Amparo María se quedó con el Gaviero dos días más. No salía de la habitación sino para comer en la cocina con la ciega. Hablaba poco, menos que antes. Mostraba una condescendencia y una ternura que el Gaviero sentía como premonitorias de una separación inevitable. El arribo del barco continuaba retrasándose, lo que inquietaba a Maqroll porque, hasta ahora, siempre había llegado el día previsto. Amparo María regresó al llano de los Álvarez una mañana de lluvia. Al despedirse de su amigo, las lágrimas corrían por sus mejillas morenas y tersas, ceñidas a los altos pómulos y al diseño firme pero delicado de ese rostro que inquietaba al Gaviero. Quedaron en verse cuando pasara Maqroll por el llano, en su próximo viaje. -Te esperaré en el camino. Siempre te veo cuando vas subiendo, mucho antes de que llegues a la casa. Ten cuidado aquí. Ya sabes. -La muchacha sabía, entonces, más de lo que aparentaba. Era de esperarse, dada su amistad con la ciega y la confianza que le tenían en la hacienda. Esa discreción, madura y contenida, estaba en armonía con la natural altivez de su belleza. En esto, también, estaba emparentada con mujeres como Ilona o Flor Estévez, tan decisivas en la vida del Gaviero quien, al constatar este parentesco, sintió crecer en su interior una punzante nostalgia de los años en que le había sido dado disfrutar plenamente de la compañía y del solidario fervor de esas mujeres excepcionales en su vida errante y contraria.
Una madrugada lo despertó el sordo pitazo del barco que se acercaba al muelle. Estuvo todavía un rato en la cama, como tratando de aplazar el momento de enfrentar la realidad hostil que le esperaba. Cuando resolvió bajar al río, el calor estaba en su apogeo. Ya habían descargado casi todo lo que traía el barco para La Plata. Fue a la bodega y allí buscó entre la carga alguna caja que se pareciera a las que había transportado al Tambo. No halló nada semejante. Ya se iba, cuando el bodeguero lo llamó. Era un mestizo con gorra de marino que había sido blanca tiempo atrás y ahora tenía un color indefinido mezcla de mugre y de sudor apestoso. El hombre ya lo conocía de las anteriores ocasiones en que fue a recoger el cargamento.
– ¿Busca algo, el amigo? -le preguntó con desenfado molesto.
– Lo de siempre. Algo que me haya enviado un tal Van Branden -contestó el Gaviero mirando a los ojos purulentos de su interlocutor que lo examinaban con malicia y desconfianza.
– ¿Van Branden? Ah, sí, claro. Aquí hay dos cajas para usted. Las bajaron primero que todo y están aquí, a la sombra. Hay que protegerlas del sol. ¿Sabe? Son para el ferrocarril, ¿verdad? Claro, claro. Pase, pase. Allá están -dijo señalando dos cajas que se distinguían en el fondo del almacén. Cada palabra destilaba una doble intención cargada de oculto sentido. Maqroll fue a recoger las dos cajas que no pesaban mucho. Además de la armazón de madera, estaban envueltas en un papel metálico con marcas de color minio que, en algunas partes, habían sido cubiertas con pintura negra. El hombre de la bodega no le entregó recibo alguno y se limitó a decirle:
– Manéjelas con cuidado. Deben estar a la sombra y no recibir ningún golpe. Dice aquí que se entreguen a la mayor brevedad a los destinatarios en la cuchilla del Tambo. Así que ya sabe. Buen viaje. -Todo comenzaba a filtrarse con una celeridad alarmante. Era seguro que el hombre estaba al tanto de toda la farsa del ferrocarril y quién sabe de qué más detalles relacionados con la carga consignada a la cuchilla.
El Gaviero resolvió llevar él mismo las dos cajas y no quiso aceptar la ayuda de los muchachos que solían rondar por el muelle cuando arribaba un barco. Desde el primer instante en que las vio, se dio cuenta del contenido. Se había familiarizado con los explosivos en la mina de Cocora, donde tuvo que manejarlos durante más de un año, bregando por sacar algo de los ciegos socavones ya agotados. A pesar de que habían tratado de borrar los letreros, la envoltura y algunas instrucciones sobre el manejo de las cajas, indicaban a las claras que se trataba de TNT. Cada una debía contener, al menos, doce cartuchos cubiertos con su gelatina protectora y la correspondiente cantidad de fulminantes guardados, a su vez, en un pequeño recipiente de cartón. Pensó que tendría gracia que una mula, en el paso de los precipicios, golpeara una de esas cajas contra los salientes de roca de las paredes cortadas a pico y que apenas dejan paso para los animales. Pero, en verdad, a pesar del nuevo riesgo que venía a agregarse a los ya conocidos, en el fondo sentía una cierta indiferencia, un alivio de saber ya, con certeza, lo que tendría que cargar en su último viaje y en qué consistía ese infundio del ferrocarril. Así, todo aclarado, sentía el ánimo ligero y hasta un cierto gusto en aceptar el desafío. Una serenidad de jugador que cuida sus fichas, se instaló en él y vino a renovar su gusto por la aventura, perdido en la maraña de embustes y chapucerías en la que se había sentido atrapado por obra del tal Van Branden o Brandon, que para el caso daba igual. Por cierto que todos los indicios llevaban a creer que el infeliz debía estar ya ad patres.
Amparo María le había dicho que el Zuro no podría acompañarlo en el primer trayecto del viaje, desde La Plata al llano de los Álvarez, porque don Aníbal le encargó supervisar las provisiones que se preparaban en el monte en vista a una probable huida. Pese a las indicaciones del capitán Segura, no tuvo, pues, más remedio que acudir a alguien de La Plata para que le ayudase a cargar las mulas. Doña Empera, como siempre, vino a resolverle el problema. Consiguió para esa tarea a un muchacho, retrasado mental, cuya madre era la dueña de la rústica panadería que proporcionaba a la región un pan que a Maqroll siempre le pareció incomible. El muchacho se dedicaba a hacer mandados en el caserío, a pesar de expresarse con dificultad. No era fácil entender sus recados emitidos entre una lluvia de saliva y una oscilación de la cabeza que terminaba por marear a quien lo escuchaba. Como es común en tales casos, el infeliz tenía una fuerza muscular sorprendente y gracias a ella lo respetaban en La Plata, donde hasta los más broncos estibadores del muelle le temían.
La noche anterior a su partida Maqroll conversó largamente con la dueña de la casa. Los riesgos que corría en éste último viaje eran evidentes. Le dejó instrucciones sobre lo que debía hacer en caso de que perdiera la vida: informar por telegrama al banco de Trieste que le enviaba los giros, guardar para ella los dos libros que allí dejaba. Algún huésped que hablara francés se los podría leer eventualmente; quemar su ropa con todos los papeles que guardaba en una funda de hule, en el fondo de la maleta, sin mostrárselos a nadie; decirle a Amparo Maria que el haberla encontrado era el último regalo espléndido que le habían hecho los dioses. Para terminar, hicieron cuentas, Maqroll liquidó lo que debía en la pensión y se fue a dormir para madrugar al otro día.
Con el primer claror del alba la ciega lo despertó para decirle que allí estaba el muchacho listo para cargar los animales. Le llevaba una taza de café negro y unos bizcochos de yuca para el camino. El Gaviero se levantó y fue a supervisar el reparto de las cargas y la forma como debían ir las cajas sobre las angarillas. El muchacho ya había llevado hasta el establo, por indicaciones de la ciega, las cajas que estaban en el cuarto de Brandon. El Gaviero le indicó las dos que tenía en su habitación y le recomendó manejarlas con sumo cuidado. Una vez listas las mulas y cubiertas las cajas de TNT con una capa de hojas de maíz envuelta, a su vez, en una tela encerada, para protegerlas del calor, el Gaviero le pagó al hijo de la panadera. Sintió no poderlo llevar consigo, así fuera hasta el llano de los Alvarez, porque resultaba de mucha utilidad para manejar las bestias. Pero, en caso de algún encuentro peligroso, sería más un estorbo que una ayuda. El Gaviero se dispuso a partir y fue a despedirse de la ciega. A las primeras palabras de Maqroll, doña Empera lo interrumpió:
– Usted volverá. Lo sé. Aún tengo que contarle algo que le va a interesar mucho. Lo haremos a la vuelta. Cuando regrese, debe irse de inmediato. Aquí no va a quedar títere con cabeza. Me voy a encargar de arreglar su salida en la forma más expedita posible. Ahora, cuídese mucho, no haga barbaridades, no abuse de sus fuerzas y vaya con el ojo muy abierto. Aquí lo espero. Adiós. -La mujer regresó a la cocina con andar apresurado, golpeando nerviosamente su bastón contra la pared para orientarse.
En el camino, las palabras de la ciega volvían a cada instante para transmitirle la oculta certeza de que saldría bien del paso, pero, al mismo tiempo, la promesa de comunicarle algo que iba a interesarle muy especialmente no dejaba de inquietarlo. Se temía un aviso inopinado, una punzante noticia que le removía ciertas zonas de su pasado que prefería, por el momento, mantener intocadas y a oscuras. Cuando las mulas se detuvieron para beber en una quebrada, antes de la subida al llano de los Álvarez, la promesa de la dueña continuaba presente hasta el punto de que el trance sembrado de peligros que significaba ese último viaje al páramo había pasado a segundo término. Hasta el probable encuentro con Amparo María y el placer de sentirla en sus brazos se ocultaban en una niebla pesarosa y antigua.
Al llegar a la hacienda se encontró con que sólo quedaban allí algunas ancianas, con tres o cuatro criaturas enfermas que no pudieron acompañar a don Aníbal y a su gente quienes, desde el día anterior, habían partido hacia la montaña. Por ellas y los niños vendría mañana el Zuro para reunirlos con los demás. Una de las ancianas, que vivía con los tíos de Amparo María, se acercó a Maqroll y, en forma disimulada, le comentó:
– La niña Amparo Maria le dejó dicho que no la olvide y que, cuando pueda, abandone todo esto. Que le hace mucha falta, pero prefiere saber que está vivo a que lo vayan a venadear por ahí. Que vaya con cuidado.
Ya se temía que nadie iba a estar en el llano. Se conformó pensando que así estaban bien las cosas y sus amigos a salvo, con lo cual se sentía mejor dispuesto para la próxima etapa que era la más peligrosa. Las mujeres le ayudaron a descargar las mulas y le sirvieron algo de comer. Resolvió dormir en el establo para no abandonar la carga.
En la mañana las mismas mujeres le ayudaron a cargar de nuevo los animales. Luego de apurar un tazón de café, emprendió la subida hasta la cabaña de los mineros. Tenía la convicción de que en ese trayecto se hallaba la zona de mayor riesgo. Era evidente que, tanto el ejército como los contrabandistas, andaban rondando esos lugares. Pero, por otra parte, el paso con los explosivos por los desfiladeros constituía el peligro más inmediato y cierto. Cualquier roce con las paredes sembradas de rocas que sobresalían amenazantes y volaba con todo. Sabía, por su experiencia en el Cocora, que el manejo de los explosivos, por cuidadoso que sea, siempre está sujeto a fatales sorpresas. Basta que el frío endurezca la gelatina que protege los cartuchos, para que éstos empiecen a golpear unos con otros al paso de las mulas; o que las cajas en donde vienen los fulminantes se abran y éstos comiencen a rodar en medio de los cartuchos. Los riesgos de explosión aumentan, entonces, peligrosamente. Cuántas veces, en la mina de la que fue vigilante, vio volar por los aires recuas enteras con todo y arrieros. Nunca se sabía la causa del accidente. Recordaba las últimas palabras del viejo guardián que, al morir, le dejó su lugar: -Cuida la dinamita, muchacho. Es como las mujeres, nunca sabes por qué ni cuándo van a estallar.