– ¿Crees que no deseamos expandirnos y crecer fuera de estas murallas? -me preguntó-. Ya lo intentamos en el pasado, y cada intervención nuestra fuera de las murallas de la ciudad, fue un paso más hacia la confrontación que ahora está a punto de suceder, y que quizá marque nuestro final.
Se refería a Calínico, tal y como ya había supuesto; y cuando le pregunté por él me contó la extraña historia de aquel ciudadano.
Calínico era un personaje curioso; a caballo entre la realidad y el mito. Incluso en la actualidad los apeironitas usaban su nombre para referirse a cualquier persona que estuviera dispuesta a arriesgarlo todo para demostrar alguna idea absurda.
En la época de Calínico la ciudad había empezado a fundar colonias más allá de los límites del desierto que la rodeaba. Era un joven brillante, que sin duda habría acabado formando parte de la Asamblea de consejeros, pero tuvo una arriesgada inspiración: consideró que existía una especie de fuerza maligna controlando los azares de la historia. Una idea que no entraba en contradicción con las de San Agustín.
– Podía explicar el curso de la historia como una continua intervención de este Ente maligno y los esfuerzos del hombre para superarlo.
– Parece razonable -dije.
– Sobre todo si conocemos la existencia del Adversario; pero entonces, hace seiscientos años, no la conocíamos. Y me temo que en más de una ocasión Calínico se dejó llevar por su poderosa imaginación, y sus convicciones personales, para explicar con ayuda de este ente misterioso, situaciones que no precisaban en absoluto de su intervención para ser explicadas.
Esta actitud suya le llevó pronto a caer en desgracia dentro de la Academia Científica de la ciudad, y Calínico se aisló, rodeado por un pequeño grupo de partidarios, cada vez más apasionado en sus ideas.
Pensaba, por ejemplo, que la persecución de Aristarco y sus discípulos, y el triunfo de la Escuela de Atenas y de las ideas antiempíricas de pitagóricos y platonianos, que acabaron con el brillante método científico jonio, eran una consecuencia directa de la intervención de este ente maligno. Que la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, un par de siglos antes de su nacimiento, y la muerte de su último gran científico, una bella mujer llamada Hipatia, que fue asesinada por orden de Cirilo, el patriarca de Alejandría, era otra intervención de esta entidad que buscaba retrasar el avance de la humanidad. Justificaba así cualquier acontecimiento que le resultara desagradable.
Y cuando le llegó la noticia del asedio a Constantinopla por parte de los miembros de una fanática y recién nacida religión, Calínico no dudó; reunió a sus escasos partidarios, y cuantas armas logró reunir, y partió hacia Constantinopla.
Un viaje del que nunca regresaría.
– Pero ahora sabéis que estaba en lo cierto -dije-; esa entidad maligna de la que Calínico hablaba existe realmente.
Neléis me miró con el ceño fruncido y dijo:
– Como en cualquier cosa hay una parte de verdad y una gran parte de falsedad. Los musulmanes eran entonces unos recién llegados; salieron de sus desiertos de origen sin más equipaje que su religión, su lengua, y su música. Su violento proselitismo era ciertamente preocupante: creer en su dios, o morir; mientras que Constantinopla parecía la única oportunidad de recuperar en Europa el antiguo orden y la seguridad establecida por los griegos. Pero si Calínico hubiera vivido unos siglos más tarde, cuando los musulmanes cultivaban las ciencias asimiladas del mundo helénico, y los europeos se preparaban para la locura que fue la Primera Cruzada… su opinión hubiera sido ciertamente distinta. No es posible juzgar los acontecimientos cuando estás inmerso en ellos, y ése fue el error de Calínico.
– Afortunadamente -repliqué-; porque ese error nos salvó.
– Sí, es cierto, pero al mismo tiempo le descubrió al Adversario nuestra existencia. Y si hasta ese momento no teníamos ninguna certeza de que hubiera intervenido activamente, a partir de entonces su presencia se hizo evidente. Atacó nuestras colonias en Mesopotamia y emprendió la búsqueda de nuestra ciudad que ha durado hasta ahora.
Conté a la consejera cómo las colonias de Mesopotamia, y los observatorios astronómicos cerca de Harrán, habían sido transformados en templos para adorar los planetas.
– Lo sabemos -dijo la mujer con resignación-. Perdimos el contacto con ellos hace más de quinientos años. No mucho después de la expedición de Calínico.
– Si era vuestro hombre, entonces todos nosotros os debemos la vida. El evitó que los musulmanes invadieran toda Europa.
Yo creía con firmeza que Calínico estaba en lo cierto; que la única forma de vencer al Mal era hacerle frente. Y esto es algo a lo que, tarde o temprano, los ciudadanos de Apeiron estaban destinados. Un destino que ya había llegado.
Nos deslizábamos rodeados de oscuridad, sin más ruido que el resoplar de la máquina de vapor que arrastraba nuestra barcaza. La vía que recorríamos se extendía fuera de la ciudad al igual que la primera que habíamos hallado, medio enterrada, en las arenas del desierto.
Y mis pensamientos parecían empapados de la oscuridad que nos rodeaba.
Era injusto, me repetía una y otra vez. Apeiron me había demostrado que la vida puede ser hermosa en sí misma, y no sólo un mero lugar de tránsito. Si alguna vez regresaba a mi tierra, ¿cómo podría soportar el sufrimiento que me rodeaba tras haber conocido un mundo como el que se agazapaba tras los muros de Apeiron?
Fuera sólo había oscuridad.
Apeiron había quedado reducida a un resplandor a nuestra espalda, cuando Neléis me señaló las potentes luces que se descubrían, tras una loma, frente a nosotros.
Una vez más, me asombró la increíble luminosidad que eran capaces de crear aquellas gentes para desafiar incluso la profunda oscuridad de una noche sin luna en mitad del desierto. La zona frente a nosotros relumbraba como oro fundido.
Aquella luz nos mostró un edificio enorme y solitario de hierro y cristal, surgiendo de las arenas como si hubiera nacido a partir de ellas. Era una gran bóveda sin paredes, como un cilindro enterrado en la arena de forma que sólo sobresaliera una tercera parte de éste por encima de la superficie.
Pero su tamaño era descomunal, como bien pude comprobar cuando el vehículo que nos llevaba se detuvo junto a él. Miré asombrado a un lado y a otro, intentando calcular mentalmente el tamaño de aquella construcción; pero esto era del todo imposible allí en mitad del desierto, sin más puntos de referencia que las suaves y cambiantes lomas de las dunas. De lo que sí estaba seguro es de que era mayor que ningún otro edificio que hubiera visto en el interior de Apeiron.
Descendimos del vehículo a una plataforma, y de ella, gracias a una amplia escalera metálica, al suelo. Me detuve nuevamente para mirar hacia arriba.
– Es grande -señaló Neléis, de forma innecesaria.
Pregunté qué era, y la consejera respondió que aquel lugar era llamado el tinglado.
La mujer me condujo al interior y quedé paralizado mientras intentaba asimilar la compleja escena que se presentaba ante mis ojos.
Bajo la bóveda de cristal y vigas de hierro, siete enormes leviatanes parecían dormir plácidamente; rodeados por un pequeño ejército de obreros que, como pulgas sobre un perro, corrían por sus abultados lomos, realizando múltiples -e incomprensibles para mí- actividades. Unos se descolgaban con cuerdas desde los costados de los monstruos, otros fundían metal en un extremo y arrastraban las delgadas vigas al rojo con ayuda de garfios y tenazas, otros barrían tranquilamente la arena de sus lomos.
Recordé que, el día que había perdido el sentido en el desierto, antes de mi llegada a la ciudad, había visto uno de esos leviatanes.
No eran seres vivos ni monstruos, a pesar de que ésa había sido mi primera impresión, aunque sus formas eran parecidas a las de los peces; pero ahora había visto multitud de objetos similares en Apeiron, aunque no de ese tamaño; como el vehículo que nos había llevado hasta allí.
Calculé que cada uno de aquellos leviatanes debía de medir trescientas varas de longitud. Tenían forma de huso, como un pez; y como un pez, también, estaban dotadas de una especie de amplia cola plana en su extremo posterior. Su diámetro sería de unas setenta varas.
– Vamos, Ramón -dijo Neléis empujándome suavemente-, te mostraré el interior de uno de los aeróstatos.
– No debes temer nada -dijo una voz masculina a mi espalda, hablando el griego con un fuerte acento genovés-, pues tú ya has viajado en uno de ellos.
Me volví para ver llegar a Vadinio Vivaldi. El genovés vestía una especie de ajustado blusón gris, con pantalones del mismo color, y me saludó alzando su mano.
– Lo sé; lo recuerdo -le dije.
– ¿Lo recuerdas? -se extrañó Neléis-; me dijeron que habías estado sin sentido durante todo el trayecto. Era el primer viaje de prueba; tuvimos suerte de encontraros.
Vadinio Vivaldi era el capitán de uno de los aeróstatos pues, tal y como me dijo Neléis, nadie en Apeiron tenía su experiencia como navegante. Había rodeado el Mundo buscando el reino del Preste Juan, y ahora dirigiría uno de aquellos leviatanes hasta el Remoto Norte, para enfrentarse al Adversario en su propia guarida.
Pero aquel pequeño italiano calvo no parecía conocer el miedo a nada.
Los tres caminamos hasta el costado del leviatán más cercano. Vadinio ordenó a uno de los trabajadores que hiciera descender una pequeña escalera metálica, y mientras subíamos por ella señaló los dos grandes objetos cilíndricos que sobresalían de la estructura principal del aeróstato, sujetando unas grandes aspas semejantes a las de los molinos de viento, pero de madera sólida y suavemente torneada.
El genovés llamó a esto hélices, y afirmó que eran lo que impulsaba el aeróstato.
Accedimos al interior del leviatán, a una amplia cubierta rodeada por grandes portillas rectangulares, cerradas con cristal e inclinadas unos treinta grados hacia abajo.
Era curioso, pensé mirando a mi alrededor, pero todo aquello se había borrado de mi memoria, y no así la primera visión de la ciudad de Apeiron que sin duda había realizado desde una de aquellas portillas.
Vadinio me explicó que la principal diferencia entre el aeróstato y los balones que yo había visto en Apeiron era que éste poseía una estructura rígida; es decir, su forma no venía dada por la presión interna de un gas, sino por un armazón de viguetas de metal ligero.