– No le está usted sacando el jugo a la soltería-empuña la luna de aumento y agranda a la Avispa Huayranga, a la Campana Avispa y a la Avispa Shiroshiro el teniente Bacacorzo-. En vez de estar feliz y contento con la libertad recobrada, anda más triste que un murciélago.
– Es que a mí la soltería no me sirve de gran cosa-se adelanta a la esquina de los felinos y roza con su cuerpo al Tigre Negro, al Otorongo o Príncipe de la Selva, al Ocelote, al Puma y al moteado Tigrillo el capitán Pantoja-. Yo sé que la mayor parte de los hombres, después de un tiempo, se hartan de la monotonía familiar y dan cualquier cosa por zafarse de sus mujeres. A mí no me había pasado. La verdad, me apenó que Pocha se fuera. Y, sobre todo, llevándose a mi hijita.
– Ni decirlo tiene que lo apenó, se le ve en la cara-"los camaleones chiquitos viven en los árboles, los grandes en el agua" oye el teniente Bacacorzo-. En fin, son las cosas de la vida, mi capitán. ¿Ha tenido noticias de su esposa?
– Sí, me escribe todas las semanas. Está viviendo con su hermana Chichi, allá en Chiclayo-cuenta las culebras, la Yacumama o Madre del Agua, la Boa Negra, la Mantona, la Sachamama o Madre de la Selva el capitán Pantoja-. No estoy resentido con Pocha, la entiendo muy bien. Mi misión resultaba muy fregada para ella. Ninguna mujer decente lo hubiera aguantado. ¿De qué se ríe? No es ningún chiste, Bacacorzo.
– Perdone, pero es que no deja de ser gracioso-enciende un cigarrillo, sopla el humo entre los barrotes de la jaula del Paucar, lee "imita el cántico de las demás aves y ríe y llora como los niños" el teniente Bacacorzo-. Usted tan maniático, tan puntilloso en cuestiones morales. Y con la fama más negra que se pueda imaginar. Aquí en Iquitos todos lo creen un terrible forajido.
– Cómo no iba a tener razón para irse, señora, no se ciegue-entrega la madeja de lana a la señora Leonor, hace un ovillo, comienza a tejer Alicia-. Las mamás encierran a sus hijas con llave cuando ven pasar a su Pantita, se persignan y ponen contra. Sépalo de una vez y, más bien, compadézcase de Pocha.
– ¿Cree que no lo sé?-se entretiene dando de comer a los peces ornamentales, viendo fosforecer al tornasolado Neon Treta el capitán Pantoja-. El Ejército me hizo un flaco servicio confiándome este trabajo.
– Nadie se imaginaría que lo lamenta, al verlo trabajar en el Servicio de Visitadoras con tanto ímpetu-observa el transparente Blue Tetra, el escamoso Limpiavidrios y la carnívora Piraña el teniente Bacacorzo-. Si, ya sé, su sentido del deber.
– Regresaron las dos primeras patrullas, mi general -recibe a los expedicionarios en la puerta del cuartel, los felicita, les invita una cerveza, silencia a los prisioneros que gritan, los manda encerrar en la Prevención el coronel Peter Casahuanqui-. Traen media docena de fanáticos, uno de ellos con tercianas. Estuvieron en la clavada de la viejita, en Dos de Mayo. ¿Los guardo aquí, los entrego a la policía, los despacho a Iquitos?
– Oiga, todavía no me ha dicho para qué me citó en este Musco, Bacacorzo-mide con la vista al Paiche, el Pez Más Grande de Agua Dulce Que se Conoce en el Mundo el Capitán Pantoja.
– Para darle una mala noticia entre ofidios y arácnidos-echa un vistazo indiferente a la Anguila, a la Raya a las Charapas o Tortugas de agua el teniente Bacacorzo-. Scavino quiere verlo urgentemente. Lo espera en la Comandancia, a las diez. Tenga cuidado, le advierto que está echando chispas.
– Sólo los impotentes, los eunucos y los asexuados pueden pretender que-sube y baja entre arpegios, declama, se encabrita La Voz del Sinchi-los esforzados defensores de la Patria, que se sacrifican sirviendo allá, en las intrincadas fronteras, vivan en castidad viuda.
– Siempre está echando chispas, al menos conmigo -sale al balcón, mira el río destellando bajo el sol homicida, las motoras y balsas que llegan al puerto de Belén el capitán Pantoja-. ¿Sabe de qué es ahora la rabieta?
– Por la maldita emisión del Sinchi de ayer-no responde a su saludo, no lo invita a sentarse, coloca una cinta y enciende la grabadora el general Scavino-. El zamarro no hizo más que hablar de usted, le dedicó los treinta minutos del programa. ¿Le parece poca cosa, Pantoja?
– ¿Deben nuestros valientes soldados recurrir al debilitante onanismo?-duda, danza con los compases del vals " La Contamanina ", espera una respuesta, interroga de nuevo La Voz del Sinchi. ¿Regresar a la autogratificación infantil?
– ¿ La Voz del Sinchi?-oye crujir, tartamudear, estropearse a la grabadora, ve al general Scavino sacudirla, golpearla, probar todos los botones el capitán Pantoja-. ¿Está seguro, mi general? ¿Me atacó de nuevo?
– Lo defendió, lo defendió de nuevo-descubre que el enchufe se ha soltado, murmura qué estúpido, se agacha, conecta el aparato otra vez el general Scavino-. Y es mil veces peor que si lo atacara. ¿No comprende? Esto deja en ridículo y enloda al Ejército al mismo tiempo.
– Sí, las he cumplido al pie de la letra, mi general -conferencia con el alférez jefe de Intendencia, revisa el almacén de provisiones, compone menús con el sargento cocinero el coronel Máximo Dávila-. Sólo que ha surgido un grave problema de abastecimiento. Son cincuenta fanáticos detenidos y si los alimento tendría que racionar a la tropa. No sé qué hacer, mi general.
– Le tengo terminantemente prohibido que siquiera me nombre-ve encenderse una lucecita amarilla, girar los carretes, oye ruidos metálicos, ecos, se enfurece el capitán Pantoja-. No me lo explicó, le aseguro que…
– Cállese y escuche-ordena, cruza los brazos, las piernas, mira con odio la grabadora el general Scavino-. Es de dar náuseas.
– El Supremo Gobierno debería condecorar con la Orden del Sol al señor Pantaleón Pantoja-estalla, rutila entre Lux el Jabón que Perfuma, Coca-cola la Pausa que Refresca y Sonrisas Kolynosistas, dramatiza y exige La Voz del Sinchi-. Por la encomiástica labor que realiza en procura de la satisfacción de las necesidades íntimas de los centinelas del Perú.
– Lo oyó mi esposa y mis hijas tuvieron que darle sales-apaga la grabadora, recorre la habitación con las manos a la espalda el general Scavino-. Nos está convirtiendo en el hazmerreír de todo Iquitos con sus peroratas. ¿No le ordené tomar medidas para que La Voz del Sinchi no se ocupara más del Servicio de Visitadoras?
– La única manera de taparle la boca a ese sujeto es dándole un balazo o plata-escucha la radio, ve a las visitadoras preparando los maletines para embarcar, a Chuchupe montando a Dalila Pantaleón Pantoja-.
Cargármelo me traería muchos líos, no queda más remedio que calentarle la mano con unos cuantos soles.
Anda díselo, Chupito. Que se presente aquí en el término de la distancia.
– ¿Quiere decir que destina parte del presupuesto del Servicio de Visitadoras a sobornar periodistas?-lo examina de pies a cabeza, ancha las aletas de la nariz, arruga la frente, muestra los incisivos el general Scavino-.
Muy interesante, capitán.
– Ya tengo aquí, en salmuera, a los que crucificaron al suboficial Miranda-atomiza las patrullas, duplica las horas de guardia, suprime permisos y licencias, extenúa, encoleriza a sus hombres el coronel Augusto Valdés-. El ha identificado a la mayoría, sí. Sólo que tanto movilizar a mi gente detrás de los Hermanos del Arca, tengo desguarnecida la frontera. Ya sé que no hay peligro, pero si algún enemigo quisiera entrar, se nos metería hasta Iquitos de un pasco, mi general.
– Del presupuesto no, eso es sagrado-distingue un ratoncito cruzando veloz el alféizar de la ventana a pocos centímetros de la cabeza del general Scavino el capitán Pantoja-. Usted tiene copia de la contabilidad y puede comprobarlo. De mi propio sueldo. He tenido que sacrificar el 5% mensual de mis haberes para callar a ese chantajista. No entiendo por qué ha hecho esto.
– Por escrúpulos profesionales, por indignación moral, por solidaridad humana, amigo Pantoja-entra al centro logístico dando un portazo, sube la escalerilla del puesto de mando como un ventarrón, intenta abrazar al señor Pantoja, se quita el saco, se sienta en el escritorio, ríe, truena, arenga el Sinchi-. Porque no puedo soportar que haya gente aquí, en esta ciudad donde mi santa madre me botó al mundo, que menosprecie su labor y que todo el día eche sapos y culebras contra usted.
– Nuestro compromiso era clarísimo y usted lo ha violado-estrella una regla contra un panel, tiene los labios llenos de saliva y los ojos incendiados, rechina los dientes Pantaleón Pantoja-. ¿Para qué carajo los quinientos soles mensuales? Para que se olvide de que existo, de que el Servicio de Visitadoras existe.
– Es que yo también soy humano, señor Pantoja, y sé asumir mis responsabilidades-asiente, lo calma, gesticula, oye roncar la hélice, ve a Dalila correr por el río levantando dos paredes de agua, la ve elevarse, perderse en el cielo el Sinchi-. Tengo sentimientos, impulsos, emociones. Donde voy, oigo pestes contra usted y me caliento. No puedo permitir que calumnien a alguien tan caballero. Sobre todo, siendo amigos.
– Voy a hacerle una advertencia muy seria, so grandísimo pendejo-lo coge de la camisa, lo hamaquea de atrás adelante, de adelante atrás, lo ve asustarse, enrojecer, temblar, lo suelta Pantaleón Pantoja-. Ya sabe lo que ocurrió la vez pasada, cuando sus ataques al Servicio. Tuve que contener a las visitadoras, querían sacarle los ojos y clavarlo en la Plaza de Armas.
– Lo sé de sobra, amigo Pantoja-se arregla la camisa, trata de sonreír, recupera el aplomo, se aprieta el cuello el Sinchi-. ¿Cree que no me enteré que habían pegado mi foto en la puerta de Pantilandia y que la escupían al entrar y salir?
– La verdad, es un serio problema, Tigre-imagina motines, cargas de fusilería, muertos y heridos, titulares sangrientos, destituciones, juicios, sentencias y lágrimas el general Scavino-. En tres semanas, hemos echado mano a cerca de quinientos fanáticos que andaban escondidos en la selva. Pero ahora no sé qué hacer con ellos. Mandarlos a Iquitos sería un escándalo, habría manifestaciones, miles de hermanos andan sueltos. ¿Qué piensa el Estado Mayor?
– Pero ahora ellas están felices con los piropos que les echo en mi emisión, señor Pantoja-se pone el saco, va hasta la baranda, hace adiós al Chino Porfirio, vuelve al escritorio, soba el hombro del señor Pantoja, cruza los dedos y jura el Sinchi-. Cuando me ven en la calle, me mandan besitos volados. Vamos, amigo Pan Pan, no lo tome a lo trágico, yo quería servirlo. Pero, si prefiere, La Voz del Sinchi no lo mentará nunca más.