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Los jóvenes se despidieron con pesar de la tripulación de la Santa Lucía y bajaron a tierra con su equipaje, bien armados con las pistolas de duelo, la espada y el látigo de Diego, tan mortífero como un cañón, además del cuchillo de Bernardo, arma de muchos usos, desde limpiarse las uñas y rebanar el pan, hasta cazar presas mayores. Alejandro de la Vega les había advertido que no confiaran en nadie. Los nativos tenían fama de ladrones y por lo tanto debían turnarse para dormir, sin perder de vista los baúles en ningún momento.

A Diego y Bernardo la ciudad de Panamá les pareció magnífica, porque cualquier cosa comparada con el pueblito de Los Ángeles seguramente lo era. Por allí pasaban, desde hacía tres siglos, las riquezas de las Américas rumbo a las arcas reales de España. De Panamá eran transportados en recuas de mulas a través de las montañas y luego en botes por el río Chagres hasta el mar Caribe. La importancia de ese puerto, así como la de Portobelo, en la costa atlántica del istmo, había disminuido en la misma medida en que mermaron el oro y la plata de las colonias.

También se podía llegar desde el océano Pacífico al Atlántico dando la vuelta al continente por el extremo sur, en el cabo de Hornos, pero bastaba echar una mirada al mapa para darse cuenta de que era un trayecto eterno. Tal como explicó el padre Mendoza a los muchachos, el cabo de Hornos queda donde se termina el mundo de Dios y empieza el mundo de los espectros.

Atravesando la angosta cintura del istmo de Panamá, un viaje que sólo requiere un par de días, se ahorran meses de navegación, por lo mismo el emperador Carlos I soñaba, ya en 1534, con abrir un canal para unir los dos océanos, idea descabellada, como tantas que se les ocurren a ciertos monarcas. El mayor inconveniente del lugar eran las miasmas, o emanaciones gaseosas, que se desprendían de la vegetación podrida de la selva y de los lodazales de los ríos, dando origen a horripilantes plagas.

Un número aterrador de viajeros moría fulminado por fiebre amarilla, cólera y disentería. Tampoco faltaban quienes se volvían locos, según decían, pero supongo que se trataba de gente imaginativa, poco apta para andar suelta en los trópicos. En las epidemias morían tantos, que los sepultureros no cubrían las fosas comunes, donde se apilaban los cadáveres, porque sabían que llegarían más en las próximas horas.

Para proteger a Diego y Bernardo de esos peligros, el padre Mendoza les entregó sendas medallas de san Cristóbal, patrono de viajeros y navegantes. Estos talismanes dieron milagrosos resultados y ambos sobrevivieron. Menos mal, porque de otro modo no tendríamos esta historia. El calor de hoguera les impedía respirar, y debían matar los mosquitos a zapatazos, pero por lo demás lo pasaron muy bien.

Diego estaba encantado en esa ciudad, donde nadie los vigilaba y había tantas tentaciones para escoger. Sólo la santurronería de Bernardo le impidió terminar en un garito clandestino o en brazos de una mujer de buena voluntad y mala reputación, donde tal vez habría perecido de una puñalada o de exóticas enfermedades. Bernardo no pegó los ojos esa noche, no tanto para defenderse de los bandidos, como para cuidar a Diego.

Los hermanos de leche cenaron en una fonda del puerto y pernoctaron en el dormitorio común de un hostal, donde los viajeros se acomodaban como podían en jergones en el suelo. Mediante pago doble, consiguieron hamacas y roñosos mosquiteros, así estaban más o menos a salvo de ratones y cucarachas.

Al día siguiente cruzaron las montañas para dirigirse a Cruces por una buena vía de adoquines, del ancho de dos mulas, que con su característica falta de inventiva para los nombres, los españoles llamaban Camino Real. En las alturas el aire era menos denso y húmedo que en las tierras bajas, y la vista tendida a sus pies era un verdadero paraíso. En el verde absoluto de la selva brillaban, como prodigiosas pinceladas, aves de plumaje enjoyado y mariposas multicolores. Los nativos resultaron ser personas sumamente decentes y, en vez de aprovecharse de la inocencia de los dos jóvenes viajeros, como correspondía a su mala fama, les ofrecieron pescado con plátano frito y esa noche los hospedaron en una choza infestada de sabandijas, pero donde al menos estaban protegidos de las lluvias torrenciales.

Les aconsejaron evitar las tarántulas y ciertos sapos verdes, que escupen a los ojos y dejan ciego, así como una variedad de nuez que quema el esmalte de los dientes y produce calambres mortales en el estómago.

El río Chagres en algunos trechos parecía un pantano espeso, pero en otros era de aguas prístinas. Se recorría en canoas o en botes chatos, con capacidad para ocho o diez pasajeros con su equipaje. Diego y Bernardo debieron aguardar un día completo, hasta que se juntaron suficientes personas para llenar la embarcación. Quisieron darse un chapuzón en el río para refrescarse -el calor pesado aturdía a las culebras y silenciaba a los monos-, pero apenas introdujeron un pie en el agua despertaron los caimanes, que dormitaban bajo la superficie, mimetizados con el fango.

Los chavales retrocedieron deprisa, entre las carcajadas de los nativos. No se atrevieron a beber el agua verdosa con guarisapos que les ofrecían sus amables anfitriones, y aguantaron la sed hasta que otros viajeros, rudos comerciantes y aventureros, compartieron con ellos sus botellas de vino y cerveza.

Aceptaron tan ansiosos y bebieron con tanto gusto, que después ninguno de los dos fue capaz de recordar esa parte de la travesía, salvo la peculiar forma de navegar de los nativos. Seis hombres, provistos de largas pértigas, iban de pie sobre dos pasarelas a ambos lados de la embarcación. Empezando por la popa, enterraban las puntas de las pértigas en el lecho del río, y caminaban lo más rápido posible hacia la proa, empujando con todo el cuerpo, así avanzaban, incluso contra la corriente.

Debido al calor, iban desnudos. El recorrido tomó más o menos dieciocho horas, que Diego y Bernardo hicieron en un estado de alucinación etílica, despatarrados bajo el toldo que los protegía del sol de lava ardiente sobre sus cabezas. Al llegar a su destino, los otros viajeros, entre codazos y risas, los bajaron del bote a empujones. Así perdieron, en las doce leguas de camino entre la desembocadura del río y la ciudad de Portobelo, uno de los baúles con gran parte del ajuar de príncipe adquirido por Alejandro de la Vega para su hijo. Fue un hecho más bien afortunado, porque a California no había llegado todavía la última moda europea en el vestir. Los trajes de Diego eran francamente para la risa.

Portobelo, fundada en el 1500 en el golfo del Darién, era una ciudad fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros para España y llegaba la mercadería europea a América. En opinión de los antiguos capitanes, no existía en las Indias un puerto más capaz y seguro. Contaba con varios fuertes para la defensa, además de inexpugnables arrecifes.

Los españoles construyeron las fortalezas con corales extraídos del fondo del mar, maleables cuando estaban húmedos, pero tan resistentes al secarse, que las balas de los cañones apenas les hacían mella. Una vez al año, cuando llegaba la Flota del Tesoro, se organizaba una feria de cuarenta días y entonces la población aumentaba con miles y miles de visitantes.

Diego y Bernardo habían oído que en la Casa Real del Tesoro se apilaban los lingotes de oro como leños, pero se llevaron una desilusión, porque en los últimos años la ciudad había decaído, en parte por los ataques de piratas, pero más que nada debido a que las colonias americanas ya no eran tan rentables para España como lo fueran antes.

Las viviendas de madera y piedra estaban desteñidas por la lluvia, los edificios públicos y bodegas estaban invadidos de maleza, las fortalezas languidecían en una siesta eterna. A pesar de ello, había varios barcos en el puerto y un enjambre de esclavos cargando metales preciosos, algodón, tabaco, cacao, y descargando bultos para las colonias. Entre las embarcaciones se distinguía la Madre de Dios, en la que Diego y Bernardo cruzarían el Atlántico.

Esa nave, construida cincuenta años antes, pero aún en excelente estado, tenía tres mástiles y velas cuadradas. Era más grande, lenta y pesada que la goleta Santa Lucía y se prestaba mejor para viajes a través del océano. La coronaba un espectacular mascarón de proa en forma de sirena. Los marineros creían que los senos desnudos calmaban el mar y los de esa esfinge eran opulentos.

El capitán, Santiago de León, demostró ser un hombre de personalidad singular. Era de corta estatura, enjuto, con las facciones talladas a cuchillo en un rostro curtido por muchos mares. Cojeaba, debido a una desgraciada operación para quitarle una bala de la pierna siniestra, que el cirujano no pudo extraer, pero en el intento lo dejó baldado y dolorido para el resto de sus días.

El hombre no era proclive a quejarse, apretaba los dientes, se medicaba con láudano y procuraba distraerse con su colección de fantasiosos mapas. En ellos figuraban lugares que tenaces viajeros han buscado por siglos sin éxito, como El Dorado, la ciudad de oro puro; la Atlántida, el continente sumergido cuyos habitantes son humanos pero tienen agallas, como los peces; las islas misteriosas de Luquebaralideaux, en el mar Salvaje, pobladas por enormes salchichas de filudos dientes, pero carentes de huesos, que circulan en manadas y se alimentan de la mostaza que fluye en los arroyos y, según se cree, puede curar hasta las peores heridas.

El capitán se entretenía copiando los mapas y agregando sitios de su propia invención, con detalladas explicaciones; luego los vendía a precio de oro a los anticuarios de Londres. No pretendía engañar, siempre los firmaba de puño y letra y agregaba una hermética frase que cualquier entendido conocía: «Obra numerada de la Enciclopedia de Deseos, versión íntegra».

El viernes la carga estaba a bordo, pero la Madre de Dios no zarpó porque Cristo murió un viernes. Ese es mal día para iniciar la navegación. El sábado, los cuarenta hombres de la tripulación se negaron a partir porque se les cruzó un sujeto de cabello rojo en el muelle y un pelícano cayó muerto sobre el puente del barco, dos pésimos augurios. Por fin el domingo Santiago de León consiguió que su gente desplegara las velas.

Los únicos pasajeros eran Diego, Bernardo, un auditor, que regresaba de México a la patria, y su hija de treinta años, fea y quejumbrosa.

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