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III

María Rosa Savolta vacilaba en la puerta de la biblioteca, con la mirada perdida que atravesaba el aire sin tropiezo. A su lado un hombre lustroso y un anciano de barba blanca discutían.

– Lo que yo digo siempre, amigo Turull -decía el hombre de la barba blanca-, suben los precios, baja el consumo; baja el consumo, bajan las ventas; bajan las ventas, suben los precios. ¿Cómo llamada usted a esta situación?

– La hecatombe -decía el llamado Turull.

– Antes de un año -prosiguió el de la barba blanca-, todos en la miseria; y si no…, al tiempo. ¿Sabe usted lo que se dice por Madrid?

– Cuénteme usted. Me tiene sobre ascuas, como se dice vulgarmente.

El anciano bajó la voz.

– Que antes de la primavera cae el gabinete de García Prieto.

– Ah, ya…, ya veo. De forma que García Prieto ha formado nuevo Gobierno, ¿eh?

– Hace dos meses que lo formó.

– Vaya. Y dígame, ¿quién es ese García Prieto?

– Pero, bueno, vamos a ver, ¿usted no lee los periódicos?

Unos brazos titánicos aferraron a María Rosa Savolta por las axilas y la izaron en vilo sobre las cabezas. La joven se alarmó mucho.

– ¡Mirad quién ha venido a visitarnos, me cago en diez! -gritaba el autor de la fechoría. Por la voz María Rosa Savolta reconoció a don Nicolás Claudedeu.

– ¿Ya no te acuerdas de mí, granuja?

– Claro, tío.

– ¡Butifarra! -exclamó don Nicolás Claudedeu depositándola de nuevo en el suelo-. Hace unos años te sentabas en mis rodillas y tenía que hacer de caballo una hora seguida. Y ahora, ya ves: ¡mierda para el tío Nicolás!

– No diga eso, tío Nicolás. Le recordaba con cariño, a menudo.

– Los viejos a la basura, di que sí. Ya sé yo en qué pensabas a menudo, sinvergüenza. Con esta cara, Dios mío, y estos pechines tan ricos.

– Por el amor de Dios, tío… -suplicó la joven.

Todos contemplaban la escena con una sonrisa. Todos excepto el elegante joven cuya mirada había sorprendido minutos antes y ante la cual había bajado ruborosamente la suya. Con una copa en la mano, el elegante joven callaba y meditaba, con la espalda apoyada en la jamba de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón.

La puerta del gabinete se abrió y la Doloretas y yo simulamos trabajar con afán. Cortabanyes nos tuvo que llamar varias veces, pues hacíamos como que no advertíamos su presencia, absortos en la tarea. Nos pidió que convocásemos a Serramadriles. Éste tardó en responder, aunque debía de estar escuchando tras la puertecilla del trastero. Los tres reunidos aguardábamos en pie las palabras del jefe.

– Mañana es Navidad -dijo Cortabanyes, y se detuvo jadeando.

– Mañana es Navidad -prosiguió- y no quiero… dejar pasar esta fecha sin…, eeeeh…, hacerles sabedores de mi afecto y… mi agradecimiento. Han sido ustedes unos colaboradores leales y…, eeeeh…, eficientes, sin los cuales la buena marcha del… del despacho no habría sido…, esto…, posible.

Hizo una pausa y nos miró uno a uno con sus ojillos irónicos.

– Sin embargo, no ha sido un buen año… No por eso vamos a desanimarnos, claro está. Hemos sobrevivido y mientras estemos en la…, eeeeh…, brecha, la oportunidad puede atravesar esa puerta en cualquier instante.

Señaló la puerta y todos nos volvimos a mirarla.

– Pensemos que sin duda el…, esto…, que viene será mejor. Lo primero es…, es…, es el trabajo y el interés. La suerte viene sola cuando se…, cuando se… Bueno, ¿saben una cosa? Ya estoy cansado de hablar. Tengan los sobres.

Sacó del bolsillo tres sobres cerrados con nuestros nombres escritos y tendió uno a Serramadriles, otro a la Doloretas y otro a mí. Los guardamos sin abrir, sonriendo y dando las gracias. Cuando se retiraba me abalancé hacia el gabinete.

– Señor Cortabanyes, quiero hablar con usted. Es urgente.

Me miró sorprendido y luego se encogió de hombros.

– Está bien, pasa.

Entramos en el gabinete. Se sentó y me miró de arriba a abajo. Yo estaba de pie, frente a él. Puse las manos sobre la mesa e incliné el cuerpo hacia adelante.

– Señor Cortabanyes -dije-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?

REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁ FICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA TERCERA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 12 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK

(Folios 92 y siguientes del expediente)

JUEZ DAVIDSON. En los informes relativos a la muerte de Pajarito de Soto se menciona la existencia de una carta, ¿lo sabia?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿Tuvo usted en aquellas fechas conocimiento de la carta?

M. Sí.

J. D. ¿Le mencionó Pajarito de Soto la existencia de la carta antes de morir?

M. No.

J. D. ¿Cómo supo entonces que existía tal carta?

M. El comisario Vázquez me habló de ella.

J. D. Tengo entendido que el comisario Vázquez también murió.

M. Sí.

J. D. ¿Asesinado?

M. Eso creo.

J. D. ¿Sólo lo cree?

M. Su muerte se produjo después de haber abandonado yo España. Sólo puedo hablar por referencias y por conjeturas.

J. D. Según sus… conjeturas, ¿tuvo que ver la muerte del comisario Vázquez con el caso que investigaba y que es objeto del presente interrogatorio?

M. Lo ignoro.

J. D. ¿Está seguro?

M. No sé nada sobre la muerte de Vázquez. Sólo lo que han publicado los periódicos.

J. D. Yo creo que sí sabe algo…

M. No.

J. D…que oculta hechos de interés para este tribunal.

M. No.

J. D. Le recuerdo, señor Miranda, que puede negarse a responder a las preguntas, pero que, si responde, y hallándose bajo juramento, sus respuestas deben ajustarse a la verdad y nada más que la verdad.

M. No tiene tanto interés como yo en aclarar este caso.

J. D. ¿Insiste en que ignora las circunstancias de la muerte del comisario Vázquez?

M. Sí.

Que tuve conocimiento de la muerte de Domingo Pajarito de Soto a raíz de producirse aquélla, si bien no tomó parte directa en el esclarecimiento de los hechos. Que el inspector a cargo del caso dio por finalizada la investigación alegando que la muerte sobrevino por causas naturales, al golpearse la víctima el cráneo contra el bordillo de la acera. Que si bien el cuerpo presentaba otras contusiones, éstas se debían al atropello de que fue objeto por parte de un vehículo no identificado, que se dio a la fuga. Que nada permitía suponer intencionalidad en la sucesión de actos que condujeron a la muerte del ya citado Domingo Pajarito de Soto. Que respecto a la carta presuntamente desaparecida, nada se sabía. Que interrogadas las personas allegadas al difunto nada pudo deducirse de sus declaraciones, no hallándose contradicciones que coadyuvasen a modificar la opinión del agente que llevó a cabo las pesquisas. Que la mujer con la que el ya citado difunto vivía desapareció, ignorándose aún su paradero. Que más tarde tuve ocasión de revisar yo mismo el caso…

– Me parece una locura que quieras… investigar el caso por tu cuenta -dijo Cortabanyes-. La policía hizo… cuanto pudo. ¿No lo crees así? Allá tú…, hijo, allá tú. Yo sólo… te lo digo por tu bien. Perderás… el tiempo. Y eso no es… lo peor: los jóvenes no tenéis por qué ser tacaños… con el tiempo. Lo peor es que te meterás en un… lío y no sacarás… nada en limpio. A la gente no le… agrada que alguien meta las narices en sus… asuntos, y hacen santamente bien. Cada cual… es muy dueño de vivir tranquilo…, a su aire. A nadie le agrada… que le husmeen entre… las piernas. Ya sé que no te… voy a convencer. Hace muchos años que no… logro convencer a nadie… Piensa que no hablo en nombre de… la sabiduría, sino del cariño… que te profeso…, hijo.

Hablaba con frases cortas y atropelladas, como si temiese agotar el aliento y ahogarse a mitad de camino.

– Yo también fui joven y cabezota…, no me gustaba el mundo, igual que a ti…, pero no hacía nada por cambiarlo, no…, ni por amoldarme a él, como tú…, como todos. Empecé como pasante de… un abogado viejo, que me…, que me proporcionó poco trabajo, muy poco dinero y… ninguna experiencia. Luego… conocí a Lluisa, la que…, la que sería mi mujer, y nos…, y nos… casamos. La pobre Lluisa me… admiraba y me in…, infundió, por amor, una confianza…, una confianza que la previsora Providencia me había… negado con razón. Por ella me establecí por mi cuenta; fue una emocionante… aven…, aventura… La única aventura… Los muebles los compramos de segunda mano… y colgamos una placa…, una placa… en el portal… No vino nadie… no vino nadie y Lluisa decía… que no me impacientase, que llegaría de pronto un…, un cliente y luego, los demás en…, en cadena, pero llegó… el primero y perdí…, perdí el caso, y no me pagó… y no vinieron…, los demás no vinieron… Así sucedió con todos… Siempre parecían el… primero, no…, arrastraban tras de sí… un aluvión tras de sí. No tuvimos hijos y Lluisa se me murió.

– Cortabanyes es un gran hombre -dijo Lepprince en cierta ocasión-, pero tiene un grave defecto: siente ternura por si mismo y esa ternura engendra en él un heroico pudor que le hace burlarse de todo, empezando por sí mismo. Su sentido del humor es descarnado: ahuyenta en lugar de atraer. Nunca inspirará confianza y raramente cariño. En la vida se puede ser cualquier cosa, menos un llorón.

– ¿Cómo conoce usted tan bien a Cortabanyes? -le pregunté.

– No le conozco a él, sino a su careta. La naturaleza crea infinitos tipos humanos, pero el hombre, desde su origen, sólo ha inventado media docena de caretas.

De los tilos de la Rambla de Cataluña colgaban luminarias de colores formando lazos, coronas, estrellas y otros motivos navideños. La gente se recogía con discreción para celebrar la Nochebuena en la intimidad. Circulaban pocos coches, que iban de retiro. Si Cortabanyes no me hubiera dado la dirección de Lepprince, si algo se hubiera interpuesto en mis propósitos, habría desistido. No pensé que, dada la fecha, Lepprince cenaría en compañía o habría salido, invitado. En el zaguán me detuvo un portero uniformado, de anchas patillas blancas. Le dije adónde iba y me preguntó el motivo.

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