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Libre de Vázquez, Lepprince pudo respirar al fin, pero un hecho imprevisible torció su vida. María Coral, a quien Lepprince seguía amando, volvió a Barcelona. Pratz la localizó -la dueña del cabaret me dijo, cuando fui a preguntar por la dirección de la gitana, que otro hombre me había precedido con idéntica intención- y sin avisar a Lepprince resolvió acabar con ella. Es casi seguro que la envenenó. María Coral habría muerto de no haber sido por mi providencial indiscreción. Lepprince y Pratz debieron de discutir airadamente. El alemán insistía en deshacerse de un testigo tan peligroso, pero Lepprince le disuadió. Casó a María Coral conmigo y reanudó su relación amorosa con la gitana.

– Y ahora viene la moraleja de la historia -dijo el comisario-. Lepprince había matado, robado y traicionado para obtener el dominio de la empresa Savolta, pero una vez lo tuvo en sus manos, la empresa estaba en quiebra.

El final de la guerra dio al traste con las expectativas comerciales de la fábrica de armas. Lepprince no era un hábil comerciante como habían sido Parells y Savolta y no supo adaptarse a las circunstancias, abrir nuevos mercados, reducir los gastos… Se fue hundiendo en un cenagal de créditos, garantías, avales, hipotecas, documentos y trabazones. Cortabanyes le aconsejó que se desprendiera de las acciones y Lepprince hizo algunos tanteos en este sentido. Pere Parells tuvo noticia de los manejos del francés, perdió los estribos y provocó un escándalo. Lepprince, por aquellas fechas, estaba intentando iniciar una carrera política que le sirviera de salvaguarda cuando se produjera el cataclismo. La intervención airada de Parells no podía ser más inoportuna y, por otra parte, desenterraba el viejo asunto de la carta de Pajarito de Soto -por entonces Lepprince creía que Parells la tenía en su poder-, así que hizo que sus hombres despachasen a Parells. Fue una decisión inútil: ni el viejo financiero tenía la carta, ni su muerte detuvo un proceso irreversible. La publicidad que pronto tuvieron las relaciones de Lepprince con María Coral y la tentativa de suicidio de la gitana -que todas las lenguas atribuyeron al francés- acabó con su carrera política. Lepprince era un despojo. Victor Pratz decidió huir y se llevó consigo a María Coral. Sin dinero, sin amigos, desertado por Pratz y por su amada, Lepprince vio abrirse la tierra bajo sus pies, pero no era hombre que se rindiera sin lucha, de modo que recurrió a mí y me puso tras las huellas de los fugitivos. Sabía la ruta que éstos habían de seguir, es decir, la ruta por la que antaño los envíos de armas pasaban la frontera -Víctor Pratz, reclamado por la policía francesa, no tenía otra alternativa- y contaba con que yo les alcanzaría merced a la ventaja de contar con vehículo propio. Calculaba el francés que del enfrentamiento yo resultaría muerto, con lo cual se libraría de un testigo y conseguiría que María Coral, cuyo cariño hacia mí le constaba, abandonase a Pratz. Si, por una ironía del destino, era yo quien acababa con Pratz, Lepprince no dudaba de que regresaría con María Coral a Barcelona. Sea como sea, no llegó a saber el resultado de sus manejos porque murió.

– ¿Cómo murió Lepprince? -quise saber.

El comisario Vázquez se mostró esquivo.

– No creo que lo sepamos jamás. Tal vez se trate, a fin de cuentas, de un suicidio o de un accidente.

Hizo una pausa, en la que pareció luchar con la tentación de añadir algo, y luego, bajando la voz, dijo precipitadamente:

– Oiga, Miranda, yo siempre he pensado que Lepprince era un peón de alguien… -señaló al techo muy alto, usted ya me comprende. Para mí que lo hicieron desaparecer, pero esto es sólo una teoría. No le diga a nadie que se lo he dicho yo.

Llamó al camarero y pagó. Su rostro se había tornado sombrío, como si sus palabras fueran un presagio certero de su propia muerte, acaecida en circunstancias misteriosas hace pocos días. Cuando salimos a la calle la lluvia remitía. Nos despedimos con afecto y no volvimos a vernos más.

A la mañana siguiente fui al despacho de Cortabanyes con la remota esperanza de disipar algunas dudas. Llovía y la ciudad estaba enfangada. Me costó encontrar un coche y llegué calado, de mal humor. Me abrió la puerta un joven de aspecto pueblerino a quien no conocía.

– ¿Qué desea el señor? -me preguntó con timidez.

– Quiero ver al abogado señor Cortabanyes

– ¿A quién debo anunciar?

– Al señor Miranda.

– Tenga la bondad de aguardar un instante.

Desapareció en el gabinete y a poco volvió a salir y se hizo a un lado. Cortabanyes apareció resollando y vino a mi encuentro y me dio un abrazo cariñoso y deferente. El jovenzuelo nos miraba deslumbrado.

Cortabanyes y yo pasamos al gabinete y el abogado cerró la puerta tras de sí.

– ¿Qué te trae por aquí, Javier?

– Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar, señor Cortabanyes.

– Tú dirás, hijo. Nada malo, supongo… Si vienes a pedirme dinero…

No parecía excesivamente afectado por la muerte de Lepprince. Pensé que Vázquez se había dejado llevar por la fantasía al hacer ciertas insinuaciones. Aunque bien podía ser que Cortabanyes estuviese asustado y optara por el disimulo. Decidí no abordar la cuestión directamente.

– Me ha parecido notar la ausencia de Serramadriles -dije.

– Sí, se fue hace un par de meses, ¿no lo sabías? Ha instalado un despachito por su cuenta. Yo le paso asuntos… de poca monta, de esos que dan mucho trabajo y rinden poco. Así se va formando una clientela para el día de mañana y se brega un poco en este terreno tan resbaladizo y empinado. Creo que piensa casarse pronto, pero no me ha presentado aún a su novia. Mejor así, ¿no te parece? Me ahorraré un regalo de bodas, je, je, je.

– ¿Y la Doloretas?

– Sigue igual, pobre mujer. No creo que se recupere nunca. Ya ves, en tan poco tiempo he perdido a mis tres colaboradores. Ahora me ha venido ese chico. Parece que vale, pero acaba de llegar a Barcelona y está un poco aturdido. Es igual, ya se despabilará, ya lo creo que se despabilará. Como todos. Y hasta hará los posibles por arrancarme de mi butaca y poner aquí sus posaderas. Como todos, hijo, así es la vida.

No había dejado de cloquear, subrayando cada una de sus frases. Consideré llegado el momento de abordar el tema de Lepprince.

– Oh, hijo mío, yo no sé nada. Sólo lo que dicen los periódicos y aun eso lo he leído con dificultad. Pierdo vista de día en día. Luego están las habladurías, claro. No podían faltar. Que si estaba en bancarrota y todo eso. Yo, personalmente, opino que sí, que no le iban bien las cosas. Quiebra, lo que se dice quiebra, no lo puedo asegurar. Me consta que fue mendigando por los bancos y que le dieron con la puerta en las narices. Es lógico. Las guerras han terminado, según se dice ahora en París y en Berlín y en todas partes; los conflictos los resolverá esa dichosa Sociedad de Naciones y las armas sólo servirán para los desfiles, los museos y la caza. Ojalá sea cierto, aunque me permito dudarlo. ¿Cómo? Ah, sí, volviendo al tema, no creo que Lepprince incendiara su propia fábrica para impedir el embargo y la subasta. Estas cosas ya no se hacen. Sí, desde luego, posible sí es, pero ya te digo que no lo creo. No, a mí no me consta que hubiese ningún seguro, aparte de los normales, ya sabes: incendio, robo y esas cosas. Por supuesto, el seguro de incendio se cobrará, pero no creo que llegue a cubrir la décima parte de las deudas. Claro que nadie piensa en levantar la fábrica de nuevo. No, las acciones no se cotizan en Bolsa desde que murió Savolta. En realidad, cuando Lepprince se hizo cargo de la empresa ya estaba muerta. Yo se lo quise decir, pero no hubo forma de que entendiera. Sí, tenía ideas fantásticas y no escuchaba, ése fue su mal. ¿Suicidio? No quiero ni pensarlo, líbreme Dios. Asesinato…, es posible. No veo el móvil, pero si he de serte franco, no veo el móvil de casi nada. Los actos humanos me sorprenden… quizá porque soy viejo, digo yo.

Cuando acabó de hablar me levanté, le di las gracias por todo y me dispuse a salir. Cortabanyes me retuvo.

– ¿Qué piensas hacer ahora?

– No lo sé. Buscar trabajo, por de pronto.

– Aquí siempre tienes sitio, aunque la paga no será espléndida…

– Muchas gracias. Prefiero empezar en otra dirección.

– Lo comprendo, lo comprendo. ¡Ah, me olvidaba! Virgen santísima, ¿cómo se puede ser tan despistado? Lepprince vino a verme dos días antes de su muerte. Dejó algo para ti.

– ¿Algo para mí?

Cortabanyes debió de interpretar mal mi exclamación, porque se apresuró a añadir:

– No te hagas ilusiones. Es un sobre que sólo contiene papeles… manuscritos. No lo he abierto, te doy mi palabra de honor. Lo miré al trasluz, eso sí; ya me perdonarás mi curiosidad. Los viejos y los niños gozamos de ciertos privilegios, ¿no es así? Para compensar las desventajas, digo yo. Las desventajas…

Hurgó por entre sus cajones y sacó un sobre de regular tamaño. Iba lacrado, lo cual explica por qué Cortabanyes no se había atrevido a abrirlo. Reconocí la escritura de Lepprince. Era la segunda carta del más allá que recibía en menos de veinticuatro horas.

– Si dice algo interesante me informarás, ¿eh? -rogó Cortabanyes haciendo esfuerzos por ocultar su emoción.

Me acompañó hasta la puerta. El joven pueblerino se puso de pie cuando nos vio pasar.

En la calle seguía lloviendo. Paré un coche y me dirigí a casa. Una vez en ella procedí a deslacrar el sobre. Contenía una carta y un documento. En la carta Lepprince me decía que había sido informado de la muerte de Max y de María Coral. «Ahora, querido Javier, ya sólo me toca esperar el fin: todo lo he perdido.» Sabía del regreso del comisario Vázquez y comentaba: «Ese viejo zorro me la tiene jurada y no descansará hasta verme muerto.» ¿Era una velada acusación? Lepprince no insistía en este punto. Me pedía perdón y confesaba haberme profesado un sincero aprecio. La carta no contenía, en suma, ninguna revelación y acababa como sigue:

«Hace unos meses, previendo la catástrofe que se avecinaba, suscribí una póliza de seguros con una compañía americana. Nadie sabe de su existencia y toda la documentación se halla en custodia en poder de la firma Hinder, Maladjusted amp; Mangle, de Nueva York, mis abogados. Debes guardar el secreto y no intentar cobrar el seguro de inmediato, pues los acreedores se lanzarían sobre el dinero y no dejarían un céntimo. Espera unos años, los que tú creas precisos, hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Entonces ponte en contacto con los abogados de Nueva York y cobra el seguro. Tú figuras como beneficiario, para eludir sospechas. Cuando hayas cobrado, busca a mi mujer y a mi hijo y entrégales ese dinero. Les esperan tiempos de prueba y el dinero les servirá de ayuda cuando el niño esté en edad de ir al colegio. Si por entonces los ves y los tratas, procura por todos los medios que el niño no sepa la verdad sobre su padre y, a ser posible, que no sea ahogado. Y ahora, Javier, adiós. Si has llegado al final de esta carta, sabré que al morir tenía un amigo. Tuyo afectísimo,

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