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Su merced:

Me encuentro bien y estoy aprendiendo mucho, especialmente filosofía y latín en el Colegio de Humanidades. Le complacerá a usted saber que el maestro Manuel Escalante me ha acogido en su Academia y me distingue con su amistad, un honor inmerecido, por cierto. Permítame contarle algo sobre la situación que se vive aquí. Su dilecto amigo, don Tomás de Romeu, es un afrancesado. Hay otros liberales como él, que comparten las mismas ideas políticas, pero detestan a los franceses. Temen que Napoleón convierta a España en satélite de Francia, lo que aparentemente don Tomás de Romeu vería con buenos ojos.

Tal como su merced me lo ordenó, he visitado a su excelencia, doña Eulalia de Callís. Por ella me he enterado de que la nobleza, como la Iglesia católica y el pueblo, espera el regreso del rey Fernando VII, a quien llaman el Deseado. El pueblo, que desconfía por igual de franceses, liberales, nobles y cualquier cambio, se ha propuesto expulsar a los invasores y lucha con lo que tiene a mano: hachas, garrotes, cuchillos, picas y azadones.

Estos temas le resultaban interesantes, no se hablaba de otros en el Colegio de Humanidades y en la casa de Tomás de Romeu, pero no le quitaban el sueño. Estaba ocupado en mil asuntos diferentes, siendo el principal de ellos la contemplación de Juliana. En ese caserón enorme, imposible de iluminar o calentar, la familia usaba sólo algunos salones del piso noble y un ala de la segunda planta. Bernardo sorprendió más de una vez a Diego colgado como una mosca del balcón para espiar a Juliana cuando ella cosía con Nuria o estudiaba sus lecciones.

Las niñas se habían librado del convento, donde se educaban las hijas de familias de postín, gracias a la antipatía de su padre por los religiosos. Decía Tomás de Romeu que tras las celosías de los conventos las pobres doncellas eran pasto de monjas malévolas, que les llenaban la cabeza de demonios, y de clérigos pervertidos, que las manoseaban con el pretexto de confesarlas. Les asignó un tutor, un esmirriado fulano con la cara marcada de viruela, que desfallecía en presencia de Juliana y a quien Nuria vigilaba de cerca, como un halcón. Isabel asistía a las clases, aunque el maestro la ignoraba hasta el punto de que nunca aprendió su nombre.

Juliana se relacionaba con Diego como con un alocado hermano menor. Lo llamaba por el nombre de pila y lo tuteaba, siguiendo el ejemplo de Isabel, quien le dio desde el principio un trato cariñoso e íntimo. Mucho después, cuando a todos se les complicó la vida y pasaron pellejerías juntos, Nuria también lo tuteaba, porque llegó a quererlo como a un sobrino, pero en esa época todavía le decía don Diego, ya que la fórmula familiar sólo se empleaba entre parientes o al dirigirse a una persona inferior.

Juliana pasó semanas sin sospechar que le había roto el corazón a Diego, tal como jamás se dio cuenta de que había hecho lo mismo con su infeliz tutor. Cuando Isabel se lo hizo notar, se echó a reír alborozada; felizmente él no lo supo hasta varios años más tarde.

Le tomó muy poco tiempo a Diego comprender que Tomás de Romeu no era ni tan noble ni tan rico como le pareció al principio. La mansión y sus tierras habían pertenecido a su difunta esposa, única heredera de una familia de burgueses que hizo fortuna en la industria de la seda. Al morir su suegro, Tomás quedó a cargo de los negocios, pero no era persona de grandes iniciativas comerciales y empezó a perder lo heredado. Contrario a la reputación de los catalanes, sabía gastar dinero con donaire, pero no sabía ganarlo. Año a año habían disminuido sus entradas y a ese ritmo pronto se vería obligado a vender su casa y bajar de nivel social.

Entre los numerosos pretendientes de Juliana se contaba Rafael Moncada, un noble de considerable fortuna. Una alianza con él resolvería los problemas de Tomás de Romeu, pero debemos decir en su honra que jamás presionó a su hija para que aceptara a Moncada. Diego calculó que la hacienda de su padre en California valía varias veces más que las propiedades de Tomás de Romeu y se preguntó si Juliana estaría dispuesta a irse con él al Nuevo Mundo. Se lo planteó a Bernardo y éste le hizo ver, en su idioma personal, que si no se apuraba, otro candidato más maduro, guapo e interesante le arrebataría a la doncella.

Acostumbrado a los sarcasmos de su hermano, Diego no se desmoralizó, pero decidió apresurar al máximo su educación. No veía la hora de adquirir dignidad de hidalgo hecho y derecho. Se familiarizó con el catalán, lengua que le parecía muy melodiosa, asistía al Colegio e iba a diario a clases en la Academia de Esgrima para Instrucción de Nobles y Caballeros del maestro Manuel Escalante.

La idea que Diego se había hecho del célebre maestro no coincidía para nada con la realidad. Después de haber estudiado hasta la última coma del manual escrito por Escalante, lo imaginaba como Apolo, un compendio de virtudes y belleza viril. Resultó ser un hombrecillo desagradable, meticuloso, pulcro, de rostro ascético, labios desdeñosos y bigotillo engomado, para quien la esgrima parecía ser la única religión válida. Sus alumnos eran nobles de pura cepa, menos Diego de la Vega, a quien aceptó no tanto por la recomendación de Tomás de Romeu, sino porque pasó con honores el examen de admisión.

– En garde, monsieur! -ordenó el maestro.

Diego adoptó la segunda posición: el pie derecho a corta distancia del otro, las puntas formando un ángulo recto, las rodillas algo dobladas, el cuerpo perfilado y a plomo sobre las caderas, la vista al frente, los brazos relajados.

– ¡Cambio de guardia adelante! ¡A fondo! ¡Cambio de guardia atrás! ¡Uñas adentro! ¡Guardia de tercera! ¡Extensión del brazo!

Coupé!

Pronto el maestro dejó de darle instrucciones. De los fingimientos pasaron rápidamente a los acometimientos, estocadas de fondo, tajos y reveses, como una violenta y macabra danza. A Diego se le calentó el ánimo y empezó a batirse como si tuviera la vida en jaque, con un ímpetu cercano a la ira. Escalante sintió que por primera vez en muchos años le corría el sudor por la frente y le empapaba la camisa. Estaba complacido y un esbozo de sonrisa empezaba a perfilarse en sus delgados labios. Jamás prodigaba alabanzas a nadie, pero quedó impresionado con la velocidad, precisión y fuerza del joven.

– ¿Dónde dice haber aprendido esgrima, caballero? -preguntó después de cruzar los floretes con él durante unos minutos.

– Con mi padre, en California, maestro.

– ¿California?

– Al norte de México…

– No es necesario explicármelo, he visto un mapa -le interrumpió secamente Manuel Escalante.

– Perdone, maestro. He estudiado su libro y he practicado durante años… -balbuceó Diego.

– Ya lo veo. Es un alumno aprovechado, según parece. Le falta controlar la impaciencia y adquirir elegancia. Tiene el estilo de un corsario, pero eso puede remediarse. Primera lección: calma. Jamás se debe combatir con rabia. La firmeza y estabilidad del acero dependen de la ecuanimidad del espíritu. No lo olvide. Lo recibiré de lunes a sábado a las ocho de la mañana en punto; si falta una sola vez, no es necesario que regrese. Buenas tardes, caballero.

Con eso lo despidió. Diego tuvo que controlarse para no chillar de alegría, pero una vez en la calle daba saltos en torno a Bernardo, quien le esperaba en la puerta junto a los caballos.

– Nos convertiremos en los mejores espadachines del mundo, Bernardo. Sí, hermano, me oíste bien, aprenderás lo mismo que yo. Estoy de acuerdo, el maestro no te aceptará, es muy quisquilloso. Si supiera que tengo un cuarto de sangre india me sacaría a bofetadas de su academia. Pero no te preocupes, pienso enseñarte todo lo que aprenda. Dice el maestro que me falta estilo. ¿Qué será eso?

Manuel Escalante cumplió la promesa de pulir a Diego y éste cumplió la suya de traspasar sus conocimientos a Bernardo. Practicaban esgrima a diario en uno de los grandes salones vacíos de la casa de Tomás de Romeu, casi siempre con Isabel. Según Nuria, esa niña tenía una curiosidad satánica por cosas de hombres, pero encubría sus travesuras porque la había criado desde que perdió a su madre al nacer.

Isabel consiguió que Diego y Bernardo le enseñaran a manejar el florete y a montar a horcajadas a caballo, como hacían las mujeres en California. Con el manual del maestro Escalante pasaba horas practicando sola frente a un espejo, ante la mirada paciente de su hermana y de Nuria, que bordaban tapicerías con punto de cruz. Diego se resignó a la compañía de la chiquilla por interés: ella lo convenció de que podía interceder en su favor ante Juliana, cosa que no hizo jamás. Bernardo, en cambio, siempre daba muestras de estar encantado con su presencia.

Bernardo ocupaba un lugar impreciso en la jerarquía de la casa, donde vivían alrededor de ochenta personas entre sirvientes, empleados, secretarios y allegados, como se les decía a los parientes pobres que Tomás de Romeu albergaba bajo su techo. Dormía en una de las tres habitaciones puestas a disposición de Diego, pero no tenía acceso a los salones de la familia, salvo que fuese convocado, y comía en la cocina.

Carecía de función determinada y le sobraba tiempo para recorrer la ciudad.

Llegó a conocer a fondo los diferentes rostros de la bulliciosa Barcelona, desde las mansiones señoriales de los nobles de Cataluña, hasta los hacinados cuartos llenos de ratas y piojos del bajo pueblo, donde inevitablemente se desataban riñas y epidemias; desde el antiguo barrio de la catedral, construido sobre ruinas romanas, con su laberinto de tortuosas callejuelas por donde apenas pasaba un burro, hasta los mercados populares, las tiendas de los artesanos, las ventas de baratijas de los turcos y los muelles, siempre atestados por una variopinta multitud.

Los domingos, a la salida de misa, se quedaba vagando cerca de las iglesias para admirar a los grupos que bailaban delicadas sardanas, que le parecían un reflejo perfecto de la solidaridad, el orden y la falta de ostentación de los barceloneses.

Como Diego, aprendió catalán, para enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Se empleaban castellano y francés para el gobierno y en alta sociedad, latín para asuntos académicos y religiosos, catalán para el resto. El silencio y el aire de dignidad que emanaba le ganaron el respeto de la gente de la casa. La servidumbre, que lo llamaba cariñosamente el indiano, no averiguó si era sordo o no, asumió que lo era y por lo tanto hablaba delante de él sin cuidarse, eso le permitía averiguar muchas cosas.

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