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El cura tuvo que obedecer. No se atrevió a acusarlo de complicidad con Alcázar, porque un paso en falso le costaría lo que más le importaba en este mundo: su misión. Trajo la faltriquera y la colocó sobre la mesa.

– Esto pertenece a España. He enviado una carta a mis superiores y habrá una investigación al respecto -dijo.

– ¿Una carta? Pero si el barco no ha llegado aún… -interrumpió Alcázar.

– Dispongo de otros medios, más rápidos y seguros que el barco.

– ¿Están aquí todas las perlas? -preguntó Moncada, molesto.

– ¿Cómo puedo saberlo? Yo no estaba presente cuando fueron sustraídas, no sé cuántas había originalmente. Sólo Carlos puede contestar esa pregunta -replicó el misionero.

Esas palabras aumentaron las sospechas que Moncada ya tenía de su socio. Tomó al misionero por un brazo y lo llevó a viva fuerza delante del crucifijo que había sobre una repisa en la pared.

– Jure ante la cruz de Nuestro Señor que no ha visto otras perlas. Si miente, su alma se condenará al infierno -le ordenó.

Un silencio ominoso se impuso en la habitación, todos retuvieron el aliento y hasta el aire se inmovilizó. Lívido, el padre Mendoza se soltó de un tirón de la garra que lo paralizaba.

– ¡Cómo se atreve! -masculló.

– ¡Jure! -repitió el otro.

Diego e Isabel se adelantaron para intervenir, pero el padre Mendoza, deteniéndolos con un gesto, puso una rodilla en el suelo, la mano derecha en su pecho y los ojos en el Cristo tallado en madera por manos de indio. Temblaba de impresión y de rabia por la violencia a que era sometido, pero no temía ir a dar al infierno, al menos no por ese motivo.

– Juro ante la Cruz que no he visto otras perlas. Que mi alma se condene si miento -dijo con voz firme.

Durante una larga pausa nadie dijo una sola palabra, el único sonido fue la exhalación de alivio de Carlos Alcázar, cuya vida no valía un centavo si Rafael Moncada se enteraba de que se había quedado con la mejor parte del botín. Suponía que la bolsita de gamuza estaba en poder del enmascarado, pero no entendía por qué éste le había entregado las demás perlas al cura, si podía quedarse con todas. Diego adivinó el curso de sus pensamientos y le sonrió, desafiante.

Moncada debió aceptar el juramento del padre Mendoza, pero les recordó a todos que no daba por concluido ese asunto hasta colgar al culpable de la horca.

– ¡García! ¡Arresta a De la Vega! -repitió Rafael Moncada.

El gordo se secó la frente con la manga del uniforme y se dispuso a cumplir su cometido de mala gana.

– Lo siento -balbuceó, indicando a dos soldados que se lo llevaran.

Isabel se le puso por delante a Moncada aduciendo que no había pruebas contra su amigo, pero él la apartó de un brusco empujón.

Diego de la Vega pasó la noche encerrado en uno de los antiguos cuartos de servicio de la hacienda donde había nacido. Se acordaba incluso de quién lo ocupaba en la época en que él vivía allí con sus padres, una india mexicana de nombre Roberta que tenía media cara quemada por un accidente con una olla de chocolate hirviendo. ¿Qué habría sido de ella? No recordaba, en cambio, que esas habitaciones fueran tan miserables, cubículos sin ventanas, con suelo de tierra y muros de adobe sin pintar, amueblados con un jergón de paja, una silla y un arcón de palo.

Pensó que así había pasado la infancia Bernardo, mientras a pocos metros de distancia él dormía en una cama de bronce con cortina de tul para protegerlo de las arañas, en un aposento atiborrado de juguetes. ¿Cómo no lo había notado entonces? La casa estaba dividida por una línea invisible que separaba el ámbito de la familia del complejo universo de los criados. El primero, amplio y lujoso, decorado en estilo colonial, era un prodigio de orden, calma y limpieza, olía a ramos de flores y al tabaco de su padre. En el segundo hervía la vida: parloteo incesante, animales domésticos, riñas, trabajo. Esa parte de la casa olía a chile molido, a pan horneado, a ropa remojada en lejía, a basura.

Las terrazas de la familia, con sus azulejos pintados, sus trinitarias y fuentes, eran un paraíso de frescura, mientras que los patios de la servidumbre se llenaban de polvo en verano y de barro en invierno. Diego pasó horas incontables en el jergón del suelo, sudando el calor de mayo, sin ver luz natural. Faltaba aire, le ardía el pecho.

No podía medir el tiempo, pero sentía que había estado allí varios días. Tenía la boca seca y temía que el plan de Moncada fuera el de vencerlo por sed y hambre. A ratos cerraba los ojos y trataba de dormir, pero estaba demasiado incómodo. No había espacio para dar más de dos pasos, sentía los músculos acalambrados. Examinó el cuarto palmo a palmo buscando la forma de salir y no la encontró. La puerta tenía una sólida barra de hierro por fuera; ni Galileo Tempesta hubiera podido abrirla desde adentro.

Trató de desprender las tablas del techo, pero estaban reforzadas, era evidente que el lugar se usaba como celda. Mucho tiempo más tarde la puerta de su tumba se abrió y el rostro rubicundo del sargento García apareció en el umbral. A pesar de la debilidad que sentía, Diego calculó que podía aturdir al buen sargento con un mínimo de violencia, utilizando la presión en el cuello que le enseñó el maestro Escalante cuando lo entrenaba en el método de lucha de los miembros de La Justicia , pero no quería causarle problemas con Moncada a su antiguo amigo. Además, de esa manera podría salir de su celda, pero no podría escapar de la hacienda; era mejor esperar. El gordo colocó en el suelo una jarra de agua y una escudilla con frijoles y arroz.

– ¿Qué hora es, amigo mío? -le preguntó Diego, simulando un buen humor que estaba lejos de sentir.

García contestó con morisquetas y gestos de los dedos.

– ¿Las nueve de la mañana del martes, dices? Eso significa que he estado aquí dos noches y un día. ¡Qué bien he dormido! ¿Sabes cuáles son las intenciones de Moncada?

García negó con la cabeza.

– ¿Qué te pasa? ¿Tienes órdenes de no hablarme? Bueno, pero nadie te dijo que no podías escucharme, ¿verdad?

– Hmmm -asintió el otro.

Diego se estiró, bostezó, se bebió el agua y saboreó con parsimonia la comida, que le pareció deliciosa, como le comentó a García, mientras charlaba sobre tiempos pasados: las aventuras estupendas de la infancia, el valor que siempre demostró García cuando se enfrentó con Alcázar y atrapó a un oso vivo. Con razón era tan admirado por los rapaces de la escuela, concluyó. No era exactamente así como el sargento recordaba aquella época, pero esas palabras cayeron como un bálsamo sobre su alma magullada.

– En nombre de nuestra amistad, García, tienes que ayudarme a salir de aquí -concluyó Diego.

– Me gustaría, pero soy soldado y el deber está antes que todo -respondió el otro en un susurro, mirando por encima del hombro para verificar que nadie los oía.

– Nunca te pediría que faltaras a tu deber o cometieras un acto ilegal, García, pero nadie puede culparte si la puerta no queda bien atrancada…

No hubo tiempo de continuar la conversación, porque llegó un soldado a indicarle al sargento que don Rafael Moncada esperaba al prisionero.

García se enderezó la casaca, sacó pecho y chocó los talones con aire marcial, pero le guiñó un ojo a Diego. Alzaron al detenido por los brazos y lo condujeron al salón principal: sosteniéndolo casi en vilo hasta que pudo afirmarse en las piernas dormidas por la inmovilidad.

Con pesar, Diego comprobó una vez más los cambios, su hogar tenía aspecto de cuartel. Lo sentaron en una de las sillas del salón y lo ataron por el pecho al respaldo y por los tobillos a las patas del mueble. Se dio cuenta de que el sargento cumplía su obligación a medias, las amarras no quedaron bien apretadas y con algo de maña podría soltarse, pero había soldados por todas partes. «Necesito una espada», le susurró a García en un momento en que el otro uniformado se alejó un par de pasos.

El gordo casi se ahoga de susto ante semejante solicitud; a Diego se le pasaba la mano, ¿cómo iba a darle un arma en esas circunstancias? Le costaría varios días en el cepo y su carrera militar. Lo palmoteo con cariño en el hombro y se fue, cabizbajo y arrastrando los pies, mientras el guardia se apostaba en un rincón a vigilar al cautivo.

Diego estuvo en la silla por más de dos horas, que empleó para sustraer con disimulo las manos de las cuerdas, pero no podía desamarrarse los tobillos sin llamar la atención del soldado, un inconmovible mestizo con aspecto de estatua azteca. Intentó atraerlo fingiendo que se ahogaba de tos, después le rogó que le diera un cigarro, un vaso de agua, un pañuelo, pero no hubo forma de que se aproximara. Por toda respuesta aprontaba el arma y lo observaba con sus ojillos de piedra, que apenas asomaban sobre sus pómulos prominentes. Diego concluyó que si ésa era una estrategia de Moncada para bajarle los humos y ablandarle la voluntad, estaba dando buen resultado.

Por fin, a media tarde hizo su entrada Rafael Moncada, pidiendo disculpas por haber incomodado a una persona tan fina como Diego. Nada más lejos de su ánimo que hacerle pasar un mal rato, dijo, pero dadas las circunstancias no podía actuar de otro modo. ¿Sabía Diego cuánto rato estuvo encerrado en el cuarto de servicio? Exactamente el mismo número de horas que él permaneció en la cámara secreta de Tomás de Romeu, antes de que acudiera su tía a sacarlo. Una curiosa coincidencia. Aunque él se preciaba de tener sentido del humor, la broma aquella había sido algo pesada.

En todo caso, le agradecía que lo hubiese librado de Juliana; desposar a una mujer de condición inferior habría arruinado su carrera, tal como le había advertido tantas veces su tía, pero en fin, no estaban allí para hablar de Juliana, ése era un capítulo cerrado. Suponía que Diego -¿o debía llamarlo el Zorro?- deseaba conocer la suerte que le aguardaba. Era un delincuente de la misma calaña que su padre, Alejandro de la Vega; de tal palo, tal astilla. Apresarían al viejo, de eso no cabía duda, y se secaría en un calabozo. Nada le daría más placer que ahorcar al Zorro con su propia mano, pero no era ése su papel, añadió. Lo mandaría a España, en cadenas y bajo estricta vigilancia, para que fuese juzgado donde mismo había iniciado su carrera criminal y donde dejó suficientes pistas para condenarlo.

En el gobierno de Fernando VII se aplicaba el peso de la ley con la firmeza adecuada, no como en las colonias, donde la autoridad era un chiste. A los delitos cometidos en España se sumaban los de California: había asaltado la prisión de El Diablo, provocado un incendio, destruido propiedades del reino, herido a un militar y conspirado en la fuga de prisioneros.

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