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– Él nos mintió -dijo-; no nos advirtió de esto, y de que Ibraim moriría.

Se refería al sarraceno que había estado manipulando la salida de vapor.

Casi con gesto cansado, Sausi alzó su espada para acabar con la vida del arquero.

– Alto -le detuve-, quizá necesitemos a estos dos hombres.

Mirina y algunos dragones subieron entonces por la trampilla, con sus pyreions listos para disparar; y quedaron paralizados por el desastre que allí se había producido.

Atravesé con cuidado la zona destrozada, y me acerqué a Ibn-Abdalá.

El cadí estaba tumbado de espaldas, con la flecha firmemente clavada en su costado izquierdo, a la altura de sus pulmones. Tenía la boca llena de sangre y respiraba con dificultad. Seguía sonriendo.

– Eres muy inteligente -le dije-, mientras todos estaban pendientes de mí, tú te introdujiste en Apeiron. Tus acciones son siempre ingeniosas, pero a veces no alcanzo a comprender el sentido de ellas. Pareces actuar movido sólo por un ímpetu demencial y destructivo. ¿Qué es lo que pretendes?

Ibn-Abdalá no contestó. Sausi y Ricard llegaron junto a nosotros.

– Permaneced a su lado -les dije-, y que no sufra ningún daño; pero no lo toquéis ni permitáis que él os toque. Si muere, empujad su cadáver al vacío, pero usad vuestras espadas para hacerlo. Que ninguno de los dos se quede a solas con él.

4

En el puente la situación no era precisamente feliz.

– Perdemos altura con rapidez -nos explicó Vadinio-. La explosión destrozó cuatro de los balones de aire caliente, pero eso importa poco, porque el resto se están enfriando con rapidez. Hemos soltado todo el lastre, pero es inútil, caemos; y lo peor es eso… -Vadinio señaló hacia lo lejos, en la dirección de popa. Una polvareda indicaba el lugar donde los jinetes gog proseguían con su persecución.

– Unos tipos insistentes -dijo Mirina.

Comenté que, quizás, ellos ya sabían que esto iba a pasar, y que ahora sólo querían recoger a su hombre. Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.

– Prepararnos para luchar -respondió la capitana de los dragones.

Le señalé que nuestros perseguidores debían de ser un centenar, o más.

– Pero nosotros tenemos armas mejores -replicó ella.

Vadinio nos informó que Apeiron ya había sido avisada de lo sucedido. Quise saber cómo era esto posible, y el genovés me recordó aquella maravilla que era el telecomunicador y que les permitía hablarse a aquellas enormes distancias.

– Mandarán otro de los aeróstatos a rescatarnos -dijo-; pero tardarán varias horas en llegar hasta aquí. Mientras tanto intentaremos mantenernos en el aire todo el tiempo posible. El puente ya no sirve para nada; nos desharemos de él, y también de la bodega. Eso aligerará nuestro peso lo suficiente como para poder volar algunas millas más. Afortunadamente, tenemos el viento a favor. Recemos para que éste no cambie.

Todo el mundo se trasladó a la sentina, y empezamos a trabajar cortando los cables y las viguetas de metal para desprender la sección inferior del aeróstato. Usamos cualquier cosa para hacerlo: espadas, cuchillos o tenazas. No era difícil porque el metal de las viguetas era tan delgado que podía doblarse con la mano; la nave mantenía su rigidez gracias a la estudiada tensión que los cables de hierro ejercían sobre la estructura de viguetas. Poco después, la mitad inferior de la Salaminia se desprendió y chocó contra el suelo, que ya estaba desagradablemente cerca.

Mientras tanto, Frixo y Melampo cortaron cuidadosamente los cables del timón, y los tensaron para que la posición de los alerones favoreciera el planeo de la nave.

Le pedí a Vadinio su catalejo, y con él observé cómo los jinetes llegaban hasta el amasijo de hierros, y lo rodeaban sin detenerse.

– Esos perros saben cuál es la presa que buscan -comenté devolviéndole el instrumento óptico al genovés.

Llamé a dos almogávares, les repetí cuidadosamente las mismas indicaciones que les había dado a Sausi y Ricard sobre cómo tratar a Ibn-Abdalá, y les ordené que fueran a revelarlos. Uno de ellos era Guillem, que había envuelto la herida de su costado con un sucio vendaje y se había olvidado de ella.

Poco después, Sausi y Ricard se sentaron junto a mí sobre los restos de la pasarela.

El suelo, árido y lleno de matojos, corría bajos nuestros pies, cada vez más cerca.

– Escuchad -les dije a los dos guerreros-, ambos me habéis demostrado ser valientes y dignos de confianza, por eso quiero pediros algo.

– Lo que quieras, Ramón -dijo Ricard.

– Espera hasta que escuches lo que quiero pedirte -le corté; y señalé hacia los jinetes gog-. Esos lobos nos van a alcanzar muy pronto, y quiero que me juréis que no vais a permitir que me cojan con vida. No quiero pasar otra vez por el mismo horror.

Ricard y el búlgaro me miraron aterrorizados.

– No podemos hacer eso -protestó Ricard-. Juramos a Roger, antes de separarnos de él, que protegeríamos tu vida con la nuestra. No puedes pedirnos eso.

– Lo haremos -dijo Sausi Crisanislao.

Ricard levantó la cabeza hacia el enorme búlgaro y dijo:

– ¡Maldito seas! ¿Por qué dices eso?

– Porque es verdad. Y tú harás lo mismo por mí… Y yo por ti.

– Pero Roger nos ordenó…

– Roger no está aquí -concluyó Sausi que era hombre de pocas palabras.

Ricard rezongó un poco, pero acabó por aceptar mi juramento.

– Dime una cosa -me preguntó, al cabo de un rato-, ¿por qué no nos dejaste acabar con las vidas de esos perros traidores de sarracenos?

– Fueron engañados por Ibn-Abdalá.

– ¿Y eso qué importa? -protestó Ricard-. ¡Pretendían traicionarnos!

– Es posible, pero si los matamos, y si por ventura conseguimos regresar a la ciudad, sus compañeros nunca creerán la verdad de lo sucedido.

– ¿Y qué? -Ricard se encogió de hombros-; los liquidamos a todos y en paz.

Yo sonreí y dije:

– No creo que las gentes de Apeiron te permitieran hacer eso.

– Puede que sí y puede que no…

Ricard se detuvo en mitad de su frase. Un nuevo estallido había hecho crujir horriblemente la estructura de metal haciendo saltar trozos de vigueta por todos lados.

¿Qué había sucedido? Nuestra altura era ya tan escasa que nos habíamos estrellado contra las ramas más altas de un árbol reseco y solitario.

La estructura gimió, y lo que quedaba de la nave dio un violento bandazo.

Yo perdí mi punto de apoyo, y caí al vacío.

Sausi intentó cogerme, estirando su enorme cuerpo cuanto pudo, pero no le fue posible.

Rodé por el suelo, que era bastante plano y lleno de matorrales que amortiguaron el impacto. Pero mis huesos eran ya tan débiles como el cristal, y mientras rodaba noté claramente cómo mi antebrazo se partía con un chasquido.

Vi lucecitas bailando frente a mis ojos, y apenas logré ponerme en pie con dificultad, sujetándome con la mano mi brazo herido y apretando los dientes para soportar el dolor, notando las aristas de hueso arañándome la carne desde dentro.

A lo lejos, la nube de polvo indicaba dónde estaban los jinetes, y pude distinguir ya sus negras siluetas.

Una mano se posó en mi hombro. Me volví, para encontrarme enfrentado al enorme torso del búlgaro.

– ¡Sausi! -exclamé.

Por encima del hombro del gigante, los lastimosos restos de la Salaminia se alejaban arrastrados por el viento, y vi a Ricard en el mismo borde de la pasarela mirarnos indeciso.

Finalmente saltó, y tras él saltaron varias figuras con armadura roja. Liberada del peso de aquellos valientes, los restos de la nave se elevaron un poco y siguieron alejándose de nosotros.

Ricard llegó el primero, sonriente, cortando los matorrales con su espada. Tras él iban Mirina y diez de los dragones rojos de la ciudad.

– Ellos son un centenar o más -dije con expresión abatida. El dolor del brazo estaba a punto de hacerme perder el sentido-. No habéis actuado con inteligencia dividiendo vuestras tropas, capitán.

Mirina se encogió de hombros y dijo:

– Cualquier sitio es bueno para morir.

Dos de los dragones les ofrecieron a Ricard y Sausi sus pyreions; pero éstos las rechazaron.

Me llevaron junto al tronco reseco del árbol contra el que habíamos chocado, donde podría protegerme de las flechas de los gog. Los dragones formaron un semicírculo defensivo a mi alrededor, mientras Ricard y Sausi se situaban a mis flancos, con sus espadas desenvainadas y trazando amenazadoras líneas en el aire.

Agotado, me dejé caer de rodillas. Alcé la vista y sentí como si las retorcidas ramas del árbol, las nubes, y el cielo giraran locamente en torno a mí. ¿Era ése el lugar elegido por el Señor para mi final?

A través de las piernas sentí ascender la vibración creciente del centenar de jinetes diabólicos que se nos venían encima. Luego escuché claramente sus aullidos de guerra.

– Ahí los tenemos -dijo Mirina con asombrosa tranquilidad.

Junto a mí, Ricard, gritó con fuerza:

– ¡Desperta ferro! ¡Aragón, Aragón!

Con su habitual flema, Sausi no dijo nada, pero su cuerpo se tensó como el de un león dispuesto para la lucha.

A lo lejos se distinguía ya una primera línea de jinetes gog; erguidos sobre sus pequeñas monturas, sus retorcidos arcos listos para ser disparados.

Siguieron avanzando, durante un interminable instante, antes de que una lengua de fuego surgiera de las armas de los dragones y se estrellara como una ola flamígera contra los jinetes.

Escuché el horrible aullido agónico de los gog y sus bestias mezclarse; y vi cómo aquella primera fila de jinetes gog continuaba su carrera envuelta en llamas, con el pelo de los caballos y el que cubría sus cuerpos ardiendo salvajemente. Las flechas que estaban preparadas para ser disparadas antes de que la llamarada les alcanzase, salieron erráticas de los arcos llameantes, como flechas de fuego, dejando tras de sí un rastro de humo negro. Algunas se clavaron en el tronco del árbol, y allí siguieron consumiéndose.

La carrera de los jinetes envueltos en llamas no se detenía, y me pregunté por qué. Los pobres animales siguieron trotando hacia nosotros, movidos por la loca inercia de su larga carrera, mientras los tendones de sus patas se carbonizaban. Finalmente, la mayoría se derrumbó a un par de varas frente a la fila de dragones, y allí formaron grandes montones llameantes que soltaban un humo negro y aceitoso, con un repulsivo olor a carne quemada que llegó rápidamente hasta mis narices.

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