– Ayúdame ahora, Neléis -dijo, señalando uno de los labios del corte.
El médico y la consejera tiraron con fuerza y la criatura se abrió por la mitad como una concha, mostrándonos sus entrañas. Apenas había sangre, y no pude reconocer ninguno de los órganos que colgaban dentro de la cavidad central del monstruo.
Pero Neléis y el médico sí que reconocieron algo; una especie de racimo de uvas bulboso, cubierto por una especie de gelatina espumosa, y al señalarlo, recordé a los rexinoos que la consejera me había mostrado en el hospital de la ciudad. Éstos poseían este mismo órgano, pero de tamaño mucho menor. Neléis me había dicho entonces que era una especie de colonia de seres microscópicos que generaban energía para que el rexinoos pudiera comunicarse con el Adversario.
– Eso es lo que me causó la sacudida eléctrica-dijo Herófilo.
Ambos parecían ahora muy asustados; pero yo no entendía nada.
– ¿Tenéis ya una idea de lo que es esa cosa? -les pregunté.
Herófilo levantó la vista de la cavidad interior del animal, y dijo:
– Son los ojos del Adversario. Nuestra incursión ya no es un secreto para él.
Escuchamos gritos procedentes de la bodega y abandonamos rápidamente la enfermería y el cadáver del monstruo.
Las puertas que daban a la balconada, situadas a ambos extremos de la bodega, estaban abiertas y el aire entraba como un huracán por ellas. Entrecerré los ojos intentando comprender lo que allí estaba sucediendo. Almogávares y dragones preparaban sus armas mientras Joanot impartía órdenes a gritos para hacerse oír por encima del bramar del viento. Me acerqué a él y le pregunté. Joanot, sin apenas mirarme, señaló hacia el exterior a través de una de las portillas.
Me acerqué a ella. Los hombres tomaban posiciones en la balaustrada, desafiando el ímpetu del viento. Al fondo, ascendiendo por el mismo centro del tornado, una miríada de formas vagamente humanas, pero dotadas de unas enormes alas, como ángeles o demonios, ganaban rápidamente altura empujadas por el flujo de vapor.
– ¡Los kauli ! -exclamó Herófilo, junto a mí.
Neléis cogió un tubo comunicador y le informó rápidamente a Vadinio de lo que habíamos averiguado sobre el monstruo capturado.
– Esto es un ataque del Adversario -concluyó-, no hay duda sobre eso, pues él ya sabe de nuestra presencia aquí.
– Muy bien, consejera -escuché la voz de Vadinio respondiéndole-; estamos preparados.
Las diabólicas figuras de las langostas -o los kauli, como llamaban los ciudadanos a aquellos seres- ya eran claramente visibles sobre nosotros. Habían ganado altura, planeando con sus inmensas alas plateadas, hasta situarse directamente encima nuestro.
Usando el catalejo, pude ver una de ellas con nitidez. Era tal y como mi sueño me había mostrado, o como son descritas en el Apocalipsis de san Juan; un cuerpo envuelto en una armadura plateada que reproducía fielmente una musculatura humana; un tórax enorme, desproporcionado con relación al resto del cuerpo, sin duda necesario para contener los poderosos músculos que debían accionar aquellas inmensas alas a su espalda; unas alas cuyas plumas parecían cuchillos de acero. Una cola de escorpión, compuesta por una docena de anillos articulados, se cimbreaba a la espalda del kauli. Su rostro podía pasar por el de una hermosa joven de largos cabellos agitados por el viento como una aureola negra; pero su boca, semejante a la de un león de largos y afilados colmillos, y labios finos y negros, deformaba horriblemente aquel bello rostro.
– ¿Dónde debemos atacarles, Ramón? ¿Cuál es su punto débil?
Era Joanot de Curial. Me volví y le miré atónito.
– ¿Cómo?
– ¿Qué sabes de esos monstruos? -insistió-. ¿Son demonios voladores? ¿Pueden ser abatidos por nuestras armas?
– No… no lo sé -musité.
Joanot no perdió más tiempo conmigo; tomó su espada con una mano, y un pyreion con la otra, y salió a la balaustrada.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros como una bandada de fieros halcones.
Joanot disparó su pyreion contra el que volaba más cerca, después arrojó el arma a un lado, y tomó su espada con ambas manos. Un kauli había recibido la bala de Joanot en pleno pecho, y saltó hacia atrás, justo cuando estaba cerrando sus manos enguantadas de plata sobre la barandilla de la balaustrada. La bala había abierto un gran agujero en su armadura, lo que respondía a la pregunta de Joanot.
Aquel kauli se precipitó al abismo, girando incontroladamente sobre sí, pero otros muchos combates se estaban desarrollando alrededor del aeróstato, tantos que me resultaba imposible seguirlos todos.
Guillem disparó una flecha que rebotó inútil contra la coraza de otro kauli. El demonio saltó sobre el almogávar, y a punto estuvo de decapitarle con un solo golpe del filo cortante de sus alas. Pero Guillem evitó el tajo arrojándose al suelo y, desde allí, sin tiempo para desenvainar su espada, golpeó al monstruo con su arco en las corvas.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros
como una bandada de fieros halcones…
Al caer, el kauli partió en dos el largo arco de tejo inglés, y Guillem gimió como si lo que se hubiera partido fuera su propia espina dorsal. Lleno de furor asesino, saltó sobre el kauli y estranguló al monstruo con la cuerda del arco destrozado.
Junto a él, varios dragones dispararon a la vez sus sifones de fuego griego contra el enjambre de monstruos voladores que se abatían sobre nosotros. El espeso líquido ardiente se pegaba a los cuerpos de los kauli, convirtiéndolos en antorchas voladoras. Cegados y abrasados por las llamas, chocaban entre sí, y se precipitaban al abismo dejando turbios rastros de humo negro.
Mientras tanto, Joanot corría por la balaustrada, con su espada en la mano, gritando voces de aliento a sus almogávares. Un kauli saltó frente a él, e intentó golpearle con sus alas. Joanot las esquivó, agachándose con los reflejos de un gato, y lanzó un golpe con su hoja hacia el amplio tórax del demonio; pero éste desvió la espada protegiéndose con una de sus alas que usó como un amplio escudo de bordes cortantes.
El kauli giró entonces rápidamente y ofreció su espalda a Joanot, que vio cómo la cola de escorpión del kauli saltaba hacia él con la velocidad de una bala, sin que apenas tuviera tiempo de apartarse hacia la barandilla. El golpe lo alcanzó de refilón y acertó de lleno en la balaustrada, que quedó reducida a astillas. Joanot, empujado por la fuerza del impacto, cayó por el borde; pero pudo sujetarse a los restos de la barandilla y así evitó precipitarse al vacío. El kauli se plantó frente al valenciano y levantó uno de sus pies para golpear a Joanot, y su nuca estalló alcanzada por un disparo.
El demonio cayó hacia el abismo, por encima de la cabeza de Joanot.
Me volví, era Neléis la que había disparado desde el interior de la bodega, a unos pasos junto a mí. Ahora, la consejera estaba cargando nuevamente el pyreion.
Mientras tanto, Joanot había trepado de nuevo a la plataforma, y recogía su espada del suelo, dispuesto para seguir peleando.
Pero la pasarela era demasiado estrecha para luchar tal y como los almogávares tenían costumbre. Los kauli seguían apareciendo sobre nosotros, materializándose como espectros surgidos de la bruma, y se lanzaban a toda velocidad hacia ellos.
Vi con horror cómo varios de aquellos monstruos atrapaban a algunos de nuestros defensores, y los arrastraban con ellos hacia el abismo.
– ¡Estamos perdiendo flotabilidad! -gritó Neléis-. Muy rápidamente.
– ¡Mirad el Paraliena ! -dijo el médico, señalando hacia el aeróstato.
Me volví, y vi cómo la nave en la que viajaban Sausi y Mirina atravesaba por graves dificultades. Toda la parte superior de su estructura de lona estaba cubierta por kaulis que seguían dejándose caer allí, como cuervos sobre un terrado. En aquel lugar estaban fuera del alcance de los pyreions y de los sifones de fuego griego.
Los defensores del Paraliena poco podían hacer para desalojar a los demonios de allí, y su peso estaba haciendo que la nave perdiera altura rápidamente.
Sentí una sacudida y comprendí que nosotros debíamos tener el mismo problema. Nuestro techo debía de estar tan lleno de langostas como el del Paraliena.
Pero nosotros descendíamos más rápidamente incluso, y al hacerlo éramos arrastrados por el vórtice hacia su fiero núcleo, alejándonos de nuestra nave hermana.
Herófilo descolgó uno de los comunicadores, e intentó advertir a Vadinio, pero una sección de la pared de lona frente a él fue rasgada por las afiladas alas de un kauli que irrumpió en la bodega por el orificio.
Herófilo, con el tubo comunicador aún en la mano, retrocedió un paso sin saber qué hacer. Neléis, que ya había cargado su arma, le gritó que se agachara, pero el médico no pudo oírla. Permaneció inmóvil mientras el plateado demonio avanzaba hacia él, lo sujetaba por los hombros, y le clavaba sus dientes de fiera en el cuello.
El kauli desgarró con un solo movimiento de su cabeza la garganta de Herófilo, y arrojó a un lado el cadáver del médico. Después avanzó directamente hacia mí.
Su rostro, manchado por la sangre del pobre Herófilo, era ahora verdaderamente horroroso, y sus ojos estaban clavados en los míos, apresándome con su poder magnético, inmovilizando mis piernas y aturdiendo mis sentidos.
Neléis me empujó a un lado, y disparó a bocajarro contra aquella faz demoníaca.
Vi caer al kauli hacia atrás, con una lentitud de pesadilla, como un enorme árbol abatido, dejando tras de sí, en el aire, un rastro de sangre que manaba de su rostro destrozado. Cuando chocó contra el suelo, yo seguía contemplándolo fascinado.
Me arrodillé junto a él, y toqué curioso su armadura plateada; no era de metal, sino que parecía estar hecha del mismo material que conforma el caparazón de un escarabajo; duro, pero elástico. Y no estaba colocada sobre su piel; era su piel. Cuando intenté separar una de las secciones del pecho, vi que estaba pegada a su cuerpo, y que bajo ésta aparecían ya los rojos músculos de las alas.
– Ahora no es el momento, Ramón -me increpó la consejera mientras volvía a cargar su pyreion.