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Lepprince, con una copa en la mano, callaba y miraba, con la espalda contra el quicio de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón principal. Los invitados habían desorbitado las dimensiones de este último y se oían voces y risas en el vestíbulo. Unos criados hicieron correr los paneles de madera que comunicaban ambas piezas formando con ello una sola de gran tamaño. El vestíbulo fue iluminado.

– Por lo menos debe de haber aquí doscientas personas, ¿no te parece? -dijo Lepprince.

– Sí, por lo menos eso.

– Existe un arte -prosiguió-, aunque tal vez sea una ciencia, que se llama “la selección perceptiva”. ¿Sabes a lo que me refiero?

– No.

– Ver entre muchas cosas aquellas que te interesan, ¿entiendes?

– ¿Voluntariamente?

– Consciente e instintivo a partes iguales. Yo le llamaría un sentido perceptivo ambiguo. Por ejemplo, echa una ojeada rápida y dime a quién has visto: el primero que se te ocurra.

– A Claudedeu.

– Ya ves: en igualdad de condiciones, ése ha sido el primero. ¿Y por qué? Por su estatura, lo cual indica la participación del sentido visual. Pero ¿sólo por eso? No, hay algo más. Tú vas tras él desde hace tiempo, ¿no es así?

– Algo hay de cierto -respondí.

– No habrás creído la leyenda.

– ¿Del «Hombre de la Mano de Hierro»?

– El apodo forma parte de la leyenda.

– Quizá los hechos también formen parte, y en ese caso…

– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.

JUEZ DAVIDSON. En la sesión de ayer usted reconoció haber practicado averiguaciones por su cuenta. ¿Lo ratifica?

MIRANDA. Sí.

J. D. Diga en qué consistieron esas averiguaciones.

M. Fui a ver a Lepprince…

J. D. ¿A su casa?.

M. Sí.

J. D. ¿Dónde vivía Lepprince?

M. En la Rambla Cataluña, número 2, piso 4. °

J. D. ¿Qué día fue usted a verle, aproximadamente?

M. El 24 de diciembre de 1917.

J. D. ¿Cómo recuerda la fecha con tanta exactitud?

M. Era la víspera de Navidad.

J. D. ¿Le recibió Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Qué hizo luego?

M. Le pregunté quién había matado a Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se lo dijo?

M. No.

J. D. ¿Averiguó usted algo?

M. Nada en concreto.

J. D. ¿Le reveló Lepprince algún hecho que usted desconocía y que juzga de interés para el procedimiento?

M. No…, es decir, sí.

J. D. ¿En qué quedamos?

M. Hubo un hecho marginal.

J. D. ¿Qué fue?

M. Yo no sabia que Lepprince había sido amante de María Coral.

– Era suave, frágil y sensual como un gato; y también caprichosa, egoísta y desconcertante. No sé cómo lo hice, qué me impulsó a cometer aquella locura. Me sentí subyugado desde que la vi, en aquel cabaret, ¿recuerdas? Me sorbió la voluntad. La miraba moverse, sentarse y andar y no era dueño de mí. Me acariciaba y hubiese dado cuanto poseo de habérmelo pedido. Ella lo sabia y abusaba; tardó en dárseme, ¿comprendes lo que quiero decir? Y cuando lo hizo, fue peor. Ya te lo dije, parecía un gato jugando con el ratón. Jamás se entregó por completo. Siempre parecía estar a punto de interrumpir… cualquier cosa y desaparecer de una vez por todas.

– Y eso hizo, ¿no?

– No. Fui yo quien le ordenó que se marchase. La eché. Me daba miedo…, no sé si me expreso. Un hombre como yo, de mi posición…

– ¿Vivía en esta casa?

– Prácticamente. Hice que abandonase a los dos perdonavidas con los que actuaba y la instalé en un hotelito. Pero ella quería venir aquí. Ignoro cómo averiguó mi dirección; aparecía en los momentos más inesperados: cuando yo estaba ocupado con una visita, cuando tenía invitados de compromiso. Un escándalo, ya te puedes figurar. Se pasaba el día entero… No, ¿qué digo?, ¡días enteros!, ahí, en ese sillón, donde tú estás ahora. Fumaba, dormía, leía revistas ilustradas y comía sin cesar. Luego, de pronto, aunque yo la necesitase, se iba pretextando que necesitaba ejercicio. No volvía en dos o tres, cuatro días. Yo temía y deseaba que no regresara, las dos cosas al mismo tiempo. Sufrí mucho. Hasta que un día, la semana pasada, hice acopio de valor y la puse donde la encontré: en la calle.

– ¿Lamenta usted su decisión?

– No, pero vivo triste y solo desde que se fue. Por eso me has encontrado en casa; porque no quise aceptar ninguna invitación ni ver a nadie conocido esta noche.

– En tal caso, será mejor que me vaya.

– No, por Dios, lo tuyo es distinto. Me alegra que hayas venido. En cierto modo, perteneces a su mundo para mí. Tu imagen y la suya están unidas en mi recuerdo. Tú la trataste, hiciste de intermediario. Una noche llevaste dos sobres en lugar de uno, ¿recuerdas? En el otro había una carta en la que le decía que necesitaba verla, que acudiese a cierto lugar a una hora determinada.

– Sí, ya me fijé en que había una duplicidad ilógica. Y que le causó un raro efecto la otra carta.

Lepprince guardó silencio con la vista fija en el humo del cigarrillo que subía denso en el aire tibio del saloncito.

– Quédate a cenar, ¿quieres? Me hace falta un amigo -dijo casi en un susurro.

JUEZ DAVIDSON. ¿No es raro que un hombre que investiga la muerte de su amigo acepte la invitación del presunto asesino?

MIRANDA. No resulta fácil explicar las cosas que suceden en la vida.

J. D. Le ruego que haga un esfuerzo.

M. Pajarito de Soto me inspiraba sentimientos de afecto y Lepprince…, no sé cómo decirlo…

J. D. ¿Admiración?

M. No sé…, no sé.

J. D. ¿Envidia, quizá?

M. Yo lo llamaría… fascinación.

J. D. ¿Le fascinaba la riqueza de Lepprince?

M. No sólo eso.

J. D. ¿Su posición social?

M. Sí, también…

J. D. ¿Su elegancia? ¿Sus maneras educadas?

M. Su personalidad en general. Su cultura, su gusto, su lenguaje, su conversación.

J. D. Sin embargo, lo ha pintado usted en anteriores sesiones como un hombre frívolo, ambicioso, insensible a cuanto no fuera la marcha de su negocio, y egocéntrico en alto grado.

M. Eso creí al principio.

J. D. ¿Cuándo rectificó su juicio?

M. Esa noche, a lo largo de la conversación.

J. D. ¿Qué temas trataron?

M. Temas varios.

J. D. Trate de recordar. Especifíquelos.

¿Habrá quien quiera escucharme con otros oídos que no sean los de la fría razón? Ya sé, ya sé. Por dignidad debí despreciar los halagos de quienes provocaron directa o indirectamente la muerte de Pajarito de Soto. Pero yo no podía pagar el precio de la dignidad. Cuando se vive en una ciudad desbordada y hostil; cuando no se tienen amigos ni medios para obtenerlos; cuando se es pobre y se vive atemorizado e inseguro, harto de hablar con la propia sombra; cuando se come y se cena en cinco minutos y en silencio, haciendo bolitas con la miga del pan y se abandona el restaurante apenas se ha ingerido el último bocado; cuando se desea que transcurra de una vez el domingo y vuelvan las jornadas de trabajo y las caras conocidas; cuando se sonríe a los cobradores y se les entretiene unos segundos con un improvisado comentario intrascendente y fútil; en estos casos, uno se vende por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación. Los catalanes tienen espíritu de clan, Barcelona es una comunidad cerrada, Lepprince y yo éramos extranjeros, en mayor o menor grado, y ambos jóvenes. Además, con él me sentía protegido: por su inteligencia, por su experiencia, por su dinero y su situación privilegiada. No hubo entre nosotros lo que pudiera llamarse camaradería… Yo tardé años en apear el tratamiento y cuando pasé a tutearle, lo hice por orden suya y porque los acontecimientos así lo requerían, como se verá. Tampoco nuestras charlas derivaron en apasionadas polémicas, como había sucedido con Pajarito de Soto a poco de conocernos: esas acaloradas discusiones que ahora, en el recuerdo, acrecientan su importancia y se convierten en el símbolo nostálgico de mi vida en Barcelona. Con Lepprince la conversación era pausada e intimista, un intercambio sedante y no una pugna constructiva. Lepprince escuchaba y entendía y yo apreciaba esa cualidad por encima de todo. No es fácil dar con alguien que sepa escuchar y entender. El mismo Serramadriles, que habría podido ser mi compañero idóneo, era demasiado simple, demasiado vacío: un buen compañero de farras, pero un pésimo conversador. En cierta ocasión, comentando el problema obrero, le oí decir:

– Los obreros sólo saben hacer huelgas y poner petardos, ¡y todavía pretenden que se les dé la razón!

A partir de aquel momento ya no volví a manifestar mis opiniones en su presencia. En cambio Lepprince, a pesar de ocupar una posición menos incomprometida que la de Serramadriles, era más reflexivo en sus juicios. Una vez, divagando sobre el mismo tema, me dijo:

– La huelga es un atentado contra el trabajo, función primordial del hombre sobre la tierra; y un perjuicio a la sociedad. Sin embargo, muchos la consideran un medio de lucha por el progreso.

Y añadió:

– ¿Qué extraños elementos interfieren en la relación del hombre con las cosas?

Por supuesto, no simpatizaba con los movimientos proletarios, ni con ninguna de las teorías obreristas subversivas, pero tenía, respecto a la actitud revolucionaria, una visión más amplia y comprensiva que los de su clase.

En este mundo moderno que nos ha tocado vivir, donde los actos humanos se han vuelto multitudinarios, como el trabajo, el arte, la vivienda e incluso la guerra, y donde cada individuo es una pieza de un gigantesco mecanismo cuyo sentido y funcionamiento desconocemos, ¿qué razón se puede buscar a las normas de comportamiento?

Era individualista ciento por ciento y admitía que los demás también lo fuesen y buscasen la obtención, por todos los medios a su alcance, del máximo provecho. No hacía concesiones a quien se interponía en su camino, pero no despreciaba al enemigo ni veía en él la materialización del mal, ni invocaba derechos sagrados o principios inamovibles para justificar sus acciones.

Respecto a Pajarito de Soto, reconoció haber tergiversado el memorándum. Lo afirmó con la mayor naturalidad.

– ¿Por qué le contrató, si pensaba engañarle luego? -pregunté.

– Es algo que sucede con frecuencia. Yo no tenía la intención de engañar a Pajarito de Soto a priori. Nadie paga un trabajo para falsificarlo e irritar a su autor. Pensé que tal vez nos seria útil. Luego vi que no lo era y lo cambié. Una vez pagado, el memorándum era mío y podía darle la utilidad que juzgase más conveniente, ¿no? Así ha sido siempre. Tu amigo se creía un artista y no era más que un asalariado. Con todo, te confesaré que siento cierta simpatía por estos personajes novelescos, no muy listos, pero llenos de impulsos. A veces los envidio: sacan más jugo a la vida.

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