– ¿Por qué no sale por la Plata? preguntó Maqroll-. Es más fácil y más cerca.
– No, amigo. No es más fácil -aclaró el hacendado-. Si copan al ejército se van sobre el puerto y allí acaban con todo. Además no tengo manera de sacar a mi gente por el río. Las dos o tres gabarras que hay en La Plata no bastarían; sólo pueden con tres o cuatro personas a lo sumo y están en malas condiciones. -Miró en silencio al Gaviero y continuó:
– Mañana mismo salga como pueda de allí. Ojalá de noche. Aunque sea en una canoa y con lo que tiene puesto. El capitán Segura va a resistir de todos modos dos días más. Es gente muy templada y curtida en la lucha desde hace años. Usted tiene tiempo y doña Empera le puede ayudar. Conoce muy bien la gente allí y la respetan mucho. Bueno. Váyase a dormir. No se preocupe. Usted no tiene antecedentes aquí. Esté tranquilo.
– No sé, don Aníbal. El haber transportado esas armas me puede costar muy caro. Me temo que el ejército no crea en mi inocencia. Y si se trata de los otros, tendrán mucho interés en callarme.
– Segura le creyó. Duerma tranquilo. Mañana será otro día. El cansancio le hace ver todo negro.
Maqroll se despidió y fue a dormir en una habitación que le había indicado el dueño de la casa. La cama era blanda, las sábanas frescas y limpias. Hacía tiempo no disfrutaba de tales comodidades. Durmió profundamente.
Con las primeras luces, don Aníbal tocó a la puerta.
– Levántese, amigo. El café está listo y hay recalentado de la cena. Tiene que llegar a La Plata lo más pronto que pueda. Esta madrugada comenzaron de nuevo los tiros. Se me figuró que venían de la cabaña de los mineros.
Maqroll se levantó y fue a desayunar con don Aníbal. Luego salió para sacar las mulas del establo. Cuando las llevaba a la puerta de la hacienda, el dueño y el Zuro, ya montados a caballo y con dos animales más, cada uno tomado del cabestro, lo esperaban para despedirse. Cruzaron pocas palabras tratando de disimular la emoción de una partida tan llena de incertidumbre. El Gaviero agradeció a don Aníbal su amistad y la ayuda recibida y le estrechó la mano calurosamente. Lo mismo hizo con el Zuro, diciéndole: -No creo que nos volvamos a ver, Zuro. Pero quiero que sepas que fuiste un compañero ejemplar. Sé lo que vales. No te olvidaré. Buena suerte, muchacho. Salúdame a Amparo María y dile que tampoco la olvidaré nunca. A usted, don Aníbal lo mismo le deseo y de nuevo muchas gracias por todo.
– Fue un placer, amigo -contestó don Aníbal con una sonrisa contenida y tristona-; mucha suerte para usted. Todos la vamos a necesitar. Vaya con Dios-. Espoleó el caballo y partió al galope seguido por el arriero que traía las otras dos cabalgaduras. Maqroll los vio perderse por un estrecho sendero que partía del solar de la finca hasta penetrar en las estribaciones del monte. Descendió hacia los cafetales y cruzó por ellos agobiado por una tristeza en la que se mezclaban su añoranza por la muchacha con aire de cortesana del templo, su afecto por los dos amigos que iban a enfrentarse con un riesgo mortal y su nostalgia de la tierra caliente de la que, tal vez, ahora, se despedía para siempre.
Cuando llegó a la pensión, la dueña lo estaba esperando con ansiedad que se manifestaba con un pasarse las manos por el pelo entrecano y un ligero temblor de la cabeza. El Gaviero le contó los incidentes del viaje y su despedida de don Aníbal y el Zuro. Doña Empera lo dejó hablar. Al fin del relato, sentada en su silla y frotando sus manos continuamente en sus rodillas, que era un gesto suyo cuando quería que le prestasen mucha atención, le dijo:
– Tiene que irse de aquí. Entre más pronto mejor. Voy a decirle cómo haremos: ya hablé con un compadre mío que tiene un planchón y quiere venderlo. Se llama Tomás Izquierdo, pero todo el mundo lo conoce como Tomasito. Tuvo, hace tiempo, mucho dinero, pero lo perdió todo en el juego. Lo único que le queda es un rancho a la orilla del río y un planchón con motor diesel. En él transportaba mercancía por el río hasta sitios cercanos, pero unas fiebres lo tiraron a la cama y allí está postrado sin poder hacer nada. Ya convine con él. Está dispuesto a cambiarle el planchón por las mulas y algún dinero en efectivo. De lo que le dio el belga ése, algo debe quedarle y, además, tiene los dos giros que le guardé. Creo que le alcanza y hasta le sobra algo para el viaje. Vaya a ver el planchón mañana temprano. Hay que examinar el motor, porque no trabaja hace más de cuatro meses. El casco tiene más remiendos que una gallina pero navega bien. Puede llegar con él hasta el estuario. Mañana tendremos noticias de lo que pasó en el páramo. Por ahora descanse un poco y ponga en orden sus cosas.
El Gaviero aceptó el plan de la ciega y le dijo que prefería ir en ese momento a ver a Tomasito para adelantar la preparación de lo que hubiera que hacerle a la gabarra. -Ahora no puede ir -le dijo doña Empera- porque está un sobrino suyo y no es muy de fiar. Tiene fama de soplón y parece que sirve a unos y a otros. Pero mañana en la madrugada regresa a unas matas de aguacate que tiene río arriba. No se apure. Mañana mismo queda todo listo. Tenemos varios días antes de que se definan las cosas.
La inacción le pesaba al Gaviero y le hacía sentir aún más la gravedad de la celada en la que había caído. Salió a dar un vistazo al camellón, frente al río. La cantina estaba cerrada. Regresó a su cuarto e intentó distraerse con la lectura de las cartas del Príncipe de Ligne. La infalible elegancia y la inteligente sobriedad de la prosa del gran señor, diplomático y galante, actuó como un lenitivo de eficacia inmediata. Toda su atención se trasladó a esos comienzos del siglo XIX, cuando, como dijera Talleyrand, los que habían conocido la dulzura de vivir, en el ocaso del Ancien Régime , continuaban dando una lección de buenas maneras, de sereno escepticismo y de cínico enjuiciamiento de las mudanzas que impone la política. Ningún bálsamo más eficaz para sus presentes perplejidades que el ejemplo del gran aristócrata belga que sorteó, con igual fortuna y una amable sonrisa, el patíbulo jacobino, la vigilancia de la policía de Viena y su gabinete negro y las mortales acechanzas de la corte zarista. La capacidad de Maqroll de instalarse plenamente en otra época y en un ámbito tan ajeno al presente, cuántas veces le había librado de sucumbir a las tribulaciones a que lo orillaba su vocación de vagabundo. La recobrada serenidad lo condujo al sueño y, sin desvestirse, quedó profundamente dormido sobre el jergón de bambú, arrullado con el correr de las aguas bajo su habitación.
Despertó al día siguiente muy temprano. Durante el desayuno, en la cocina, la ciega le dijo:
– Mi compadre ya está solo y tiene listo el planchón para que lo vea. Ya sabe, se llama Tomás Izquierdo, pero todos le decimos Tomasito. El rancho donde vive está al pie del río, después de las bodegas, en la desembocadura de la quebrada del Duende, entre una platanera. -Hacia allá se encaminó el Gaviero, pasando por la hilera de casas enjalbegadas y con techo de palma que formaban el destartalado villorio que tomó forma y nombre en la época del entusiasmo minero, de tan corta duración. No había un alma, las ventanas estaban cerradas y no se escuchaba el menor ruido en el interior de las casas, de costumbre siempre bulliciosas y animadas por la chiquillería y los gritos de las mujeres que hablaban, de un solar a otro, mientras lavaban la ropa o preparaban la comida. Debían estar todos ya levantados, porque el calor los sacaba de la cama desde muy temprano. Un temor flotaba sobre el caserío, un temor impreciso y vago que se resolvía en esa espera silenciosa del que adivina la cercanía de un desastre. Cuando llegó Maqroll a la cabaña de Tomasito, el dueño lo esperaba sentado en una silla de baqueta recostada contra una de las vigas que sostenían el techo de la choza. Esta no tenía paredes. En el interior colgaba una hamaca debajo de la cual dormía un perro que despertó al escuchar una voz extraña.
– ¡Cállate, Kaiser. -le gritó el viejo. El perro torno a dormir resignado.
Tomasito era un hombre de edad indefinida. Podía tener cincuenta años como noventa. El clima lo había trabajado de tal modo, que en ciertas zonas la piel se pegaba a los huesos y, en otras, colgaba amarillenta y sin vida. La boca desdentada sostenía un cigarro de hoja apagado que pasaba de una comisura a la otra con mecánica regularidad. Los ojos del hombre acaparaban toda la vida que parecía haberse retirado del resto del cuerpo, desmedrado y tembloroso. Brillaban negros, intensos, inquisidores, con una movilidad de expresión vertiginosa y febril. Parecían consumirse en una llama que aprovechara los restos de una hoguera a punto de apagarse. Tomasito invitó al Gaviero a bajar con él a la orilla para ver el planchón. Bajaron por una barranca arcillosa, gastada por los pasos de la gente. La corriente se remansaba allí, contenida por un espolón de tierra rojiza que penetraba varios metros en el agua. Amarrado a un trozo de riel, estaba el planchón. Tendría a lo sumo ocho metros de largo por tres de ancho. La quilla plana, llena de soldaduras y remiendos, cabeceaba con el embate del remolino y producía un monótono chapoteo. De cuatro varillas oxidadas, fijas en los costados de la embarcación, se sostenían un par de láminas de zinc manchadas con excrementos de los pájaros y jugos vegetales que caían de un gran palo de mango que se levantaba en la orilla. Tomasito explicó que el motor no tenía combustible y había que ponerle el acumulador que estaba guardado en casa de su comadre. Fueron por él y compraron cuatro galones de diesel en la tienda de Hakim. Éste, en un principio, se negó a abrir, pero al escuchar la voz de la ciega se apresuró a hacerlo, si bien con cara de pocos amigos.
– Si quiere mujeres no tiene más remedio que atendernos. Lo sabe muy bien. -El comentario de doña Empera no necesitaba mayores explicaciones.
Colocaron el acumulador y llenaron el tanque de combustible. Después de varios intentos, el motor se puso en marcha.
– Hay que regularlo. Así no va a ir muy lejos -comentó el Gaviero.
El viejo estuvo de acuerdo y empezaron a trabajar bajo un sol de justicia. Cuando consiguieron poner el motor a tiempo, Maqroll se dio cuenta de que la hélice no estaba balanceada. Tampoco así era posible partir río abajo ni controlar la embarcación en los trayectos en donde el agua estaba muy baja. Tomasito dijo que tenía una hélice de repuesto, pero también estaba en casa de doña Empera. Fueron por ella. Cuando lograron colocarla, se había venido la noche encima con la rapidez con la que llega en los trópicos. El Gaviero partió a casa de doña Empera para reunir sus pocas pertenencias. Al acercarse, oyó voces en la cocina y, por el tono, se dio cuenta de que se trataba de algo grave. Al entrar vio a un muchacho sentado en un asiento de esterilla, con los ojos desorbitados y temblando como con un ataque de malaria. Tenía la camisa manchada de sangre, al igual que los brazos y las rodillas. Doña Empera, sentada en su silla, tenía la cara vuelta hacia el muchacho. Una palidez marmórea le había detenido el rostro en una expresión de pavor como sólo los ciegos pueden tener en las tinieblas de su impotencia. El Gaviero preguntó qué sucedía. La ciega sólo pudo pronunciar algunas palabras con dificultad: