¿Sabe el traidor que es un traidor? El traidor siempre puede alegar, en la traición, un motivo imperioso y suficiente. Como el riesgo a perder la vida o el miedo insuperable. O, por el contrario, el convencimiento de que al traicionar está contribuyendo a un bien superior. En realidad, la palabra traición es muy traidora: basta con girar levemente el punto de vista para que el contenido cambie por completo, como las rosas movedizas de los caleidoscopios. Quien se aparta de nuestras ideas y se va con nuestros oponentes es un traidor, pero los enemigos dirán de él que ha evolucionado felizmente y se ha enmendado. Aunque hay un mundo elemental, un territorio descamado de primeras necesidades y primeras muertes, en donde no existen estas confusiones relativistas y todos parecen conocer lo que es un traidor y qué suerte merece. Ya lo decía el Duque: al chivato le cortaban la lengua y luego se la metían por el culo. Pero hay muchas clases de traiciones y no todas se cometen hablando.
Cuando fue a buscar a su hermano subnormal al cochambroso apartamento que habían compartido, Zarza sintió que traicionaba a Nicolás, porque por primera vez estaba dispuesta a dejar atrás a su gemelo y a salvarse ella sola. Claro que podría argumentarse que era una cuestión de primera necesidad. Respirar y seguir. No mirar hacia atrás y continuar andando. Zarza había aprendido que, a menudo, la única diferencia entre los que se salvaban y los que sucumbían era que los primeros habían sido capaces de dar un paso hacia adelante. Con un paso bastaba. A fin de cuentas, todo viaje, incluso el más largo, no es sino una suma de pequeños pasos.
De manera que Zarza fue con el carpintero a su anterior domicilio, un cuchitril terminal y lleno de mugre en una de las callejas del centro de la ciudad, el piso de alquiler más miserable dentro de la escala descendente de pisos miserables que habían ido recorriendo en brazos de la Blanca. Y una vez en el portal le imploró a Urbano que la dejara sola, «-por favor, por favor, tú espérame aquí, esto tengo que hacerlo por mi cuenta, ten confianza en mi.»Tanto le suplicó, y parecía tan importante para ella, que al final el hombre dijo que si y se quedó en la calle, los pies movedizos y el carnoso ceño apelotonado, tan inquieto y receloso como un buey apartado del rebaño, mientras Zarza subía los seis pisos andando, porque el ascensor llevaba meses roto; y abría con su llave, y encontraba a Miguel sentado debajo de la mesa de la cocina, lleno de costras de suciedad y muerto de hambre. No pudo bañarlo, porque la bombona de butano estaba vacía; pero lo adecentó como pudo con el pico mojado de una toalla y le cambió las ropas por otras medio limpias; luego metió unas cuantas cosas de Miguel y de ella misma en un par de bolsas y bajó con su hermano por la escalera hasta toparse con Urbano, que, impaciente y angustiado por la espera, había ido subiendo peldaño a peldaño hasta el tercer piso, como el perro incapaz de aguardar a su amo sin moverse.
De modo que regresaron los tres a casa del carpintero y la vida siguió igual, pequeña y plácida, o por lo menos muchas personas la hubieran considerado así, una existencia tranquila y agradable. Hablaban poco, porque Urbano era un hombre silencioso; pero veían la televisión, y paseaban, y leían, mientras Miguel jugaba con su eterno cubo de Rubik, dando vueltas y más vueltas al caos de colorines. Sin embargo, Zarza comenzaba a ponerse nerviosa; y más de un día, mientras Urbano trabajaba en el taller, Zarza se fue de casa.
– Ya sabes que no quiero que salgas sola -refunfuñaba el carpintero.
– ¿Pero qué pasa? ¿Eres un califa reencarnado? ¿Te crees que me puedes encerrar en un harén? -contestó un día Zarza con aspereza.
– No es eso, no es eso -dijo Urbano, amainando el tono y con una expresión de dolorida duda en sus ojos hundidos-. No lo digo por eso y tú lo sabes… Es que no sé si… No sé si estás lo suficientemente bien como para poder salir sola sin peligro…
– ¡Qué tontería tan grande! -se fue creciendo ella-.¿Pero es que tú te crees que puedo pasarme la vida aquí encerrada preparándote la cena? Necesito salir, buscarme un trabajo, hacer otras cosas. Pero, claro, tú eres demasiado bruto para entenderlo…
A partir de entonces todo fue a peor, porque cuando uno pierde la mínima distancia de respeto luego es fácil dejarse resbalar ladera abajo. Día tras día se agriaban las palabras y los modos de Zarza, como si la recia y silenciosa paciencia del hombre excitara su crueldad. «-Eres un animal, eres una bestia, no tienes ni sentimientos ni cerebro», le escupía Zarza. Luego, al cabo de unas horas, siempre iba a pedirle perdón. «-Perdóname, Urbano, no pienso lo que digo. Yo sí que soy una bruta, no sé lo que me ocurre. Bueno, si lo sé, es que pasarme el día encerrada me pone de los nervios. Creo que debería empezar a llevar una vida normal. Lo más normal posible, ¿no te parece? Eres tan bueno, Urbano, eres tan bueno.»
Cuando la oía decir eso el hombre apretaba los labios y se sentía enfermo, porque ese "eres tan bueno" sonaba en sus oídos como el peor de los insultos. El más definitivo, el más irreversible, el que le inhabilitaba como pareja.«-No soy bueno gruñía entonces, escocido y arisco.» Y Zarza, en su ignorancia, creía que el carpintero se había emocionado con sus palabras. De modo que, para culminar la ceremonia del perdón, a menudo solía arrastrarle después a la cama y hacia el amor con él, muy profesional, diciéndole guarradas a la oreja y fingiendo entusiasmo. Ardientes mentiras de las que no se sentía avergonzada sino casi orgullosa, porque no las hacia contra él, sino para obsequiarlo. Pero al poco rato recomenzaban los insultos, los desprecios; Zarza se escapaba de casa y desaparecía durante horas, en ocasiones con Miguel, casi siempre sola, y salir a menudo no parecía dulcificar su humor, sino lo contrario. Las cosas continuaron así, cada día un poco peor, durante algunas semanas. Lo que Urbano no sabía era que, aquella tarde en que fueron a buscar a Miguel, había sucedido algo definitivo. Sí, en efecto, ella había subido a pie los seis pisos de la casa, y abierto la puerta con su llave, y descubierto a Miguel debajo de la mesa de la cocina, asustado y mugriento; pero también, como era por otra parte previsible, había encontrado allí a su gemelo. Hubo muy pocos gestos entre ellos, una escueta economía de dolor y palabras. El primer saludo de Nicolás fue un bofetón: sus dedos se marcaron en rojo ruboroso en la pálida mejilla de su hermana. Pero luego se abrazaron con desesperación, se besaron con hambre y lloraron un rato con apaciguada congoja, porque al volver a verse se supieron perdidos pero experimentaron el consuelo de perderse juntos. Por último, Nicolás le regaló una dosis que ella se tomó después, aquella noche. Nico metió de nuevo a Zarza en el amplio regazo de la Blanca y fue como si nunca lo hubiera abandonado.
Y lo que nadie sabe es la auténtica razón por la que Zarza regresó a su antiguo piso: si fue de verdad para rescatar a Miguel o si, por el contrario, lo que pretendía era reencontrarse con Nicolás. Incluso puede ser que, en realidad, Zarza no estuviera buscando ni a Miguel ni a Nico, sino a la Reina, porque fuera de los brazos de la Blanca el mundo parece sin sangre y sin oxigeno, un universo insoportable en blanco y negro. La Reina te mata pero sin la Reina no deseas vivir, y muchas veces no hay otra solución que correr y correr cada vez más deprisa, galopar hasta el abismo y estrellarse. Zarza había aprendido que, a menudo, la única diferencia entre los que se salvaban y los que sucumbían era que los segundos habían dado un mal paso. Bastaba con uno solo. El camino al infierno está hecho de pequeños tropezones.
De manera que todo había vuelto a empezar, y Zarza estaba viendo a Nicolás y frecuentando a la Reina. Era una situación que no podía durar y no duró. Una mañana, Urbano bajó al taller a trabajar y dejó su cartera en el dormitorio. Zarza corrió a cogerla: no era la primera vez que le robaba. Abrió el ajado monedero y encontró doce billetes de diez mil. Un pequeño tesoro. Estaba dudando Zarza sobre cuántos billetes tomar y cuántos dejar para que la sustracción no fuera demasiado evidente, cuando sintió una vibración del aire sobre la nuca. Dio media vuelta y se encontró cara a cara con Urbano; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y un gesto impenetrable y estatuario. Permanecieron silenciosos durante unos segundos.
– ¿Y ahora, qué? -dijo al fin Urbano.
Ahora Zarza le odiaba y se odiaba.
– Deja ese billetero donde estaba -ordenó el hombre-. Ya me había dado cuenta de que me robabas. Estás otra vez metida, ¿verdad? ¿Cómo ha sucedido?
No sonaba enfadado sino triste, y esto enfurecía aún más a Zarza.
– ¿Quién te crees que eres tú? -gritó ella-. ¿Quién te crees que eres tú para mirarme tan listo y tan seguro de todo desde ahí arriba?
– Sólo quiero ayudarte -musitó Urbano, palideciendo-. Sólo quiero ayudarte. No te preocupes, Zarza. Ten un poco de valor. Saldremos de esto.
Pero, ¿por qué no le gritaba? ¿Por qué no la pegaba? ¿Cómo podía ser tan asquerosamente bueno? Zarza le arrojó la cartera a la cara. El billetero dio en la mejilla de Urbano y luego cayó al suelo. El hombre se agachó a recogerlo, un tipo grande que doblaba su maciza anatomía con torpeza. El primer golpe le hirió en lo alto de la cabeza, derrumbándole de bruces en el suelo. Intentó levantarse y otros dos mazazos, en la espalda y la nuca, le derribaron. Ya no se movía, pero Zarza seguía machacando el cuerpo inerte en un paroxismo de violencia. Al cabo, su propio agotamiento la detuvo. Se miró las manos, jadeante, y vio que aún sostenía el pie de la lámpara de la mesilla, ese hermoso pie de madera torneada que Urbano había fabricado para ella. Goteaba sangre y Zarza lo soltó, horrorizada. En el suelo, el hombre no era más que un cuerpo roto. Un ruido extraño, un lastimoso hipido, sacó a Zarza de su estupor: en el quicio de la puerta estaba Miguel, pálido y tembloroso. Hacía bascular su peso de una pierna a la otra y se golpeaba desmañadamente los ojos con las manos abiertas, como si quisiera no ver. Pero veía. Zarza se agachó, recogió el billetero y agarró a su hermano por un brazo. El muchacho chilló como una gaviota.
– ¡Déjate de tonterías! Tenemos que irnos -gritó Zarza.
Y salió a toda prisa de la casa arrastrando tras de sí al trémulo Miguel, que iba dando tropezones y repitiendo la palabra cama para sí, «cama-cama-cama», como en una letanía o un conjuro, quién sabe si añorando el urgente refugio de su lecho, «cama-cama», o tal vez intentando convencer a la realidad de que no era real, de que todos estaban acostados y lo que acababa de suceder era un mal sueño.