administrativo que rellena un impreso.
– Trabajo en una editorial. Me encargo con otra chica de una colección de Historia. Ahora estoy preparando un texto hermoso y terrible de Chrétien de Troyes. Trabajo sobre todo con libros medievales.
– Qué suerte. Siempre te gustaron.
– Vivo sola. A menudo voy a ver a Miguel, que está internado en una residencia para gente como él. Creo que está bien. Por lo demás, no tengo amigos. Me alegro de no tener amigos. Vivo como un monje de la Edad Media. Me basta mi trabajo. Estoy tranquila.
Urbano frunció el ceño y clavó en ella sus hundidos y tristones ojos color uva. Reflexionó durante unos instantes. Casi parecía escucharse la lenta y firme mecánica de su cerebro.
– Si estás tan tranquila, ¿para qué has venido?
Zarza tosió brevemente para disimular el nudo que le apretaba la garganta, compuesto de emoción, o de miedo, o de rabia.
– Ya te he dicho que no sé bien por qué he venido. Y es verdad, no lo sé -contestó con ira contenida-. Pero tienes razón, no estoy tan tranquila. Ha aparecido Nicolás, y me amenaza. Ha salido de la cárcel. Me llamó esta mañana a casa y desde entonces estoy huyendo de él. Me persigue y quiere vengarse.
– ¿Vengarse de qué? -preguntó Urbano.
– Le denuncié a la policía. Después de lo del banco. Pero no fue por lo del banco… Fue por… Bueno, no quiero hablar de eso -dijo Zarza roncamente sintiendo que le faltaba la respiración.
Urbano calló.
– ¡No me mires así! -gruñó Zarza-. Te contesto porque me has preguntado, pero no he venido aquí buscando tu ayuda. ¿Me has oído? Como se te ocurra pensar algo parecido me marcho.
Urbano siguió en silencio.
– Y tú ¿qué has hecho en todo este tiempo? -preguntó Zarza al cabo con esfuerzo, intentando calmarse y salir de la jaula de sus pensamientos.
– Nada. Yo nunca hago mucho, ya lo sabes. Todo ha seguido igual. El taller, los trabajos de restauración con el anticuario… Soy un hombre aburrido.
– No digas eso.
– Estoy seguro de que lo piensas. Lo piensa todo el mundo, incluso yo.
– No eres aburrido. De verdad.
– Por cierto, tengo una historia que contarte. La leí no sé dónde hace varios años, quizá tres o cuatro. Y me quedé pensando en que te interesaría conocerla. Es una cosa medieval de esas de las tuyas… Ya ves, la he guardado en la memoria todo este tiempo para ti. Como si te hubiera estado esperando. Pero no te esperaba, te lo aseguro. No quería volver a verte.
– Te creo.
– Pues es la historia de una mujer, de una gran maga. Vivió a finales del siglo XII en Francia, no recuerdo bien dónde. Esta mujer era muy famosa por su sabiduría. Conocía todas las plantas del campo y de los montes, todos los remedios para sanar a hombres y animales. Pero lo que más me gusta de este cuento, que no es un cuento, porque sucedió de verdad, es que la mujer vivía en las afueras de una ciudad, en una casucha miserable. De hecho, no era ni siquiera una casa, sino un viejo corralón para ganado, con paredes de adobe y techo de paja, y sin más luz que la que entraba por la puerta, porque no tenía ventanas. Y todo el mundo pensaba que la maga habitaba en una cochiquera, en un sitio inmundo, porque no sabían que el interior del lugar estaba encalado, y que todos los muros se encontraban cubiertos de unas pinturas maravillosas, de unos frescos que representaban jardines estupendos, salones fantásticos, colgaduras de terciopelo, muebles incrustados de madreperla y oro. Y las pinturas estaban tan bien hechas, que toda esa magnificencia parecía más real que la realidad. De manera que los que venían a ver a la maga, y la encontraban a oscuras en su casa, pensaban que la mujer vivía en la cochambre; pero cuando ella se quedaba sola y encendía sus lámparas de aceite, en realidad estaba en el palacio más bello y más lujoso de la Tierra. ¿Te das cuenta? Basta con poner un poco de voluntad y con saber mirar para que el mundo se convierta en otra cosa. Esa mujer lo hacía y por eso era una maga. No porque supiera curar a las personas, sino porque sabía salvarse de la fealdad.