Esa noche, Puño de Hierro organiza un banquete, y ríe a carcajadas, y bebe, y habla a grandes gritos, y se lleva un par de mujeres a su cama. A la mañana siguiente, el Duque se baña en el torrente helado y luego se viste con sus mejores ropas. Cruza el campamento, llega a la tienda del enfermo, entra en ella como un remolino de aire frío. El Caballero de la Rosa se incorpora dificultosamente sobre un codo, muy pálido aún, muy desmejorado, con el pecho vendado y el perfil filoso. Se contemplan los dos sin decir ni palabra; el silencio es más violento que un insulto. Entonces Puño de Hierro desenfunda su cuchillo de gala, una hoja de acero fina y bien templada con una empuñadura guarnecida de perlas.
«-Ya te he pagado la vida que te debía -dice el Duque.»
Y, con un movimiento rápido y preciso, se corta el ojo derecho por la mitad. Como una hoz partiendo requesón, dice Chrétien.
«-Y con esto he pagado por tu ojo -añade, impávido, con la voz apenas algo más ronca-. Ya no debo nada. La próxima vez te mataré.»
No dice más Puño de Hierro y abandona la tienda. Poco después, el Caballero de la Rosa, todavía muy débil, es puesto en el camino con un par de caballos y provisiones.
Conjetura el eminente Jacques Le Goff que esta extraña leyenda no debió de ser del gusto de Edmundo Glasser, IX duque de Aubrey, y que tal vez fuera por eso por lo que el texto jamás se dio a conocer. Incluso puede que Chrétien de Troyes cayera en desgracia con su benefactor y que tuviera que salir corriendo de Cornualles, tras haber confiado su manuscrito a un monje amigo. O puede que fuera el propio Duque quien, insatisfecho con esta historia sombría, enterrara la obra en el monasterio, que a la sazón estaba dentro de sus propiedades.
Sea como fuere, ya nos queda muy poco para el final; pues, aunque Chrétien asegura que tras aquel encuentro todavía transcurren muchos años, apenas si dedica un puñado de líneas a describirlos. Tan sólo dice que tanto Puño de Hierro como el Caballero de la Rosa tardan algún tiempo en curar del todo sus heridas, y que después regresan a sus batallas. Pero ahora, mientras guerrean, intentan dirigir sus pasos hacia la región en donde piensan que pueden encontrar al hermanastro. Así, buscándose el uno al otro, recorren sin fruto los caminos. Y envejecen.
Un atardecer, cuando la edad ya les pesa en el pecho y las canas empiezan a brillar en sus cabezas, ambos gentiles hombres consiguen reunirse. El Duque acaba de llegara su castillo, en donde piensa permanecer unas semanas. Pero antes de que termine de instalarse, y siguiéndole los pasos, aparece el Caballero de la Rosa. Puño de Hierro, sin recibirlo, ordena que lo atiendan, que le den de comer opíparamente, que le preparen el mejor aposento. Así se hace, mientras los cortesanos hierven de susurros, embargados por la expectación de lo inminente. Nadie duerme aquella noche en el castillo, salvo los hermanastros.
Al despuntar el alba ya se encuentran los dos en el patio de armas. Ambos tienen puestas sus armaduras completas, unos espléndidos equipos de combate. Puño de Hierro lleva espada y maza; el Caballero de la Rosa, lanza corta y espada. Siguen siendo igual de altos, Puño de Hierro algo más corpulento. Se miran el uno al otro, rodeados a prudente distancia por una muchedumbre silenciosa. Pasan los minutos sin que nada se escuche, sin que nada se mueva, mientras el sol asciende por la curva del cielo y empieza a lamer el patio. Entonces, cuando el charco de luz alcanza la base de la torre, se oye algo parecido a un lúgubre redoble: es Gwenell la fantasmal, la prisionera, que golpea allá arriba, en las tinieblas, las paredes de su bárbara mazmorra. En ese mismo instante, los hermanastros se bajan la celada y comienza la lucha.
Combaten como leones durante todo el día, asegura Chrétien, con la típica hipérbole de este tipo de relatos caballerescos. Se golpean y acuchillan hora tras hora, y a la caída de la tarde son dos hombres de hierro muy abollados y cubiertos por ese barrillo pegajoso que se forma al mezclar el polvo con la sangre. Llega un momento en que apenas si tienen fuerzas para mantenerse en pie. Apoyados en las espadas, acezantes, se observan el uno al otro desde el infinito cansancio de sus vidas. Entonces arrojan las armas al suelo, se acercan tambaleantes, se funden en un abrazo desesperado.
Los prestigiosos maestros armeros de Cornualles habían introducido una curiosa innovación en las armaduras de combate: en vez de dotarlas de un ristre normal, esto es, de ese hierro situado en el peto, sobre la tetilla derecha, en el que se afianzaba el cabo de la lanza, habían afilado la pieza hasta convertirla en un pincho largo y agudísimo, que podía utilizarse como arma defensiva en el cuerpo a cuerpo.
El Caballero de la Rosa y Puño de Hierro, nos cuenta Chrétien, llevaban en sus corazas este ristre mortífero. Por eso, cuando los hermanastros se ciñen y se estrechan mutuamente, van apretando los punzones, que atraviesan primero el peto, y luego el sudado y ensangrentado jubón, y después rasgan la piel, y por último se entierran en la carne, justo en el pecho izquierdo. Los dos hermanastros igual de altos, los dos como gemelos, los dos partiéndose el corazón, el uno al otro, en el definitivo abrazo de la muerte.
Cuando Zarza llegó a Rosas 29 eran las 18:20 y las farolas de la calle acababan de encenderse. El cielo se hinchaba despejado de nubes y tenía ese tono azul profundo y casi sólido de los atardeceres invernales. Hacía mucho más frío que por la mañana y los escasos peatones caminaban deprisa, arrebujados en los cuellos de sus abrigos y con los faldones aleteando al viento. El barrio había cambiado bastante desde la infancia de Zarza. Antes era una zona únicamente residencial, de hotelitos aislados y ajardinados. Ahora habían construido algunos bloques bajos de apartamentos de lujo y un centro comercial con restaurantes y boutiques.
Hacía muchos años que Zarza no volvía por allí y la visión de la casa familiar le produjo una impresión que no se esperaba, un desagradable escozor de herida mal curada. El lugar seguía igual, aunque envejecido y deteriorado, con ese aspecto de desgracia que poseen las casas que permanecen cerradas durante mucho tiempo: todas parecen haber sido el escenario de un antiguo dolor. Zarza dio cautelosamente la vuelta a la propiedad; el seto de arizónica se había secado por completo y ahora era un laberinto de ramas marchitas tomadas por un ejército de arañas. El murete estaba desconchado y el cemento se deshacía como miga blanda entre los dedos. Y al portón de hierro apenas si le quedaban unas pocas escamas de la pintura verde original; lo demás era metal podrido y oxidado. No parecía que hubiera entrado nadie por la puerta del jardín desde hacía mucho: también la cerradura tenía telarañas. Y lo que se atisbaba de la casa, por entre las veladuras del seto seco, ofrecía esa misma sensación de completo abandono. Después de todo, era posible que Nicolás no estuviera allí.
Abrir la cancela, aun teniendo la llave, fue muy difícil; después de muchos forcejeos, tan sólo consiguió desplazaría unos pocos centímetros. Tuvo que quitarse el chaquetón para poder pasar por el angosto hueco y, una vez dentro, le fue imposible volver a cerrar. Era como si la hoja se hubiera clavado en el suelo. «También la cancela se ha rendido, -pensó Zarza-». Encallada y descolgada de su marco, era un destrozo más para sumar a las otras ruinas. Zarza tomó aire, sacó la pistola del bolso, comprobó que el seguro seguía puesto y avanzó blandiendo timoratamente el arma. Dio una vuelta por el jardín a la luz del día que sea pagaba. Donde antes hubo césped, ahora había una tierra resquebrajada y seca salpicada de rodales de malas hierbas. Los árboles, aunque alicaídos y medio enfermos, habían sobrevivido casi todos; el castaño, el abedul, los arces… La piscina, vacía y agrietada, parecía un basurero. Zarza se asomó con cautela por el borde: hojas podridas, charcos de agua negra y repugnante, plásticos, papeles de periódico, un zapato de hombre tan retorcido que al principio lo confundió con una raíz, los restos de un sofá azul con la mitad del armazón al aire. El sofá del despacho de papá. Zarza se volvió hacia la casa; las puertas correderas del despacho estaban cegadas por las viejas persianas de madera. Y era evidente que las pesadas y polvorientas lamas habían roto el mecanismo, porque estaban desplomadas y atrancadas en sus rieles. Por ahí tampoco había entrado nadie en muchos años. Zarza respiró hondo, intentando aligerar la opresión que le aplastaba el pecho. El tiempo era una maldita enfermedad; las cosas, libradas a su suerte, eran destrozadas inmediatamente por el furor del tiempo.
Siguió dando la vuelta al chalet y comprobó que todas las ventanas estaban cerradas y con rejas. Lo de las rejas era un añadido reciente: debía de haberlas instalado su hermana para proteger la propiedad. Entonces se le ocurrió que Martina podría haber cambiado también el cerrojo de entrada. Era algo muy posible, y Zarza se maldijo por no haberlo pensado antes. Apretó el paso, convencida de que el lugar estaba vacío y deseosa de probar suerte. Tanteó en la oscuridad del porche; la pistola era un fastidio, pesaba y abultaba en la mano y ahora entorpecía además la acción de abrir. La depositó en el suelo, entre sus pies, y luego volvió a localizar a ciegas la cerradura e introdujo la delgada y larga llave en el agujero. Funcionó. Recogió prudentemente el arma, dio un pequeño empujón y abrió la hoja. Una bocanada de aire rancio le golpeó la cara. Olía a cañerías viejas y humedad. Zarza no había llegado a ver con anterioridad la casa familiar sin muebles, y la desnudez de las habitaciones le pareció impúdica e inquietante, tan desagradable de contemplar como la humillación ajena. Aunque en realidad la casa no estaba del todo vacía y eso empeoraba la situación; en un cuarto quedaba una silla coja, en otro un somier sin colchón, en el de más allá una alfombra polvorienta. Por las ventanas, a través de las rejas, entraba el lejano resplandor anaranjado de las farolas de la calle, tiñendo la penumbra de un fantasmal matiz amarillento. Así, a oscuras y sin amueblar, la casa parecía mucho más grande y casi desconocida. O peor: era un lugar conocido pero deforme, como a menudo sucede con las casas propias cuando se nos cuelan en las pesadillas. Zarza iba de pieza en pieza, aturullada y equivocando a veces el camino, tan distinto y confuso le resultaba todo. Éste era el cuarto de juegos, no, era el comedor de los niños. Y en aquella gran estancia inundada de sombras había estado la habitación de su madre. Parecía increíble que ese espacio ahora vacío y desabrido hubiera sido el escenario de tanto misterio. Recordaba Zarza el sobrecogimiento que siempre experimentaba cuando se acercaba al dormitorio materno: voces en susurros, pasos sigilosos, el ligero tintineo de una cucharilla revolviendo medicinas en un vaso. Y al fondo, arrimado a la pared, el amplísimo lecho, ese templo secreto en donde Zarza fue engendrada, ese blando sepulcro en donde mamá murió, o se suicidó, o fue asesinada. El único lugar en donde su padre había instalado persianas era en su propio despacho; el resto de la casa tenía contraventanas de madera, pero ahora estaban todas abiertas y desencajadas, medio desprendidas de sus goznes; la luz exterior se colaba sin impedimentos por los sucios cristales, marcando el siniestro perfil de los barrotes. La casa era una cárcel. Zarza entró en la sala, grande y rectangular, con una chimenea de mármol en uno de los muros más pequeños. En el hogar había ceniza, astillas, ramas a medio quemar, dos calcetines viejos chamuscados, una lata vacía y manchada de hollín. Recordó borrosamente que, en algún momento de su abandono, la casa había sido asaltada por vagabundos; tal vez Martina hubiera puesto las rejas a raíz de aquello. Y esos extraños habrían comido y dormido allí, ignorantes del pasado del lugar. Ignorantes del rico arroz con leche que preparaba la tata Constanza, que fue la que más duró dentro de la vertiginosa sucesión de criadas, o al menos la única memorable; ignorantes del seco olor a fiebre de mamá, y de las manos frías de papá, y de esa música china que en realidad no era china y que Nico y ella escuchaban protegidos por la mesa del comedor. Que era la misma mesa sobre la que forraban, cada otoño, los libros de texto, ateridos por la tristura del invierno creciente. Esos vagabundos, en fin, se habían metido hasta las entrañas de su infancia, como buitres picoteando una res muerta. Zarza sacudió la cabeza con brusquedad intentando ahuyentar la desagradable imagen y entonces advirtió, con el rabillo del ojo, que algo se movía en la habitación.