¡Qué distinta era aquella maravillosa esfera que tenía delante!
¿Quién había representado nuestro mundo con tanta belleza y precisión, recuperando así los conocimientos casi perdidos de los antiguos?
Alrededor de la base de la bóveda había un anillo adornado con inscripciones doradas. Surgían de él unas finas varillas metálicas que se curvaban suavemente hasta unirse al gran anillo de cobre en el ápice de la cúpula. Estas varillas estaban entrelazadas de finos cables dorados sobre los que se movían, casi inapreciablemente, pequeños discos planos que representaban a los planetas. Era como si toda la bóveda fuera una gran maquinaria de relojería, elaborando una maravillosa y compleja danza.
Reconocí como arcaicos caracteres jonios los símbolos que se dibujaban sobre el anillo dorado. Casi se habían borrado, pero logré leer:
«En la Nueva Luna de Shebat del año 673, Calínico, hijo de A[indescifrable], erigió esta cúpula y orientó el anillo graduado hacia los lejanos planetas, aquellos a quien mi Señor alimenta [o aquel cuyo pastor es mi Señor]. Él será recordado en presencia del Señor. Y si retuviere el fuego, el anillo será arruinado. Él es el dios que nos conoce».
No estaba muy seguro de esta última frase. También podría traducirse como: «Él es el dios del conocimiento», o «Él es el dios de la ciencia».
¿Pero cuál era el origen de ese tal Calínico y del resto de los hombres que, llegados de Oriente, construyeron aquel fantástico lugar?
Quizás en alguno de los ejemplares de aquella inmensa biblioteca estaba la respuesta de aquel enigma. Pero muchos de aquellos libros habían sido apresados en sus estantes por la vegetación, que había crecido sobre ellos, pudriéndolos y haciendo imposible su lectura. Era como si aquellas raíces se alimentaran, ávidas, del saber encerrado en aquellos tomos; o como si quisieran guardar sus misterios para siempre.
En una ocasión, al intentar extraer un ejemplar de su anaquel, una sección entera de estantes basculó con un sordo chasquido hacia atrás. Extrañado, cargué mi peso contra esos estantes y empujé… ¡Había encontrado una puerta secreta, y tras ella un estrecho pasadizo de piedra! Recogí una linterna, y me introduje en el pasadizo. Los falsos estantes se cerraron tras de mí, pero yo continué mi camino sin inmutarme.
La curiosidad dominaba cualquier temor que pudiera sentir en aquellos momentos.
El pasadizo ascendía por unas escalinatas estrechas y desgastadas que giraban una y otra vez sobre sí mismas como la concha de un caracol. Éstas desembocaron en una amplia plataforma bañada de luz solar. Parpadeé ante aquella inesperada luminosidad y dejé a un lado la linterna; un extraordinario espectáculo se presentaba ante mis ojos medio cegados.
Una compleja y maravillosa maquinaria dorada ejecutaba una asombrosa danza lenta y majestuosa iluminada como un sueño por la luz del sol. Miré hacia arriba y vi, a unos diez codos [4] sobre mi cabeza, el final de un gran cilindro de cobre de cinco codos de diámetro, cerrado por una brillante esfera de cristal de ese mismo diámetro. Ese tubo conducía la luz desde el exterior ayudado por espejos y lentes perfectas como aquélla, de la misma forma que una cañería transportaría el agua. Esto era evidente, pero, ¿qué maravilloso artesano podría haber tallado lentes tan enormes con una perfección semejante [5] ? Aquella maquinaria que parecía moverse alimentada sólo por el calor desprendido por la luz solar, como el artilugio inventado por Herón de Alejandría que abría las puertas de un templo al encender fuego sobre el altar [6] .
Me sentía como una diminuta pulga en el interior de un gran reloj dorado.
Una pasarela de madera comunicaba la plataforma sobre la que se encontraba con un orificio o pozo situado bajo la sección central de la maquinaria. A partir de ese punto se curvaba el suelo formando la cúpula de la Sala Armilar , que ahora veía desde arriba; y aquel orificio era el que permitía el paso de la luz que luego iba a ser distribuida por el interior de la sala. Y, sin duda, aquella maquinaria maravillosa y dorada era el secreto del movimiento de los astros simulados del interior. Pero ni siquiera Herón, ni ningún otro antiguo tratadista griego, ni el oriental Banu Musa, ni el moro español Ahmad al-Muradi, podrían haber concebido mecanismos autómatas como aquéllos, capaces de moverse con tanta suavidad y perfección.
La técnica de los constructores de aquella Sala estaba más allá de todo lo concebido alguna vez por el género humano.
La ceremonia de la boda de Roger y la princesa doña María, se celebró en el mismo Palacio Imperial, una semana después de mi llegada a Constantinopla.
La novia era casi una niña, pero muy hermosa, con un adorable rostro ovalado alto y fino, de línea precisa, una frente bien encuadrada por unos cabellos intensamente negros de brillo azulado y unos chispeantes ojos color de aceituna, llenos de vida.
Me pregunté qué pensamientos vivirían tras aquellos ojos en ese instante. Ante la obligación impuesta por razones de Estado de contraer matrimonio con un latino, con un bárbaro, ¿se sentiría como una víctima propiciatoria de buenos augurios camino del altar de sacrificio? ¿O como un cachorro al que sus padres abandonaran para ponerse a salvo de los lobos?
Era difícil decirlo contemplando aquellos ojos que tan sólo reflejaban una leal conformidad.
Esa tarde, bajo la mirada del Emperador y de su hermana doña Irene, se iniciaron los festejos del acontecimiento en los jardines orientales del Palacio Imperial. Viandas fuertemente especiadas; volatería exótica; pescados del mar negro; frutas azucaradas de Morea. Y vino, mucho vino… [7] Malvasía, Chipre, Chío, Siracusa, Esmirna…
Situados en el centro de la ceremonia, Roger y sus almocadenes [8] se asombraban del progresivo arrugamiento de los griegos, desbaratados por el vino. Entre el refulgir del oro y la pedrería, las sedas de las casacas chambelanas se impregnaron en poco tiempo de un olor mixto de resudación y de la acidez fétida del vómito.
Abriéndose paso entre los cada vez más ruidosos convidados y los atildados servidores, llegó hasta mí la princesa doña Irene, la ahora suegra de Roger.
– Llevo años deseando conocer al hombre que escribió el Ars inveniendi veritatem -me dijo esbozando una amplia y cordial sonrisa.
Era una mujer verdaderamente hermosa, a pesar de su edad, con unos ojos negros e intensos y una frente altiva e inteligente, enmarcada por unos cabellos también negros que apenas empezaban a encanecer.
Le pregunté si lo había leído, puesto que no es un libro sencillo para…
Iba a decir «para una mujer», pero me detuve a tiempo. Los griegos tenían una larga tradición de mujeres sabias.
– He leído todos vuestros libros; incluso las novelas y los tratados de caballería -me dijo-. Algunos he tenido que hacerlos traducir al latín para poder entenderlos… Decidme, Ramón, ¿por qué ese deseo de escribir en lengua vulgar?
Me encogí de hombros. No era la primera vez que me hacían esa pregunta.
Todos hablamos normalmente en una lengua, y escribimos en otra diferente; en latín. Me pregunté por qué tenía que ser así, por qué no era posible algo tan aparentemente lógico como escribir en la misma lengua en la que hablamos.
Se acercó un poco más a mí, y me recitó con voz suave:
– Cantaben los aucells l'alba, e despertà's l'amic, qui és l'alba; e los aucells feniren lur cant, e l'amic morí per l'amat, en l'alba… [9]
– El Libre d'Amic e Amat -asentí.
– Son extrañas y turbadoras estas palabras para hablar de Dios…
– Quizá las únicas adecuadas para transmitir lo sublime de la experiencia mística…
Con una sonrisa afirmó que no iba a discutirme esto.
– Por favor, continuad -repliqué-. No soy tan engreído ni tan sabio como para no poder soportar que mis ideas se cuestionen.
Doña Irene me ofreció entonces su brazo, y me invitó a pasear por la zona más alejada del jardín; a salvo del bullicio de la celebración.
Caminamos entre naranjos de redonda copa y olivos venerables roídos por los años. Las lindes del paseo estallaban de flores silvestres; amapolas, lirios y lentiscos en flor. Las estrellas empezaban a despuntar tímidamente en el cielo púrpura y violeta. Mirándolas con respeto, afirmó que eran hermosas; y añadió poco después con aire soñador:
– De niña pasé muchas horas admirando la cúpula pintada de estrellas de la Sala Armilar. No era un lugar donde te permitieran ir, pero yo siempre me las arreglaba para escapar a él. Para mí, aquella cúpula, con su luminoso centro, tenía una extraña cualidad mágica. ¿Sabéis?, las estrellas y la media luna son el símbolo de Constantinopla. Hace muchos siglos, Filipo de Macedonia fracasó en un ataque nocturno a la ciudad al ser descubierto por la luna. Los antiguos lo atribuyeron a la diosa patrona de la luna, Hécate, cuya luz les había ayudado tanto.
Aventuré que quizás el origen de esos símbolos fuese otro. Ella preguntó por el significado de mis palabras, y si ya había resuelto el misterio del origen de los hombres que trajeron el fuego griego.
– Me temo que no -dije-. Quizá yo no sea tan sabio como le habéis asegurado al megaduque.
Le pregunté a continuación si recordaba la estrella de siete puntas y la media luna grabadas sobre la puerta que daba acceso a la Sala. Ella respondió afirmativamente, y yo le mostré que representan a Ishtar y a Sin; es decir, a Venus y a la Luna.
– ¿En qué culto? -quiso saber ella.
– En uno que tiene su origen en la antigua Mesopotamia y que perduró, al menos, hasta la época en la que fue construida la Sala Armilar.
Doña Irene me miró extrañada y recordó que había visitado aquella Sala en infinidad de ocasiones, y que siempre pensó que la estrella y la luna grabadas sobre la puerta eran las de Constantinopla, y que las estrellas que brillaban pintadas en la cúpula eran las mismas que habían descubierto el ataque de Filipo, que eran sus aliadas y que permanecían allí ocultas.
– Quizás existe una relación entre todo esto. Pero aún no he sido capaz de descubrirla -admití-. Todo es tan misterioso…