Aquí te dejo un poco de plata, por si necesitas.
– Ya otra vez silbando " La Raspa "-se tapa los oídos la señora Leonor-. No sabes cómo he llegado a odiar esa bendita musiquita. También a Pocha la volvía loca. ¿No puedes silbar otra cosa?
– ¿Estaba silbando? Ni me di cuenta-enrojece, tose, va a su dormitorio, mira apenado una foto, alza la maleta, vuelve al comedor Panta-. A propósito de Pocha, si llegara carta de ella…
– No me gusta meter al Ejército en esta vaina-reflexiona, se preocupa, vacila, trata de cazar una mosca, fracasa el Tigre Collazos-. Combatir a brujos y fanáticos es trabajo de curas o, en todo caso, de policías. No de soldados. ¿Se ha puesto tan grave la cosa?
– Te la guardo con el mayor cuidado hasta tu regreso, claro que lo sé, no me hagas recomendaciones tontas-se enoja, se pone de rodillas, saca lustre a sus zapatos, le escobilla el pantalón, la camisa, le toca la cara la señora Leonor-. Ven que te dé la bendición. Anda con Dios, hijito, y procura, haz lo posible…
– Ya lo sé, ya lo sé, no las miraré, no les dirigiré la palabra-cierra los ojos, aprieta los puños, tuerce la cara Panta-. Les daré las órdenes por escrito y de espaldas.
Tú tampoco me hagas recomendaciones tontas, mamá.
– Qué le he hecho a Dios para que me mande este castigo-solloza, levanta las manos al techo, se exaspera, zapatea la señora Leonor-. Mi hijo entre perdidas las veinticuatro horas del día y por orden del Ejército.
Somos la comidilla de todo Iquitos, en las calles me señalan con el dedo.
– Calma, mamacita, no llores, te suplico, no tengo tiempo ahora-le pasa el brazo por los hombros, la acariña, la besa en la mejilla Panta-. Perdóname si te levanté la voz. Ando un poco nervioso, no me hagas caso.
– Si tu padre y tu abuelo estuvieran vivos, se morirían del espanto-se limpia los ojos con el ruedo de la falda, señala un retrato amarillento la señora Leonor-. Deben saltar en sus tumbas al ver lo que te han encargado.
En su época a los oficiales no los rebajaban a esas cosas.
– Hace ocho meses que me repites lo mismo cuatro veces al día-grita, se arrepiente, baja la voz, sonríe sin ganas, explica Panta-. Soy militar, tengo que cumplir las órdenes y, mientras no me den otro, mi obligación es hacer bien este trabajo. Ya te he dicho que, si prefieres, puedo mandarte a Lima, mamacita.
– Bastante sorprendente, sí, mi general-escarba en una bolsa, saca un puñado de cartones y fotos, hace un paquete, lo lacra, ordena despáchenme esto a Lima el coronel Peter Casahuanqui-. En la última revista de prendas descubrimos que la mitad de los soldados tenían oraciones del Hermano Francisco o estampitas del niño mártir. Ahí le mando unas muestras.
– No soy como ciertas personas que abandonan el hogar a la primera contrariedad, no me confundas-se endereza, agita el índice, adopta una postura beligerante la señora Leonor-. No soy de las que se mandan mudar de la noche a la mañana sin decir ni adiós, de las que le roban la hija a su padre.
– No comiences ahora con Pocha-avanza por el paudizo, tropieza con un macetero, maldice, se soba el tobillo Panta-. Se ha vuelto otro de tus temas, mamá.
– Si ella no se hubiera robado a Gladycita-tú no estarías así-abre la puerta de calle la señora Leonor-.
¿Acaso no veo cómo te consumes de pena por la chiquita, Panta? Anda, parte de una vez.
– No aguanto más, rápido, rápido-sube la escalerilla de Eva, baja al camarote, se tumba en la litera, susurra Pantita-. Donde me gusta, pues. En el pescuezo, en la orejita. No sólo pellizcos, también los mordisquitos despacitos. Anda, pues. -Yo encantada, Pantita -suspira, lo observa desganada, señala el embarcadero, corre la cortina del ojo de buey la Brasileña -. Pero al menos espera que parta Eva. El suboficial Rodríguez y los marineros están entrando y saliendo a cada rato. No es por mí sino por ti, rapaz.
– No espero ni un minuto-se arranca la camisa, se baja los pantalones, se quita los zapatos y las medias, se ahoga Pantaleón Pantoja-. Cierra el camarote, ven. Pellizquitos, mordisquitos.
– Ah, Jesús, eres incansable, Pantita-cierra el pestillo, se desnuda, trepa a la litera, se columpia la Brasileña -. Tú solo me das más trabajo que un regimiento. Qué chasco me llevé contigo. La primera vez que te vi pensé que no habías engañado nunca a tu mujer.
– Y era cierto, pero ahora cállate-jadea, se ladea, sube, baja, entra, sale, vuelve, se sofoca Pantita-. Te he dicho que me distraigo, caray. En la orejita, en la orejita.
– ¿Sabes que te puedes volver tuberculoso tanto jugar al bolero? -se ríe, se mueve, se aburre, se mira las uñas, se para, se agacha, se apura la Brasileña -. La verdad, últimamente estás más flaco que un bagre. Pero ni por ésas, cada vez más arrechito. Sí, ya sé, me callo, bueno, en la orejita.
– Pfuuu, por fin, pfuuu, qué rico-explosiona, palidece, respira, goza Pantita-. Se me sale el corazón y tengo vértigo.
– Con toda la razón del mundo, tigre, a mí tampoco me gusta mezclar a la tropa en operaciones policiales-toma aviones, remonta ríos en motoras, inspecciona pueblos y campamentos, exige detalles, envía mensajes el general Scavino-. Por eso he aguantado la cosa hasta ahora. Pero lo de Dos de Mayo es para inquietarse. ¿Leíste el parte del coronel Dávila?
– ¿Cuántas veces por semana, Pantita?-se incorpora, llena recipientes, se lava y enjuaga, se viste la Brasileña -. Más que una visitadora, seguro. Y cuando hay examen de candidatas, para de contar. Con la costumbre que has agarrado de la ¿cómo se llama? ¿revista profesional? Qué conchudo eres.
– Eso no es diversión ni trabajo-se despereza, se sienta en la litera, toma ánimos, arrastra los pies hacia el excusado, orina Panta-. No te rías, es la verdad. Además, tú eres la culpable, me diste la idea cuando te tomé examen de presencia. Antes no se me había ocurrido. ¿Crees que esa broma es fácil?
– Dependerá con quién-tira al suelo la sábana, escruta el colchón, lo frota con una esponja, lo sacude la Brasileña -. Con muchas ni se te parará el pajarito.
– Claro que no, a esas las elimino de entrada-se jabona, se seca con papel higiénico, jala la cadena Pantaleón Pantoja-. La manera más justa de seleccionar a los mejores. Con el pajarito no hay trampas.
– Ya estamos partiendo, comenzó a zamaquearse Eva-abre el ojo de buey, mueve el colchón para que el sol toque lo mojado la Brasileña -. Arrímate, déjame abrir la ventana, nos ahogamos, cuándo vas a comprar un ventilador. Y que ahora no te venga el arrepentimiento, Pantita.
– Clavaron a la anciana Ignacia Curdimbre Peláez en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad-dicta, revisa, firma y despacha su informe el coronel Máximo Dávila-. A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los hermanos, les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer. Lo peor es lo que sigue, mi general. La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la Santa Ignacia.
– Es que yo no era así-se sienta en la litera, se coge la cabeza, recuerda se lamenta Pantaleón Pantoja-. Yo no era así, maldita sea mi suerte, no era así.
– Nunca habías metido cuernos a tu fiel esposa y sólo embocabas el bolero cada quince días-sacude, lava, exprime, tiende la sábana la Brasileña -. Me lo sé de memoria, Panta. Llegaste aquí y te despercudiste. Pero demasiado, rapaz, te pasaste al otro extremo.
– Al principio, le echaba la culpa al clima-se pone el calzoncillo, la camiseta, las medias, se calza Pantaleón Pantoja-. Creía que el calor y la humedad inflamaban al macho. Pero he descubierto algo rarísimo. Lo que le pasa al pajarito es culpa de este trabajo.
– ¿Quieres decir el estar tan cerquita de la tentación? -se toca las caderas, se mira los pechos, se envanece la Brasileña -. ¿Que por mi aprendió a hacer pío pío? Qué piropo, Panta.
– No lo puedes entender, ni yo lo entiendo-se observa en el espejo, se alisa las cejas, se peina Panta-. Es algo muy misterioso, algo que nunca le ha pasado a nadie. Un sentido de la obligación malsano, igualito a una enfermedad. Porque no es moral sino biológico, corporal.
– O sea que ya ves, Tigre, los fanáticos se las traen-sube al jeep, cruza lodazales, preside entierros, consuela a víctimas, instruye a oficiales, habla por teléfono el general Scavino-. La cosa no es de grupitos. Son millares. La otra noche pasé por la cruz del niño mártir, en Moronacocha, y me quedé asombrado. Había un mar de gente. Hasta soldados en uniforme.
– ¿Quieres decir que tienes ganas todo el día por sentido de la obligación?-queda petrificada y boquiabierta, suelta una carcajada la Brasileña -. Mira, Panta, he conocido muchos hombres, tengo mas experiencia que tú en estas cosas. Te aseguro que a ningún tipo en el mundo se le para el pajarito por pura obligación.
– No soy como todo el mundo, ésa es mi mala suerte, a mí no me pasa lo que a los demás-deja caer el peine, se abstrae, piensa en voz alta Pantaleón Pantoja-. De muchacho era más desganado para comer que ahora.
Pero apenas me dieron mi primer destino, los ranchos de un regimiento, se me despertó un apetito feroz. Me pasaba el día comiendo, leyendo recetas, aprendí a cocinar. Me cambiaron de misión y pssst, adiós la comida, empezó a interesarme la sastrería, la ropa, la moda, el jefe de cuartel me creía marica. Era que me habían encargado del vestuario de la guarnición, ahora me doy cuenta.
– Ojalá nunca te pongan a dirigir un manicomio, Panta, lo primero que harías sería loquearte-señala el ojo de buey la Brasileña -. Mira esas bandidas, espiándonos.
– ¡Fuera de ahí, Sandra, Viruca!-corre a la puerta, abre el pestillo, ruge, acciona Pantaleón Pantoja-.
¡Cincuenta soles a cada una, Chupito!
– ¿Y para qué están los curas, para qué pagamos capellanes?-pasea a trancos por su despacho, examina balances, suma, resta, se indigna el Tigre Collazos-.
¿Para que se rasquen la barriga? Cómo va a ser posible que las guarniciones de la Amazonía se estén llenando de hermanos Scavino.
– No saques tanto el cuerpo, Pantita-lo coge de los hombros, lo regresa al camarote, cierra la puerta la Brasileña -. ¿Te olvidas que estás medio calato?
– ¿Olvidarme de tí?-codea a marineros y soldados, sube saltando a bordo, abre los brazos el capitán Alberto Mendoza-. Cómo se te ocurre, hermano. Ven para acá, déjame darte un apretón. Después de tantos años, Panta.