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– Sé de vuestra entrevista con el Papa -me dijo, escrutándome con sus intensos ojos oscuros-, pero no lograréis nada por ese camino.

Me pregunté si mi fama de loco habría llevado a un demente hasta mi casa. Le pedí que se explicara con claridad. Él, por toda respuesta, desenrolló cuidadosamente un gran pergamino que había traído consigo. Al acercarme a ver qué era aquello, no pude reprimir una exclamación de sorpresa.

Era un mapa. Un mapa del infernal abismo en el que nos habíamos enfrentado al Adversario. En aquella proyección plana, la inmensa espiral de terrazas, parecía una serie decreciente de anillos concéntricos. Alcé la vista hacia él, y le pregunté:

– ¿Dónde habéis obtenido este documento?

– Un hombre, un viajero llegado de tierras remotas me describió este lugar y yo tracé el mapa. Me aseguró que vos podríais certificarme su autenticidad.

Le sujeté por los hombros, y le pedí que me diera más detalles sobre aquel viajero. El florentino se zafó de mí, y me dijo que nunca había visto el rostro de aquel hombre.

– Siempre iba embozado con una ancha capucha ocultando su rostro -me dijo-, y siempre nos encontramos en la oscuridad. Afirmaba ser un proscrito como yo.

– ¿Qué más os dijo?

– Que Apeiron fue destruida, y que sus gentes se han diseminado por todo el mundo. El era uno de ellos, un vagabundo en un mundo temible y despiadado.

– ¿Os habló de mí? -pregunté-. ¿Me conocía?

– Os conocía -asintió el florentino-; pero me dijo que vos a él no. También me dijo que vuestros amigos no sobrevivieron, que murieron luchando heroicamente por Apeiron. Y que no lograsteis destruir al Adversario, tan sólo dañarlo gravemente. Durante mil años el Adversario permanecerá oculto en las profundidades de su guarida, recuperando sus poderes y su vitalidad; pero, transcurrido este tiempo, volverá a salir para enfrentarse nuevamente al Hombre. Ese último combate decidirá el destino de nuestra raza, y sólo podremos vencerle si nuestras mentes y nuestra ciencia han alcanzado la plenitud de su desarrollo.

– ¿Y cómo lograremos eso, ahora que Apeiron ha sido destruida? -le pregunté apesadumbrado.

El florentino meditó un instante antes de responderme; al parecer, intentaba recordar con exactitud las palabras del viajero.

– El me pidió que os transmitiera una última esperanza: «Apeiron ha sido destruida, pero no así su espíritu. Éste se ha visto diseminado por toda la Tierra, como semillas que traerán un nuevo nacimiento para la humanidad». Éstas fueron sus palabras, aunque no estoy seguro de comprenderlas completamente. ¿Vos sí?

Tampoco lo sabía, como no tenía la seguridad de que aquel florentino no fuera un loco. Yo le había narrado a tanta gente la desdicha de Apeiron, que aquel hombre muy bien podría haber urdido el engaño con la información que yo mismo había proporcionado.

Se despidió poco después, pidiéndome que no le hablara a nadie de su visita.

¿A quién le iba a hablar, si no había nadie que quisiera escucharme?

Había ido deslizándome entre la realidad y la locura y me había quedado entre tinieblas. Me abrasaba, suspiraba, lloraba, me agitaba sin hallar descanso ni consuelo, cargando con un alma rota y ensangrentada que no toleraba ya a su portador.

Anduve descarriado y casi olvidé a Dios ante la vista de una ciudad que creí suya pero que tan sólo era obra de los hombres: Apeiron, que murió sola y rodeada de enemigos, esperando una ayuda que nunca llegó, porque nadie quiso escuchar a un viejo loco contar cosas terribles. Nadie…

Hasta el día en que fui visitado por aquellos dominicos del Santo Oficio…

En la biblioteca de mi alquería de Mallorca me interrogaron, sin saber que yo no deseaba otra cosa que hablar. Me hicieron ponerme en pie y prestar juramento, sobre el libro de los cuatro Evangelios que tocaba con la mano derecha, de decir la verdad sobre mí mismo y sobre los demás. Y luego me ordenaron que me sentara, y yo obedecí sin apartar su mirada de la mía, porque ardía en deseos de empezar a hablar.

Tenía que contener mi nerviosismo para que no me tomaran por un demente. Esta vez tenía que esforzarme en hablar lenta y razonablemente.

– Os estaba esperando -dije entonces, con una voz suave y amable.

El inquisidor pareció no haberme entendido bien, porque se inclinó levemente hacia delante y me preguntó:

– Perdón, ¿decíais?

– Llevo años esperando vuestra visita. ¿Cómo habéis podido retrasaros tanto?

– ¿Esperabais desde hace tiempo ser enjuiciado por la Santa Inquisición? ¿Acaso tenéis cuentas en asuntos de fe que queréis confesar ahora?

– Nada de qué arrepentirme, excepto el no haber sido más diestro en mi propósito.

– ¿Y cuál es ese propósito, Ramón Llull? Vuestra fama es mucha, y sois llamado por todos doctor iluminado, por el ardiente vigor que abrasa vuestro corazón y los entusiasmados proyectos que concebisteis para la extensión y dominio de las leyes de la Ciencia; a cuyo fin repelisteis las peregrinaciones y multiplicasteis los escritos, siendo éstos tan numerosos que abrazan casi todos los conocimientos humanos, y anuncian pensamientos que por su originalidad sorprendieron y entusiasmaron a muchos sabios. Por lo que no tenéis nada que temer si vuestro propósito ha sido siempre tan recto como afirmáis. Ved en mí sólo un humilde siervo de Dios que busca la verdad tal y como dicen que vos la habéis buscado; pero, recordad, buscando la verdad es posible errar el camino y desviarse de la recta senda de la fe; y si bien el hombre está expuesto a errar, es locura perseverar en el error cuando se demuestra su existencia. Responded, entonces, a mi pregunta: ¿cuál era vuestro propósito, Ramón Llull?

– Encontrar un sentido a toda la locura de este mundo.

– ¿Por qué tendría que tener sentido? Este mundo es sólo una morada temporal. Cada uno de nosotros responderá de sus acciones al llegar ante el Reino del Altísimo.

– Os equivocáis, porque sí encontré la Verdad; pero en un lugar donde jamás habría imaginado encontrarla. Un lugar que vosotros jamás soñaríais que pudiera existir sobre la faz de este mundo.

El inquisidor sonrió levemente, y dijo:

– Decidme, Ramón Llull: ¿dónde está ese lugar?

– Más allá de Romania y de las tierras del Gog y Magog. Es una larga historia…

– Adelante -dijo frotándose las manos con satisfacción-, deseo escucharla, y tenemos tiempo de sobra para hacerlo.

– Atended pues; es la historia de mi último viaje: El relato de las hazañas del hombre más asombroso que conocí jamás; Roger de Flor, aventurero y pirata. La historia de sus amigos: Joanot de Curial, Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, y del fantástico viaje que juntos realizamos hasta tierras legendarias… Es la historia de la mágica ciudad de Apeiron, con sus torres de luz y cristal, y su batalla eterna contra los demonios… De Neléis la consejera, y de Ibn-Abdalá, y de tantos bravos almogávares… Escuchad ahora, porque soy ya muy viejo y deseo narrar esta historia para que no se pierda en mi memoria, como el esqueleto de una barca deshaciéndose sobre la arena, con cada ola arrancándole un pedazo de madera tras otro; hasta que ya no sepa con certeza si todo ha sucedido realmente o si fue producto de mi imaginación… Escuchad ahora…

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