– ¿Dónde es eso?
– Ahí señaló el bizco, por aquel corredor de enfrente. Donde están los retretes. Dentro de diez minutos. Si no viene, no viene. Yo doy el aviso y Martillo decide.
Zarza asintió con la cabeza.
– Está bien. Muchas gracias.
El corredor era un pasillo oscuro y estrecho que unía ambos patios. En la mitad del recorrido se encontraban los dos cuartos de baño, para hombres y mujeres, del primitivo centro comercial. La comunidad de vecinos había intentado sellarlos varias veces, pero los habituales de la noche los habían vuelto a abrir a patadas, de modo que las puertas estaban reventadas. En el pasadizo no se veía un alma y una corriente de aire glacial te acuchillaba la espalda. Zarza se arrimó al muro cubierto de pintadas y esperó, cada vez más inquieta y más asustada. Antes devenir aquí había pasado por el banco y sacado todo lo que tenía en su cuenta: 356.000 pesetas. Las llevaba arrugadas en el fondo del bolso, un botín facilísimo para cualquier matón que quisiera asaltaría en ese corredor solitario y siniestro.
Pero lo que verdaderamente le espantaba era la posible llegada de su hermano. Cuando encontró la nota en el parabrisas, Zarza abandonó el auto donde estaba; lo sentía contaminado, impregnado de la presencia de Nicolás, territorio enemigo. Además temía facilitarle las cosas a su perseguidor si continuaba utilizando el coche. A fin de cuentas, Nico no parecía haber tenido ningún problema para localizarla. A partir de ese instante, Zarza se había movido en taxi y, para intentar confundir su rastro, en cada trayecto cambiaba de vehículo y de dirección unas cuantas veces. El dinero se le escapaba rápidamente con tantas subidas y bajadas de bandera, pero esperaba haber podido despistar a Nicolás con semejantes artes. Aunque desde luego no estaba muy segura, porque llevaba a su perseguidor muy dentro de ella y lo sentía tan pegado a sus talones como su sombra. Zarza se arrebujó en su chaquetón y se apretó un poco más contra el áspero muro.
Se habían cubierto con creces los diez minutos de plazo y ya estaba pensando en que Martillo no vendría, cuando oyó un repiqueteo de pasos en el pasillo; el eco golpeaba las paredes heladas con una reverberación casi submarina. Zarza se irguió, poniéndose alerta, y enseguida vio llegar por el corredor a una chica joven y menuda. Una adolescente, casi una niña. Zarza volvió a recostarse en el muro, decepcionada. La muchachita pasó de largo, echándole una ojeada curiosa; pero apenas si se había alejado un par de metros cuando dio media vuelta con rapidez gatuna y regresó hacia Zarza.
– Hola -dijo, mirándola desde abajo, porque era una pizca de persona. Yo soy Martillo.
– ¿Tú? -se asombró Zarza-. ¿Pero qué edad tienes?
– ¿Y a ti qué te importa? -contestó la pequeña con gesto descarado.
Aparentaba trece o catorce años, pero tal vez tuviera más y su menudencia fuera un resultado del raquitismo. Zarza había visto a muchos chicos y chicas parecidos, hijos de las barriadas marginales, con los ojos chinos, como ella, y los párpados espesos y canallas, y la boca gruesa y como hinchada. Tenía un diente partido por la mitad, el pelo negro y largo rapado en las sienes y una anilla de acero perforándole el labio inferior.
– No sé… -dijo Zarza, dudosa-. A lo mejor me estoy equivocando…
La chica escupió al suelo, despectiva:
– Sí… Te estás equivocando, pero ahora… Me parece que te has quedado sin negocio, guapa.
Dicho lo cual dio media vuelta y echó a andar.
– ¡Espera! Espera, Martillo, por favor… -corrió Zarza tras ella.
La chica se detuvo.
– Yo no te he buscado. Tú me buscas a mí gruñó, muy ofendida.
– Lo sé, lo sé…
– Y si yo no te gusto, tú a mí todavía me gustas menos…
– No es eso, no es eso, perdona, Martillo, no tengo absolutamente nada contra ti, es que me había hecho otra idea, soy una estúpida, la culpa es mía. No te vayas, por favor, te necesito…
Martillo la miró con el ceño fruncido y se lamió pensativamente la arandela de acero de su labio.
– Dices que te manda Gumersindo…
– Sí… Me dijo que te dijera que era Gumersindo el de Hortaleza.
– ¿De qué lo conoces?
– Trabajamos juntos hace años en la barra de un bar. En el Desiré. Pero él ya no trabaja ahí, sino en el Hawai.
– ¿Y qué nombre usa? -insistió la otra, aún desconfiada.
– Que yo sepa, todo el mundo le llama Daniel.
La adolescente cabeceó complacida, confirmando los datos.
– Sí. Es un tío legal.
– Gumersindo me ha dicho que tú puedes venderme lo que necesito… -dijo Zarza, aprovechando la buena disposición de la chica.
Martillo se relajó un poco; abrió las piernas y se apoyo sólidamente sobre ellas, como quien va a comenzar una conversación más larga.
– Depende de lo que quieras…
– Depende de lo que vendas…
Martillo la escudriñó un instante, y luego se echó a reír. Una risita pequeña, tentativa.
– Yo vendo bastantes cosas. Y ahora te toca hablar a ti. Habla clarito y alto, para que yo lo entienda…
– Está bien. Ando buscando una pistola. Algo manejable y fácil.
– Tengo de todo. Tengo una Norinco que es una hermosura. Bastante ligera, pero de 9 milímetros. También tengo una Sominova, pero ya sabes que las Sominovas a veces dan problemas, creo que la Norinco te irá mucho mejor, ¿no te parece?
Zarza asintió vagamente, porque no quería evidenciar que no tenía ni idea de lo que la otra le estaba hablando.
– ¿Y cuánto costaría la Norinco?
– Hmmmm… Sólo cincuenta sábanas.
– ¿Cincuenta mil? Es muchísimo.
– Tú estás loca. Es tirado. Y cinco mil más por las balas.
Zarza dudó por un momento sobre la conveniencia de hacer el ridículo intentando regatear y luego se rindió.
– Está bien.
– En el patio de allá hay una hamburguesería. ¿Cuándo puedes conseguir el dinero?
– En veinte minutos. Tengo que ir al cajero mintió Zarza.
– Bueno, pues espérame ahí dentro de veinte minutos -dijo la chica. Y se marchó trotando en la misma dirección en que había venido.
Zarza caminó hasta la hamburguesería, que era un local pequeño y grasiento que apestaba a mantequilla quemada. Estaba vacío, a excepción de una mujer gruesa con la cabeza aureolada por una permanente que podría haber sido hecha en un horno crematorio. La mujer limpiaba desganadamente las mesas de plástico con un viejo estropajo que parecía un pedazo de su cabellera. Zarza se sentó en el rincón más alejado de la puerta.
– ¿Qué va a ser? -masculló la mujer.
– Estoy esperando a alguien. Un café.
– La cafetera está desconectada -dijo la otra con turbia satisfacción.
– Una cerveza.
Lo dijo por decir, porque lo último que quería Zarza era atontarse bebiendo alcohol, ni siquiera la mínima cantidad que había en una caña. La mujer dejó un botellín sin vaso sobre la mesa, pringosa pese a las pasadas del estropajo, y regresó con paso cansino al mostrador. Tomó asiento en un taburete, apoyó el codo en la barra y se quedó mirando hacia la puerta con la barbilla alzada y sin pestañear, con esa melancólica impasibilidad con que los sapos contemplan el crepúsculo. Así pasaron los minutos y se fue para siempre un fragmento de vida.
Martillo llegó al rato, embutida en su chaquetón de cuero artificial y con una caja de zapatos debajo del brazo.
– ¿Tienes la pasta? -dijo, nada más sentarse.
No se había saludado con la mujer y ésta no había hecho el más mínimo ademán de venir hacia ella. Sin duda la chica estaba acostumbrada a solventar sus tratos en ese local.
– Claro -dijo Zarza; y enseñó discretamente el fajo de 55.000 pesetas que había preparado antes de entrar en la hamburguesería.
Martillo, a su vez, levantó la tapa de la caja y entreabrió la toalla raída que envolvía la pistola. Zarza pegó un brinco en el asiento y se puso a mirar a todas partes. La mujer de la cabeza achicharrada seguía petrificada en su rincón, sumida en sus pensamientos o su estulticia.
– ¡Tranquila! -dijo Martillo-. Aquí nunca entra nadie, y ésa está en el ajo. Es un sitio la mar de seguro.
Qué situación tan absurda, pensó Zarza: una traficante niña vendiendo pistolas en una hamburguesería. Un estremecimiento trepó por su espalda; las armas de fuego tenían algo feroz, algo helado y maligno, como si sirvieran de catalizador de los destinos, como si al entrar en contacto con ellas, al tocar sus pesadas y duras culatas, la acción comenzara a precipitarse, a desplomarse hacia su desenlace, hacia un fragor de muertes y de ruinas, hacia algo desbaratador y definitivo. Era como empezar a deshacer el cubo de Rubik: en pocos movimientos estás perdido.
– Está bien -dijo, sobreponiéndose.
Y tendió el dinero a Martillo, que le entregó la caja. La chica contó los billetes con toda tranquilidad, le dio un satisfecho lengüetazo a la anilla de acero de su labio y se guardó la suma en el bolsillo. Luego alzó los ojos y clavó en Zarza una mirada risueña y curiosa.
– ¿Quieres la pistola para matar a tu hombre?
– ¿A ti qué te importa?
Martillo se rió, enseñando su diente roto de ratón.
– Todas las mujeres que vienen a comprar un hierro sin tener ni puta idea de armas lo quieren para matar a su hombre. O para asustarlo.
– ¿Y tú qué sabes si yo sé de armas o no?
– Tranquila, tranquiiiiila… -se burló Martillo, amigable-. Oye, tía, resulta que tengo hambre. ¿Hacen unas hamburguesas?
Zarza pensó por un instante en su estómago, y en que no sentía ganas de comer, y en que sin embargo debería tomar algo. Por qué no aquí, ahora. Mejor con Martillo y en este antro perdido que en cualquier otro lugar, expuesta a la llegada de su perseguidor.
– Por qué no…
– ¡Carmen, dos dobles con beicon y queso! ¡Y unas patatas bravas! -gritó la chica. Luego se volvió hacia Zarza y señaló con la cabeza a la mujer gruesa-. Es una bestia, pero no es mala tía… ¿No te vas a tomar esa birra?
Zarza negó con la cabeza y Martillo la apuró de un trago.
– Dieciséis -dijo después.
– ¿Cómo? -preguntó Zarza.
– Tengo dieciséis años. Y tú no tienes ni puta idea de esto porque no hay ninguna pistola que se llame Sominova, ya ves. Sominova era el nombre de una amiga mía rusa, de Kiev. Una tía legal. Al principio estábamos siempre juntas en el negocio.
– ¿Y qué sucedió con ella?
Martillo se encogió de hombros:
– ¿Tú qué crees? Se murió.