– Disculpe mi desinterés, amigo Casabona, pero mis escasos medios no me permiten aficionarme a otros sellos que los sellos móviles.
– ¿Sellos móviles? -exclamó el de la encomienda palideciendo y forzando una risotada para congraciarse con el abogado-. ¡Ja, ja! Qué ingenio, amigo Cortabanyes. Nunca se me habría ocurrido, palabra de honor, nunca se me habría ocurrido. Sellos móviles, ¿eh? Tengo que contárselo a mi mujer -se inclinó-. Con permiso -y se fue riendo por lo bajo.
Cortabanyes lo vio desaparecer entre los grupos que charlaban en un intervalo de la orquesta. Los músicos bebían champán y alzaban las copas en señal de agradecimiento, ora en dirección a Lepprince, ora en dirección a María Rosa Savolta, que les devolvía el cumplido con una grácil inclinación y una sonrisa pletórica. Junto a ella, la señora de Pere Parells también sonreía y se inclinaba, partícipe parasitario del homenaje tributado a su anfitriona. Cortabanyes buscó las croquetas con la mirada. La cena se hacía esperar. En vez de descubrir las croquetas, su mirada topó con la de Lepprince, que desde la puerta de la biblioteca le hacía señas para que se reuniera con él. A causa de la distancia y de la vista cansada, el abogado no pudo apreciar si el rostro de Lepprince exteriorizaba satisfacción o contrariedad.
La limousine se detuvo en la calle Princesa, cerca del salón de San Juan, ante un edificio nuevo de tres plantas y altas ventanas de guillotina. La puerta de la calle, de cristal emplomado color caramelo, revelaba una luz en el vestíbulo. Sobre la puerta y perpendicular a la pared, un letrero decía:
Hotel Mérida
Confort
Lepprince y Max bajaron del automóvil y el francés tiró del pomo que asomaba por un orificio del dintel. En el interior repiqueteó una campanilla y a poco se oyó el siseo de unas zapatillas que se aproximaban. Una voz ronca repetía: «Ya va, ya va»; luego se descorrió un pestillo y la puerta de cristal se abrió hasta el limite que le permitía una cadenita. Lepprince y Max intercambiaron una mirada irónica. Medio rostro soñoliento les observaba a través de la rendija.
– ¿Qué desean, señores? -preguntó el medio rostro.
– Soy monsieur Lepprince, ¿se acuerda de mí?
El ojo entrecerrado del medio rostro recuperó súbitamente su tamaño normal.
– ¡Ah, monsieur Lepprince, perdóneme, no le había reconocido! Estaba dormido, ¿sabe usted?, y tengo un despertar muy torpe. Le abro en un santiamén.
La puerta se cerró, hubo un ruido de cerrojo que se descorre y la puerta quedó franca. El recepcionista del hotel llevaba una bata de lana gris sobre un traje arrugado.
– Pasen ustedes y perdonen que les reciba con esta bata. No creí que viniese nadie a estas horas y había dejado apagar la estufa, pero en un momento la enciendo de nuevo. Hace una noche muy traicionera, ¿verdad?
– Tenemos una invitada, Carlos, usted ya la conoce.
Carlos juntó las manos y alzó los ojos al techo.
– ¡Oh, ha vuelto la señorita! Qué alegría, monsieur .
– Supongo que tendrá alguna habitación libre.
– Siempre hay habitación en mi hotel para monsieur Lepprince. No será la misma de la otra vez. Si me hubieran avisado con un poco de antelación… Pero no importa. Tengo otra, interior, un poco más reducida, pero muy discreta y silenciosa. Très, très mignone .
Lepprince y Max volvieron a la limousine.
– Puedes esperar aquí -dijo Lepprince a Cortabanyes- no tardaremos mucho.
– Ni hablar, hijo -replicó el abogado-. Yo no me quedo solo en esta calle tan oscura. Además, hace un frío de muerte.
Lepprince y el chauffeur sacaron a María Coral del automóvil y detrás bajó Cortabanyes. Los cuatro hombres y su carga entraron en el hotel y el recepcionista cerró la puerta y volvió a echar los cerrojos.
– La señorita está enferma -explicó Lepprince-. Vamos a llevarla a la habitación y luego irán en busca de un médico. Yo me quedaré con ella y, por supuesto, asumo toda la responsabilidad.
El recepcionista, que había fruncido el ceño al ver el cuerpo exánime de la gitana, recuperó su sonrisa.
– Por aquí, señores, síganme. Yo paso delante para indicarles el camino. Cuidado con el escalón.
Con un quinqué alumbraba la escalera primero y el pasillo después. Al llegar a la última puerta, sacó una llave del bolsillo del chaleco y abrió. La habitación, como el resto del hotel, estaba limpia, pero olía a humedad.
– Está un poco fría. Si me permiten, encenderé el brasero. Como no es muy grande, se caldeará en seguida -dijo el recepcionista.
Mientras Lepprince y el chauffeur tendían a María Coral en la cama, el recepcionista encendió un brasero de orujo. Acabada la operación, Lepprince le tendió un billete y le despidió con un gesto.
– Muchas gracias, monsieur . Si me necesita, estaré abajo. No vacile en llamarme.
Lepprince quitó a María Coral el abrigo que aún llevaba puesto y la tapó con las sábanas. Max revisaba la ventana de guillotina y oteaba el exterior. Cortabanyes se frotaba las manos junto al brasero.
– Vaya usted en busca del doctor Ramírez -dijo Lepprince al chauffeur -. Su dirección es calle Salmerón, 6, principal. Antes deje al señor Cortabanyes en su casa. Que le acompañe Max, él conoce al doctor. Max, dile que se trata de un caso urgente, que no haga preguntas. Si a pesar de todo las hace, ya sabes lo que has de contestar. Y procura que no cuente nada a su mujer. Si no estuviera en casa por haber tenido que asistir a un enfermo, averigua la dirección del enfermo y te lo traes de todos modos. Contigo hablaré mañana -concluyó dirigiéndose a Cortabanyes.
Los tres hombres saludaron y salieron. Lepprince, cuando se quedó solo, se sentó en el borde de la cama y contempló pensativo el rostro de María Coral.
Por la mañana el cielo seguía nublado y una lluvia fina flotaba en el aire. Los coches se deslizaban dejando un surco negro en el adoquinado y los cascos de los caballos chapoteaban. Desde la ventana veía circular arriba y abajo una doble corriente de paraguas. El día no era propicio a los pensamientos alegres y mi tranquilidad de la noche anterior -la tranquilidad de haber dejado a María Coral en buenas manos se disipó. Mientras me afeitaba recapitulé los hechos bajo el prisma de la serenidad y no quedé satisfecho del análisis. En primer lugar, Lepprince se había mostrado extrañamente frío conmigo, sobre todo considerando que no nos habíamos visto en varios meses. No había querido abandonar el automóvil y había enviado en su lugar a un pistolero y a su chauffeur . El chauffeur constituía una novedad para mí: Lepprince siempre se había vanagloriado de conducir su automóvil mejor que nadie y experimentaba un enorme placer haciéndolo. ¿Quién era ese desagradable individuo de aspecto simiesco? ¿Un nuevo guardaespaldas? ¿Porqué Lepprince se ocultaba tras las cortinillas echadas de la limousine ? ¿Por qué se hizo acompañar de Cortabanyes, a todas luces innecesario y previsiblemente molesto en una situación semejante? Y, por último, ¿por qué me habían dejado en tierra? En el automóvil había espacio suficiente, si no sobrado, para llevarme con ellos. ¿Qué habían hecho con María Coral?
Desayuné de prisa y me fui al despacho con ánimo de asaltar a Cortabanyes tan pronto lo viese aparecer y obligarle a contármelo todo. Pero no tuve ocasión: a pesar de llegar antes de lo acostumbrado, Cortabanyes se me había adelantado y estaba reunido con un cliente en su gabinete. Aquello suponía un misterio más a añadir a la lista: Cortabanyes nunca se dejaba ver antes de las diez o diez y media y mi reloj señalaba las nueve menos cuarto.
Estuve dando paseos por la biblioteca, fumando un cigarrillo tras otro. A las nueve y diez llegó la Doloretas, inició una conversación sobre las molestias que ocasiona la lluvia y, ante mis respuestas monosilábicas y extemporáneas, dejó de hablar, desenfundó su máquina y se puso a teclear. A las diez menos cuarto compareció Perico Serramadriles. Traía un ejemplar de un periódico satírico e intentó mostrarme unas caricaturas sediciosas. Lo rechacé y se metió en su cubil. A las diez oí la voz de Cortabanyes que me reclamaba en su gabinete. Acudí de un salto. La intempestiva visita era Lepprince.
– Pasa, Javier, hijo, y siéntate -me indicó Cortabanyes.
Lepprince se había levantado y me atajó con un gesto.
– No te sientes, no vale la pena: nos vamos ahora mismo tú y yo.
– ¿Cómo está María Coral? -pregunté.
– Bien -dijo Lepprince.
– ¿Seguro?
Lepprince sonrió con aire de condescendencia. Mi tono debía de resultar impertinente a quien no tenía costumbre de ver puesta en duda su palabra.
– Eso dijo el médico, Javier, y confío en sus conocimientos. De todos modos, pronto podrás verificarlo por ti mismo, porque la vas a ver esta misma mañana.
– ¿Dónde está?
– En un hotel. No le falta nada y, por otra parte, no debes preocuparte tanto por su salud. No padecía una enfermedad grave.
Me palmeó el hombro, me miró fijamente a los ojos y sonrió. Mis temores de la mañana se habían desvanecido. Tomé el abrigo, que Lepprince había traído y dejado sobre una de las butacas del gabinete, y ambos salimos a la calle. La limousine se acercó majestuosa, se detuvo ante nosotros, que aguardábamos a cubierto de la lluvia, y el chauffeur descendió enarbolando un paraguas con el que cubrió a Lepprince. Montamos. En el automóvil iba Max. Bajamos delante del hotelito de la calle Princesa. Yo me sentía un tanto anonadado.
– Espero no ser inoportuno -susurré al oído de Lepprince cuando cruzábamos el diminuto vestíbulo.
– No seas tonto. Mira, apenas María Coral recobró el conocimiento quiso saber, como es lógico, dónde se hallaba y qué le había pasado. Se lo explicamos todo y, naturalmente, la participación que tú habías tenido en los acontecimientos de ayer noche. No me dejó en paz hasta que le prometí traerte tan pronto como me fuera posible.
– ¿De verdad? ¿Es cierto que quiere verme? -pregunté con tan alborozo que Lepprince soltó la carcajada. Yo enrojecí hasta la raíz del cabello. Los sentimientos que me embargaban empezaban a darme miedo.
Habíamos llegado. Lepprince golpeó con los nudillos la puerta de la habitación. Una voz de mujer nos dio permiso para entrar y así lo hicimos. La mujer que había respondido a la llamada era una enfermera. María Coral reposaba en la cama con los ojos cerrados, pero no dormía, porque los abrió al oírnos entrar. Los colores habían vuelto a su cara y su mirada había recobrado parte de la viveza que yo recordaba de otros tiempos. Me acerqué al lecho y no supe qué decir. Me tendió una mano blanca que yo estreché y ella retuvo la mía.