– ¿Y el segundo motivo? -pregunté.
– Yo no nací en esta ciudad -dijo Nyayam-; mi origen está en la remota India, y durante una parte de mi vida mis creencias, y mí concepción del mundo, fueron muy diferentes a los que ahora profeso. Me encontré en mi juventud con unos exploradores de Apeiron y me uní a ellos. Una decisión que jamás lamenté; esta ciudad siempre ha tenido sus puertas abiertas, para todo aquel cuya mente esté también abierta, pues ella misma se alimenta y engrandece gracias a la sangre nueva que llega a sus venas. Tener una única visión del mundo es casi peor que ser completamente ciego, y Apeiron necesita nuevas mentes del Mundo Exterior que nos recuerden constantemente que nuestra realidad no es la única posible o deseable.
– Soy viejo -dije-, y también tengo experiencia en eso de cambiar de vida y de creencias y -añadí en un tono que era casi de súplica-… quiero aprender. Quiero comprender el mundo y todas las obras de Dios. Quiero conocer todas las realidades y empaparme de toda vuestra sabiduría.
– Te buscaremos un alojamiento más adecuado -dijo Neléis, asintiendo complacida-; y te procuraremos un sirviente que se ocupe de ti y que responda tus preguntas.
– No es un camino fácil -concluyó el anciano Nyayam-; hay un gran abismo entre tu pueblo y el mío, pero tu voluntad, y tu sincero deseo de saber, pueden colmar ese abismo y descubrir la auténtica riqueza del mundo que supera las más locas especulaciones y fantasías del hombre.
Yo estaba seguro de haber despertado en el Paraíso.
Me había trasladado inmediatamente a una vivienda, cercana al edificio de la Asamblea, cuyas paredes estaban llenas de estantes repletos de libros.
Nunca en mi vida he visto tantos libros juntos, ni creo volver a verlos.
Y me sumergí en la lectura de aquellos volúmenes que fui amontonando, poco a poco, a mi alrededor. Era como un niño incapaz de decidir qué comer, perdido en una tienda de golosinas. Tomaba uno de aquellos libros de su anaquel, lo ojeaba pasando rápidamente las páginas, lo dejaba a un lado, tomaba otro y repetía la operación. Mi cabeza giraba de un lado a otro, y mi hambre de conocimientos se estaba transformando rápidamente en una especie de gula incontrolada.
Aquellos libros, por ejemplo, eran muy extraños; y, como objetos, eran tan maravillosos como las maravillas de las que hablaban. Durante horas, estudié los pequeños y precisos caracteres que los llenaban. No había duda, en un libro determinado, la letra «a» era siempre igual, así como la «e» y cualquier otra letra. Ninguna mano humana sería capaz de caligrafiar con tanta precisión, y la única explicación que pude encontrar era que aquellos libros habían sido realizados con alguna especie de sello o impronta para cada uno de los caracteres. Las posibilidades de ese sistema de reproducir los libros, cautivaron rápidamente mi imaginación; sin duda el primer libro sería muy costoso de elaborar, pero a partir de ahí, las cosas se precipitarían; podrían hacerse miles de copias y hacerlas llegar hasta el más humilde de los hombres.
La incultura y la ignorancia, simplemente, desaparecerían.
Pero esto era sólo una pequeña maravilla entre las muchas que llenaban aquella ciudad. Había tantas a mi alrededor que la mente saltaba de una a otra, incapaz de repartir adecuadamente su capacidad de asombro. La misma máquina analítica era algo cuya existencia apenas había vislumbrado como posible mientras trabajaba en el diseño de mis discos. Dediqué muchas horas a hacer croquis de los mecanismos de la máquina, y al complicado entramado de palancas y ruedas dentadas, perfectamente ajustadas que formaban los diferenciales, el alma de las unidades de cálculo; unos ingeniosos mecanismos que enlazaban entre sí conjuntos de engranajes móviles, imponiendo entre sus velocidades simultáneas la condición de que cada una de ellas fuera proporcional a la suma o a la diferencia de las otras. Pura magia matemática.
Todas mis mañanas en aquel fantástico lugar empezaban de la misma forma; al amanecer llegaba Ácalo, el sirviente de la consejera Neléis; un joven delgado, de pelo negro rizado y rasgos inteligentes; y me despertaba con suavidad. Después me conducía a una habitación contigua que estaba revestida completamente de una porosa piedra blanca, y allí recibía un baño de vapor. Ácalo me entregaba una rasqueta de madera para que frotara con ella mi piel, y él mismo me ayudaba frotando en aquellas partes del cuerpo a las que yo no llegaba bien. A continuación me llevaba a una estrecha cabina, y tras girar una pequeña rueda pegada a una de las paredes, una suave y continua lluvia de agua se derramaba sobre mi cuerpo. Así de sencillo; giraba una pequeña llave, y el agua fluía, la giraba en dirección contraria, y el chorro cesaba. Junto a Ácalo, realicé largos paseos por las plataformas y terrazas de Apeiron, mezclándome entre aquellas gentes y aprendiendo sus costumbres, y había visto trozos de tubo con llaves como aquélla repartidos por todas partes en la ciudad, y todos daban agua al girar las manivelas. Para los apeironitas aquello parecía natural, pero yo me quedaba mirando asombrado cada vez que esto sucedía. Lo que más me admiraba no era lo extraño de aquel artilugio, cuyo funcionamiento podía comprender mucho mejor que el de los balones voladores o la máquina analítica, sino la naturalidad con la que los ciudadanos se tomaban aquel incesante fluir de agua en medio de un desierto.
Tras secarme, me tumbaba sobre un banco de piedra, y Ácalo me daba un masaje que hacía revivir y parecía tonificar mis viejos músculos.
Todos los días empezaban así, y tras esto, me sentía preparado para enfrentarme a los gruesos volúmenes de aquella inmensa biblioteca. Y para conocer a los sabios maestros de Apeiron, con los que tuve ocasión de disfrutar de largas charlas que abrieron mis viejos ojos a un nuevo y maravilloso mundo.
Todos aquellos nobles eruditos se sentían discípulos del Gran Aristarco, que había vivido en el siglo III antes de Nuestro Señor Jesucristo en Jonia, un pequeño e inconexo reino formado por sólo un puñado de islas. Pero desde entonces la ciencia de la ciudad había avanzado mucho, y aquellos sabios me hablaron de la inmensidad del universo; en el que se había formado, espontáneamente (según ellos), a partir de la materia difusa del espacio, un gran número de mundos, destinados a evolucionar y más tarde a decaer. Me contaron que estos mundos erraban solos por la oscuridad del espacio, mientras otros iban acompañados por una cohorte de soles y lunas; y que en ocasiones podían colisionar entre sí; y que algunos estaban habitados, mientras que en otros no había ni plantas ni animales. Creían que las formas simples de la vida nacieron del cieno primordial y evolucionaron por sí mismas hasta formas más complejas; al igual que los átomos, que ya fueron predichos en la Antigüedad, pero que los sabios de Apeiron se habían ocupado de analizar y demostrar.
Pero yo no podía aceptar fácilmente algunas de su ideas.
Discutí largamente con ellos su certeza de que la Tierra no era el centro del universo, y que nuestro mundo giraba alrededor del sol; al igual las estrellas, que eran soles distantes, semejantes al nuestro, tenían sus propios planetas girando a su alrededor.
Para mí era evidente que la Tierra estaba inmóvil. Y no comprendía cómo esto no resultaba tan claro como para mí a aquellos sabios de Apeiron, que afirmaban que el único método seguro de llegar a conocer la verdad era el experimento.
Es fácil hacer un experimento que consiste simplemente en dejar caer al suelo un gran peso; podemos medir su trayectoria cuantas veces queramos y comprobaremos que ésta es siempre una línea perfectamente recta. Si la Tierra girara sobre sí misma, para producir el efecto de los días y las noches ante un sol inmóvil, tendría que girar a una enorme velocidad y en ese caso la trayectoria de caída de cualquier objeto nunca sería una línea recta. Hasta un niño podría demostrar esto. Y además, como tan acertadamente señaló el gran Aristóteles, si la Tierra se moviese, la distancia a las estrellas variaría al cabo del tiempo, como cambia entre los planetas, y si esto no sucede es porque nuestro mundo está absolutamente inmóvil.
Así lo creía entonces y así lo creo ahora, pues aquellos hombres tan sabios no fueron capaces de proporcionarme argumentos para convencerme de lo contrario.
Ácalo también me ayudaba y me acompañaba en mi formación, buscando las citas y referencias que yo le pedía en las entrañas de aquella maravillosa máquina analítica, cuyo lenguaje de tarjetas perforadas Ácalo entendía.
Nunca había conocido a un esclavo tan bueno como aquel joven, de modo que un día le pregunté si había nacido esclavo o había sido capturado hacía mucho tiempo. Ante esta pregunta, Ácalo, me miró entre divertido y escandalizado, y dijo:
– No soy esclavo, Ramón, no hay esclavos en Apeiron.
Me era difícil creer que esto pudiera ser real.
– ¿Quién hace el trabajo pesado entonces? -le pregunté-. ¿Quién acarrea el agua caliente, o enciende las calderas, o se cuida de que las calles estén limpias?
– Hombres libres, ayudados por máquinas como la que nos rodea.
El constante murmullo de la máquina analítica al funcionar, me recordó dónde estaba, lo extraordinario que era aquel lugar. Pero todo era demasiado extraño y no podía aceptarlo; ¡una sociedad sin esclavos! En toda la historia de la humanidad jamás había existido nada semejante. Los problemas prácticos parecían insalvables.
– ¿A qué te dedicas? -le pregunte al joven.
– Soy estudiante, Ramón -dijo-, me presenté voluntario para servirte.
– ¿Por qué?
– Eres un sabio del Mundo Exterior. Es posible aprender mucho de tu experiencia y sabiduría, y para mí es un honor servirte.
Un honor, pensé con cinismo. ¿Qué podía aprender aquel brillante joven de mí, excepto que para los hombres del Mundo Exterior, la mera existencia de una sociedad sin esclavos parecía algo inadmisible?
¿Cuánta distancia había entre la limpia mente de aquel joven y mi propia mente, enturbiada por la repetida visión de la injusticia y la maldad?
Dieciséis siglos de búsqueda incesante del Conocimiento basado en hechos, demostraciones o experimentos irrecusables, habían producido las maravillas que ahora me rodeaban. Aquella ciudad era como una isla de razón y de lógica rodeada por un océano de locura. Y los consejeros me habían dicho que estaban en peligro, amenazada por el mismo Mal que había estado a punto de apoderarse de mí.