Otros, dice: Que aparte de las meretrices que trabajan en establecimientos (además de Casa Chuchupe hay en la ciudad otros dos del mismo género, aunque, al parecer, de inferior jerarquía) existen en Iquitos gran número de mujeres, apodadas 'lavanderas', que ejercen la vida airada de manera ambulante, ofreciendo sus servicios de casa en casa, de preferencia al oscurecer y al amanecer por ser horas de débil vigilancia policial, o apostándose en distintos lugares a la caza de clientes, como la Plaza 28 de Julio y alrededores del Cementerio. Que por esta razón parece obvio que el SVGPFA no tendrá dificultad alguna en reclutar personal, pues la mano de obra nativa es sobradamente suficiente para sus módicas posibilidades iniciales. Que tanto el personal femenino de Casa Chuchupe, como el de los sitios afines y las 'lavanderas' que operan por su cuenta, tienen protectores masculinos (cafiches o macrós), por lo general individuos de malos antecedentes y algunos con deudas por saldar con la justicia, a quienes están obligadas (muchas lo hacen por motu propio) a entregar parte o la totalidad de sus haberes. Este aspecto del asunto-existencia del cafichazgo o macronería-deberá ser tenido en cuenta por el Servicio de Visitadoras a la hora del reclutamiento del personal, pues es indudable que estos sujetos podrían ser una fuente de problemas. Pero el suscrito sabe bien, desde sus inolvidables tiempos de cadete, que no hay misión que no ofrezca dificultades y que no hay dificultad que no pueda ser vencida con energía, voluntad y trabajo;
Que la regencia y mantenimiento de Casa Chuchupe parecen llevarse a cabo únicamente gracias al esfuerzo de dos personas, la propietaria, Leonor Curinchila, y, cumpliendo funciones que van desde cantinero hasta encargado de la limpieza, un hombrecillo de muy baja estatura, casi enano, edad indefinible y raza mestiza, Juan Rivera, de apodo Chupito, que bromea familiarmente con el personal y al que éste obedece con prontitud y respeto y que es, asimismo, popular entre los clientes. Lo cual hace pensar al suscrito que, según dicho ejemplo, el Servicio de Visitadoras, siempre y cuando sea debidamente estructurado, podría funcionar con un mínimo personal administrativo. Que este reconocimiento de un posible lugar de enganche ha servido al suscrito para formarse una idea general del medio en el que forzosamente ha de obrar y para concebir algunos planes inmediatos, que, apenas ultimados, someterá a la superioridad para su aprobación, perfeccionamiento o rechazo;
7. Que en su afán de adquirir conocimientos científicos más amplios, que le permitan un dominio mejor de la meta por lograr y de la forma de lograrla, el suscrito intentó procurarse, en las bibliotecas y librerías de Iquitos, un stock de libros, folletos y revistas concernientes al tema de las prestaciones que el SVGPFA debe servir, lamentando tener que comunicar a la superioridad que sus esfuerzos han sido casi inútiles, porque en las dos bibliotecas de Iquitos- la Municipal y la del Colegio de los Padres Agustinos-no encontró ningún texto, ni general ni particular, específicamente dedicado al asunto que le interesaba (sexo y afines), pasando más bien unos momentos embarazosos al indagar a este respecto, pues mereció respuestas cortantes de los empleados, y, en el San Agustín, un religioso se permitió incluso faltarle llamándolo inmoral. Tampoco en las tres librerías de la ciudad, la "Lux", la "Rodríguez" y la "Mesía" (hay una cuarta, de los Adventistas del Séptimo Día, donde no valía la pena intentar la averiguación) pudo el suscrito hallar material de calidad; sólo obtuvo, para colmo a precios subidos (recibos 9 y 10) unos manuales insignificantes y fenicios, que responden a los títulos Cómo desarrollar el ímpetu viril, Afrodisíacos y otros secretos del amor, Todo el sexo en veinte lecciones, con los que, modestamente, ha inaugurado la biblioteca del SVGPFA. Que ruega a la superioridad, si lo tiene a bien, se sirva enviarle desde Lima una selección de obras especializadas en todo lo tocante a la actividad sexual, masculina y femenina, de teoría y de práctica, y en especial documentación sobre asuntos de interés básico como enfermedades venéreas, profilaxia sexual, perversiones, etcétera, lo que, sin duda, redundará en beneficio del Servicio de Visitadoras;
8. Para concluir con una anécdota personal algo risueña, a fin de aligerar la materia escabrosa de este parte, el suscrito se permite referir que la visita a Casa Chuchupe se prolongó hasta casi las cuatro de la madrugada y le provocó un serio percance gástrico, resultante de las copiosas libaciones que debió efectuar y a las que está poco acostumbrado, por su nula afición a la bebida y por prescripción médica (unas hemorroides afortunadamente ya extirpadas). Que ha debido curarse recurriendo a un facultativo civil, para no valerse de la Sanidad Militar, conforme a las instrucciones recibidas (recibo 11) y que no pocas dificultades domésticas le deparó recogerse en su hogar a ésas horas y en estado poco idóneo.
Dios guarde a Ud.
Firmado:
capitán EP (Intendencia) PANTALEON PANTOJA
c.c. al general Roger Scavino, comandante en jefe de la V Región (Amazonía)
Adjuntos: 11 recibos y un mapa.
Noche del 16 al 17 de agosto de 1956
Bajo un sol radiante, la corneta de la diana inaugura la jornada en el cuartel de Chiclayo: agitación rumorosa en las cuadras, alegres relinchos en los corrales, humo algodonoso en las chimeneas de la cocina. Todo ha despertado en pocos segundos y reina por doquier una atmósfera cálida, bienhechora, estimulante, de disposición alerta y plenitud vital. Pero, minucioso, insobornable, puntual, el teniente Pantoja cruza el descampado-vivo aún en el paladar y la lengua el sabor de café con natosa leche de cabra y tostadas con dulce de lúcuma-donde está ensayando la banda para el desfile de Fiestas Patrias. Alrededor marchan, rectilíneas y animosas, las columnas de una compañía. Pero, rígido, el teniente Pantoja observa ahora el reparto del desayuno a los soldados: sus labios van contando sin hacer ruido y, fatídicamente, cuando llega mudo a 120 el cabo del rancho sirve el chorrito final de café y entrega el pedazo de pan número cientoveinte y la naranja cientoveinte. Pero ahora el teniente Pantoja vigila, hecho una estatua, cómo unos soldados descargan del camión los costales de abastecimientos: sus dedos siguen el ritmo de la descarga como un director de orquesta los compases de una sinfonía. Tras él, una voz firme, con un fondo casi perdido de ternura varonil que sólo un oído aguzado como bisturí detectaría, el coronel Montes afirma paternalmente: "¿Mejor comida que la chiclayana? Ni la china ni la francesa, señores: ¿qué podrían enfrentar a las diecisiete variedades del arroz con pato?." Pero ya el teniente Pantoja está probando cuidadosamente y sin que se altere un músculo de su cara las ollas de la cocina. El zambo Chanfaina, sargento jefe de cocineros, tiene los ojos pendientes del oficial y el sudor de su frente y el temblor de sus labios delatan ansiedad y pánico. Pero ya el teniente Pantoja, de la misma manera meticulosa e inexpresiva, examina las prendas que devuelve la lavandería y que dos números apilan en bolsas de plástico. Pero ya el teniente Pantoja preside, en actitud hierática, la distribución de botines a los reclutas recién levados. Pero ya el teniente Pantoja, con una expresión, ahora sí, animada y casi amorosa clava banderitas en unos gráficos, rectifica las curvas estadísticas de un pizarrón, añade una cifra al organigrama de un panel. La banda del cuartel interpreta con vivacidad una jacarandosa marinera.
Una húmeda nostalgia ha impregnado el aire, nublado el sol, silenciado las cornetas, los platillos y el bombo, una sensación de agua que se escurre entre los dedos, de escupitajo que se traga la arena, de ardientes labios que al posarse en la mejilla se gangrenan, un sentimiento de globo reventado, de película que acaba, una tristeza que de pronto mete gol: he aquí que la corneta (¿de la diana?, ¿del rancho?, ¿del toque de silencio?) raja otra vez el aire tibio (¿de la mañana?, ¿de la tarde?, ¿de la noche?). Pero en la oreja derecha ha surgido ahora un cosquilleo creciente, que rápidamente gana todo el lóbulo y se contagia al cuello, lo abraza y escala la oreja izquierda: ella también se ha puesto, íntimamente, a palpitar-moviendo sus invisibles vellos, abriéndose sedientos sus incontables poros, en busca de, pidiendo que-y a la nostalgia recalcitrante, a la feroz melancolía ha sucedido ahora una secreta fiebre, una difusa aprensión, una desconfianza que toma cuerpo piramidal como un merengue, un corrosivo miedo. Pero el rostro del teniente Pantoja no lo revela: escudriña, uno por uno, a los soldados que se disponen a entrar ordenadamente al almacén de prendas. Pero algo provoca una discreta hilaridad en esos uniformes de parada que observan allá, en lo alto, donde debía encontrarse el techo del almacén y se encuentra en cambio la Tribuna de Fiestas Patrias ¿Está presente el coronel Montes? Sí. ¿El Tigre Collazos? Sí. ¿El general Victoria? Sí. ¿El coronel López López? Sí. Se han puesto a sonreír sin agresividad, ocultando la boca con los guantes de cuero marrón, volviendo un poco la cabeza al costado ¿secreteándose? Pero el teniente Pantoja sabe de qué, por qué, cómo. No quiere mirar a los soldados que aguardan el silbato para entrar, recoger las prendas nuevas y entregar las viejas, porque sospecha, sabe o adivina que cuando mire, compruebe y positivamente sepa, la señora Leonor lo sabrá y Pochita también lo sabrá. Pero sus ojos cambian súbitamente de parecer y auscultan la formación: jajá qué risa, ay qué vergüenza. Sí, así ha ocurrido. Espesa como sangre fluye la angustia bajo su piel mientras observa, presa de terror frío, esforzándose por disimular sus sentimientos, como se han ido, se van redondeando los uniformes de los reclutas en el pecho, en los hombros, en las caderas, en los muslos, cómo de las cristinas empiezan a llover cabellos, cómo se suavizan, endulzan y sonrosan las facciones y cómo las masculinas miradas se tornan acariciadoras, irónicas, pícaras.
Al pánico se ha superpuesto una sensación de ridículo sediciosa e hiriente. Toma la brusca decisión de jugarse el todo por el todo y, abombando ligeramente el pecho, ordena: "¡Desabrocharse las camisas, so carajos!" Pero ya van pasando bajo sus ojos, sueltos los botones, vacíos los ojales, danzantes las orlas pespuntadas de las camisas, los huidizos pezones erectos de los números, los balanceantes y alabastrinos, los mórbidos y terrosos pechos que se columpian al compás de la marcha. Pero ya el teniente Pantoja encabeza la compañía, la espada en alto, el perfil severo, la frente noble, los ojos limpios, pateando el asfalto con decisión: un dos, un dos. Nadie sabe que maldice su suerte. Su dolor es profundo, grande su humillación, infinita su vergüenza porque tras él, marcando el paso sin marcialidad, blandamente, como yeguas en el lodo, van los reclutas recién levados que no han sabido siquiera vendarse los pechos para aplastar las tetas, usar engañadoras camisas, cortarse los cabellos a los cinco centímetros del reglamento y limarse las uñas. Las siente marchar tras él y adivina: no intentan mimar expresiones viriles, exhiben agresivamente su condición mujeril, yerguen el busto, quiebran las cinturas, tiemblan las nalgas y sacuden las largas cabelleras. (Un escalofrío: está a punto de hacerse pipí en el calzoncillo, la señora Leonor al planchar el uniforme lo sabría, Pochita al coser el nuevo galón se reiría). Pero ahora hay que concentrarse cervalmente en el desfile porque cruzan frente a la Tribuna. El Tigre Collazos se mantiene serio, el general Victoria disimula un bostezo, el coronel López López asiente comprensivo y hasta jovial, y el trago no sería tan amargo si no estuvieran también allí, en un rincón, amonestándolo con tristeza, furia y decepción, los ojos grises del general Scavino.