– Es posible -admitió Neléis-; pero, según creen nuestros científicos, es un ser nacido en otro mundo, y debe poseer un comportamiento y unos valores diferentes a los nuestros; si éstos suponen una amenaza ineludible a nuestra existencia, no tendremos otra opción que destruirlo; sin remordimientos; pero quisiera tener la oportunidad de intentar ver el mundo tal y como él lo ve; al menos durante un instante antes de acabar con él para siempre.
– ¿Y si esa visión de su mundo te demuestra que realmente es un demonio?
La consejera me miró durante un largo instante, pero no me contestó.
– Ni siquiera puedes creer en esa posibilidad -le dije-, ¿no es cierto?
– Tienes razón -admitió ella-. No puedo creer en eso.
– En una ocasión me preguntaste si sería capaz de aceptar la Verdad, aunque ésta estuviera en contra de todas mis creencias. Yo te contesté afirmativamente, y creo con sinceridad, que así sería. Pero no creo que tú fueras capaz de admitir mi Verdad si se te presentara nítida y sin ninguna sombra de duda.
La consejera me dirigió una mirada de tristeza y dijo:
– En la ciudad aprendimos a enfrentar el mundo de las ideas a la refutación de las pruebas materiales. Si el Adversario es un ser sobrenatural, eso alteraría toda la concepción del universo que a lo largo de dieciséis siglos hemos ido desarrollando en Apeiron. Pero si esto quedara demostrado, puedes estar seguro de que lanzaríamos todas nuestras teorías por la ventana y volveríamos a empezar de nuevo. Esto está en la misma esencia de nuestra filosofía.
Recordé un pasaje notable del libro Opus Maius; en él, mi hermano en la fe, Roger Bacon, exponía una regla fundamental para el progreso de las ciencias: el sentido crítico con que deben abordarse. No es conveniente adherirse a todo lo que oímos y leemos, sino que debemos examinar minuciosamente las opiniones de los mayores, para añadir lo que les falta a ellos y corregir lo que está equivocado, todo con modestia y justificación. Me pregunté si los ciudadanos de Apeiron seguirían tan fielmente este principio como pretendían sus teorías.
Sobrevolamos el desierto de sal y arena, y rebasamos las impresionantes murallas de piedra que mantenían aquellas tierras secas. Durante horas volamos sobre el mar Caspia, que pronto empezó a escindirse en una serie de pequeñas lagunas que salpicaban aquellas tierras áridas.
Tras dejarlas atrás, penetramos en otro mar, esta vez de hierba y rastrojos.
Fue entonces cuando conseguí reunir el suficiente estómago como para ir a ver al nestoriano. Estaba en un rincón de la sentina, donde le habían preparado una especie de jaula hecha con malla de alambre. El hereje estaba sentado en el suelo de su prisión, con sus manos y pies encadenados y una expresión de profundo abatimiento en sus bovinos ojos. Al verme llegar los elevó hacia mí, y pareció alegrarse de verme.
– Amigo mío -me dijo, con su voz empalagosa-, sé que te apiadarás de mí, y que sabrás transmitir esa piedad, que Cristo nos enseñó a ambos, a mis captores.
Yo le devolví una mirada de profundo asco, y le dije:
– Te equivocas implorando mi compasión, y más aún al hacerlo invocando a Nuestro Señor a quien tú traicionaste de una forma tan ruin.
– Sé que no hay rencor en ti, y que me ayudarás -insistió él.
– Yo no confiaría demasiado en eso -le dije-. He venido hasta aquí, sobreponiéndome a la repugnancia que me produces tan sólo para satisfacer mi curiosidad; no puedo imaginar cómo un ser humano puede llegar a un grado de degradación como el tuyo. ¿Cómo has podido volverle la espalda al Señor de una forma tan absoluta?
– No entiendes nada, terciario -dijo él mirándome con tristeza-; vives en la oscuridad y te burlas de los que hemos contemplado la luz.
– ¿La luz? -grité exasperado-. ¿Hablas tú de luz?; tú que adoras a un demonio.
– No hay demonios -dijo él-; ni existe el Bien y el Mal, tan sólo diferentes aspectos de una misma Realidad. Pronto tú también conocerás esa Verdad, igual que yo la conocí cuando apenas era un niño y fui ordenado sacerdote. Conocerás a la Matre.
– ¿ La Matre ? -pregunté-. ¿De qué me estás hablando ahora?
– El Creador de toda vida -salmodió-. El Vientre que ha engendrado al Mundo. La serpiente Uroboros. La piedra oculta, escondida en lo más profundo de una sima, que es vil, abyecta y desprovista de valor; y está cubierta de lodo y excrementos; pero en ella, como en uno solo, se refleja cada hombre. Porque esta piedra está animada con la virtud de procrear y de engendrar. Esta piedra es blanda y toma su inicio, su origen y su raza de Saturno o de Marte, del Sol y de Venus, y de las remotas estrellas.
– Estás completamente loco -comprendí.
Él me miró con unos ojos desorbitados y llenos de fiebre, y dijo:
– Pronto la conocerás. Y temblarás… -Sacudió la cabeza como si acabara de salir de un trance. Miró a un lado y a otro y gimió-: No, no… no podemos seguir adelante.
Cansado de todo aquello, di media vuelta y me alejé de aquella criatura degenerada mientras sus ruegos, imploraciones y amenazas, me seguían por la sentina.
Al atardecer de ese primer día de viaje cambió súbitamente el cielo, que tras dejar atrás los humos que rodeaban Apeiron había permanecido perfectamente azul; ante nosotros apareció en el horizonte una barrera de nubes, oscuras y compactas, elevándose hasta una milla de altura, como la muralla de la fortaleza de un gigante.
Esa noche cenamos raciones frescas de carne y verdura.
– Aprovechad -nos advirtió Vadinio con una sonrisa-; a partir de ahora todo serán tristes alimentos desecados.
Esa noche dormí en un coy de lona tendido en el interior de la bodega, a bordo de una nave que viajaba por el cielo, en mitad de la oscuridad, alejándose de toda tierra conocida para dirigirse al encuentro de un demonio.
Los viejos miedos nacidos de la superstición y la ignorancia me acosaron esa noche; pues, pese a toda mi ciencia, no soy tan diferente en mis sentimientos de cualquier hombre, pequeño y perdido en este mundo extraño. Soñé que las dos naves, tras dejar atrás toda tierra conocida por el hombre, se perdían en un páramo infinito y desolado. Volaban juntas sobre un terreno plano y sin límites hacia un horizonte que se juntaba con las estrellas. Volaban durante meses, años, siglos… Mientras los cuerpos de sus tripulaciones se iban convirtiendo lentamente en polvo. Pero no yo, que seguía con vida, deambulando solitario por las salas de la Teógides , convertida ahora en una tumba volante, horrorizado por el cruel destino que Dios me había reservado: contemplar eternamente la inalcanzable línea del infinito con unos ojos inmortales.
Había pasado toda mi vida viajando, y mi infierno iba a ser realizar un último viaje por toda la eternidad, sin posibilidad alguna de llegar a mi destino…
Al día siguiente, una breve observación del sol nos permitió calcular nuestra posición, pero inmediatamente se cubrió completamente de nubes el cielo y desapareció entre ellas. Un espeso banco de niebla se extendía bajo nosotros hasta perderse de vista. Y entre esas dos paredes viajamos durante días, navegando sólo con la ayuda de la brújula magnética; pero, con el fuerte viento que soplaba, y sin posibilidad de comprobar deriva y velocidad, aquello era como correr a ciegas por un oscuro túnel.
El viento, penetrando entre las juntas del puente del Teógides, producía un silbido interminable. También oíamos, bajo la presión del aire, temblar la lona que cubría la armadura. El frío empezó a volverse intenso con rapidez, y tuvimos que vestir las camisolas y bragas de gruesa lana, bajo los voluminosos sayos de piel de cordero con que nos había provisto la ciudad. Constaban de una pieza con capuchón, parecida al hábito de un franciscano -pero más corto-, que se metía por la cabeza. El pelo quedaba por dentro, mientras que por fuera la piel se revestía de una gruesa tela impermeable al viento y al agua.
Como en mi sueño, avanzábamos ahora por un infinito universo helado. Las nubes parecían arrecifes de hielo prendidos en pleno cielo. Bajo nosotros, sobre las cumbres que asomaban por entre las pálidas mantas de niebla, el hielo se escurría en líneas convexas hacia las grisáceas tierras bajas, hacia valles dormidos en noches que, cuanto más avanzábamos, más largas y oscuras parecían.
Los falsos cristales de las naves empezaban a cubrirse de hielo, lo que obligaba en el puente a limpiar continuamente las portillas frontales, usando pequeños chorros de agua tibia. De vez en cuando, éramos sobresaltados por un inesperado ruido, tan fuerte como una explosión. Eran diminutas astillas de hielo que, proyectadas violentamente por las hélices, golpeaban los flancos de lona del aeróstato produciendo pequeños desgarrones que teníamos que reparar rápidamente, para evitar que se agrandaran.
Todos a bordo atendían circunspectos sus tareas. Todos estábamos fatigados; el ambiente frío, húmedo y gris que nos envolvía pesaba cada vez más en nuestro ánimo. No se apreciaba ni una rendija de luz a través de la niebla que nos rodeaba.
Me preguntaba dónde estaríamos, y cuántas leguas habríamos recorrido ya.
Se lo pregunté a Vadinio, y éste extendió, sobre la mesita del puente, una serie de mapas cartografiados siglos atrás por los exploradores de la ciudad.
Con ayuda de un cartabón, dibujó una larga línea que partiendo de Apeiron se perdía por la zona superior del mapa. Esta zona estaba compuesta por terreno blanco, tal y como lo llamó Vadinio; es decir, territorio inexplorado.
– Lo peor -me confió-, es que el telecomunicador no nos indica el punto preciso donde nos hallamos, sino únicamente la dirección donde está la guarida del Adversario. Podemos trazar esta recta que pase por nuestro destino, pero no podemos precisar en qué punto de ella estamos ahora.
– ¿Tenéis idea de cuál es nuestra velocidad?
De vez en cuando, las dos naves descendían hasta unos centenares de varas del suelo, y dejaban caer pequeñas cargas explosivas. Con un cronómetro, dos aeronautas situados en la balconada que rodeaba las bodegas por el exterior, calculaban el tiempo transcurrido entre dos explosiones.
– Aproximadamente, recorremos unas treinta millas cada hora.
Hice mis propios cálculos sobre mi Guía geográfica de Tolomeo. Los antiguos habían estimado que la anchura total del mundo habitado, de Tule al país de los sembritas, era de unas mil leguas. Actualmente una milla es la tercera parte de una legua, pero antiguamente equivalía a ocho estadios; lo que la haría equivalente a un cuarto de milla de las de ahora…