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– Qué gusto, Alberto-palmea, desembarca, estrecha manos de oficiales, responde al saludo de suboficiales y soldados el capitán Pantoja-. Estás igualito, los años no te hacen mella.

– Vamos a tomar un trago al comedor de oficiales -lo coge del brazo, lo guía a través del campamento, empuja una puerta con tela metálica, elige una mesa bajo el ventilador el capitán Mendoza-. No te preocupes por la cachadera. Todo está preparado y aquí la cosa funciona siempre como un tren. Alférez, usted se ocupa de todo y cuando la fiesta haya terminado nos avisa. Así, mientras los números se despiedran nos aventamos una cerveciola. Qué alegrón verte de nuevo, Panta.

– Oye, Alberto, ahora me acuerdo-observa por la ventana a las visitadoras entrando a las tiendas de campaña, las colas de soldados, los controladores que toman posición el capitán Pantoja-. No sé si sabes que a la visitadora esa, la que le dicen, ejém…

– Brasileña, ya sé, a ella sólo los diez del reglamento, ¿crees que no me leo tus instrucciones?-le da un falso puñete, ordena, abre botellas, sirve los vasos, brinda el capitán Mendoza-. ¿Cerveza para ti también? Dos, bien heladas. Pero es absurdo, Panta. Si esa hembra te gusta y te friega que la toquen, por qué no la exceptúas totalmente del servicio. ¿Para qué eres jefe, si no?

– Eso no-tose, se ruboriza, tartamudea, bebe el capitán Pantoja-. No quiero faltar a mi deber. Además, te aseguro que esa visitadora y yo, en realidad.

– Todos los oficiales lo saben y les parece muy bien que tengas una querida-se chupa la espuma del bigote, enciende un cigarrillo, bebe, pide más cerveza el capitán Mendoza-. Pero nadie comprende ese sistema tuyo. Se entiende que no te haga gracia que la tropa se tire a tu hembra. Para qué entonces ese formalismo ridículo. Diez polvos es lo mismo que cien, hermano.

– Diez es lo que obliga el reglamento-ve salir de las carpas a los primeros soldados, entrar a los segundos, a los terceros, traga saliva el capitán Pantoja-. ¿Cómo lo voy a violar? Lo hice yo mismo.

– No puedes con tu genio, cerebro electrónico-echa la cabeza atrás, entrecierra los ojos, sonríe nostálgico el capitán Mendoza-. Todavía me acuerdo que, en Chorrillos, el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras eras tú.

– La verdad es que, desde que pidió su baja el cura Beltrán, el Cuerpo de Capellanes Castrenses deja mucho que desear-recibe quejas, atiende recomendaciones, oye misas, entrega trofeos, monta caballos, juega bochas el general Scavino-. Pero, en fin, Tigre, es un fenómeno general en la Amazonía, los cuarteles no se podían librar del contagio. De todas maneras, no te preocupes. Estamos tratando el asunto con mano firme.

Por estampa del niño mártir o de la Santa Ignacia, treinta días de rigor; por foto del Hermano Francisco, cuarenticinco.

– Estoy en Lagunas por el incidente de la semana pasada, Alberto-ve salir a los cuartos, entrar a los quintos, a los sextos el capitán Pantoja-. Leí tu parte, claro.

Pero me pareció lo bastante grave como para venir a ver sobre el terreno qué había ocurrido.

– No valía la pena que te dieras el trabajo-se afloja la correa del pantalón, pide un sándwich de queso, come, bebe el capitán Mendoza-. Lo que ocurre es muy sencillo. En estos pueblecitos vez que se acerca un convoy de visitadoras es la loquería. La sola idea hace que a todos los gallitos de la vecindad se les ponga tieso el espolón. Y, a veces, cometen disparates.

– Meterse a un campamento militar es demasiado disparate-ve a Chupito recogiendo los grabados y las revistas de los números el capitán Pantoja- ¿Acaso no había guardia?

– Reforzada, como ahora, porque siempre que llega el convoy es lo mismo-lo jala afuera, le muestra las tranqueras, los centinelas con bayonetas, los racimos de civiles el capitán Mendoza-. Ven, vamos para que veas.

¿Te das cuenta? Todos los pingalocas del pueblo amontonados alrededor del campamento. Mira allá, ¿los ves?

Subidos a los árboles, vaciándose por los ojos. Qué quieres, hermano, la arrechura es humana. Si hasta te ha pasado a ti, que parecías la excepción.

– ¿No tuvieron algo que ver en este asunto, esos locos del Arca?-ve salir a los séptimos, entrar a los octavos, a los novenos, a los décimos y murmura al fin el capitán Pantoja-. No me repitas el parte, Alberto, cuéntame lo que realmente sucedió.

– Ocho tipos de Lagunas se metieron al campamento y pretendieron raptar a un par de visitadoras-ametralla el aparato de radio el general Scavino-. No, no hablo de los hermanos sino del Servicio de Visitadoras, la otra calamidad de la selva. ¿Te das cuenta adónde estamos llegando, Tigre?

– No volverá a ocurrir, hermano-paga la cuenta, se pone el quepí, anteojos oscuros, deja salir primero a Panta el capitán Mendoza-. Ahora, desde la víspera de la llegada del convoy, duplico la guardia y pongo centinelas en todo el perímetro. La compañía entra en zafarrancho de combate para que los números cachen en paz, puta qué cómico.

– Cálmate y bájame la voz-compara informes, ordena encuestas, relee cartas el Tigre Collazos-. No te pongas histérico, Scavino. Lo sé todo, aquí tengo el parte de Mendoza. La tropa rescató a las visitadoras y se acabó. Bueno, no es para suicidarse. Un incidente como cualquier otro. Peores cosas hacen los hermanos ¿no?

– Es que no es el primero de este tipo que ocurre, Alberto-ve salir de una carpa a la Brasileña, la ve cruzar el descampado entre silbidos, la ve subir a Eva el capitán Pantoja-. Hay constantes interferencias del elemento civil. En todos los pueblos brota una efervescencia del carajo cuando aparecen los convoyes.

– Se armó una trompeadera feroz entre soldados y civiles, por ese par de mujeres-recibe llamadas, va a la cárcel, interroga a detenidos, se desvela, toma calmantes, escribe, llama el general Scavino-. ¿Has oído bien?

Entre sol-da-dos-y-ci-vi-les. Los raptores consiguieron sacarlas del campamento y la pelea fue en pleno pueblo.

Hay cuatro hombres heridos. En cualquier momento puede ocurrir algo muy serio, Tigre, por este maldito Servicio.

– No es para menos, hermano-señala a los mirones, a las visitadoras que abandonan las carpas y regresan al embarcadero flanqueadas por guardias el capitán Mendoza-. A estos selváticos que ni siquiera conocen Iquitos, esas mujeres les parecen ángeles caídos del cielo.

Los soldados también tienen culpa. Van y cuentan cosas en el pueblo, antojan a los otros. Se les ha prohibido hablar de esto, pero no entienden.

– Me fastidia que ocurra esto ahora, cuando tengo casi listo un proyecto para ampliar el Servicio y darle más categoría-se mete las manos en los bolsillos, camina cabizbajo pateando piedrecitas el capitán Pantoja-. Algo muy ambicioso, me ha costado muchos días de reflexión y de números. Y mi plan hasta quizá solucionaría el problema de los civiles pingalocas, hermano.

– Pero me triplicaría usted el otro, Pantoja, el de los curas y las beatas de Iquitos que andan fregando la paciencia a Scavino-llama a su ordenanza, lo manda comprar cigarrillos, le da una propina, pide fuego el Tigre Collazos-. No, demasiado. Cincuenta visitadoras son suficientes. No podemos reclutar más, al menos por el momento.

– Con un equipo operacional de cien visitadoras y tres barcos navegando de manera permanente en los ríos amazónicos-contempla los preparativos para la partida de Eva el capitán Pantoja-, nadie podría prever la llegada de los convoyes a los centros usuarios.

– Se está volviendo demente-prende un encendedor y lo acerca a la cara del Tigre Collazos el general Victoria-. El Ejército tendría que dejar de comprar armas para contratar más rameras. No hay presupuesto que aguante las fantasías de este angurriento.

– Estudie el plan que le mandé, mi general-escribe a maquina con dos dedos, hace cálculos, dibuja cuadros sinópticos, pasa malas noches, borra, añade, insiste el capitán Pantoja-. Crearíamos un "sistema de rotación inordinaria irregular". La llegada del convoy sería siempre imprevista, nunca habría ocasión de incidentes. Sólo los jefes de unidad conocerían las fechas de llegada.

– Y pensar que costó tanto trabajo hacerle aceptar la misión de crear el Servicio de Visitadoras-busca por el despacho un cenicero y lo pone junto al Tigre Collazos el coronel López López-. Ahora está en su elemento. Se mueve entre las putas como pez en el agua.

– Eso sí, la única forma de controlar eficazmente ese sistema sería desde el aire-cifra memorándums, prepara termos de café, multiplica, divide, se rasca la cabeza, despacha anexos el capitán Pantoja-. Haría falta otro avión. Y, al menos, un oficial de Intendencia más. Bastaría un subteniente, mi general.

– Se le ha aflojado un tornillo, no hay duda-lee El Oriente, oye La Voz del Sinchi, recibe anónimos, llega al cine tarde y se sale antes que termine la película el general Scavino-Si esta vez le das gusto y apruebas ese proyecto, te advierto que pido mi baja, como Beltrán.

Entre los fanáticos del Arca y las visitadoras de Pantoja van a acabar conmigo. Sobrevivo a punta de valeriana, Tigre.

– Lamento darle una mala noticia, mi general-parte en expedición, invade un pueblo desierto, carajea, ayuda a desclavar, ordena volver a marchas forzadas, muchachos el coronel Augusto Valdés-. Antenoche, en el caserío de Frailecillos, a dos horas de surcada de mi guarnición, crucificaron al suboficial Avelino Miranda. Estaba de permiso, iba de civil y es posible que ignoraran su condición de soldado. No, aún no ha muerto pero los médicos dicen que es cuestión de horas. Todo el caserío, treinta o cuarenta personas. Se han metido al monte, sí.

– Cálmese, Scavino, la cosa no puede ser para tanto -escucha y hace bromas sobre visitadoras en el Casino Militar tranquiliza a su madre sobre los clavados de la selva el general Victoria-. ¿De veras andan tan alborotados esos provincianos con las niñas de Pantoja?

– ¿Alborotados, mi general?-se toma el pulso, se mira la lengua, dibuja cruces sobre el secante el general Scavino-. Esta mañana se me presentó aquí el obispo, con su estado mayor de curas y monjas.

– Tengo el pesar de anunciarle que si el llamado Servicio de Visitadoras no desaparece, excomulgaré a todos los que trabajan en él o lo utilizan-entra al despacho hace una venia, no sonríe, no se sienta, limpia su anillo y lo ofrece el Obispo-. Se han violado ya los límites mínimos de la decencia y el decoro, general Scavino.

La misma madre del capitán Pantoja ha venido hasta a mí, llorando su tragedia.

– Comparto enteramente ese criterio y Su Eminencia lo sabe-se levanta, hace una genuflexión, besa el anillo, habla suave, ofrece gaseosas, despide a los visitantes en la calle el general Scavino-. Si de mí dependiera, ese Servicio no habría nacido. Les ruego un poco de paciencia. En cuanto a Pantoja, no me lo nombre, Monseñor. Qué tragedia ni tragedia. El hijito de esa señora que va a llorarle, tiene gran parte de culpa en lo que ocurre. Si al menos hubiera organizado la cosa de una manera mediocre, defectuosa. Pero ese idiota ha convertido el Servicio de Visitadoras en el organismo más eficiente de las Fuerzas Armadas.

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