Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Abrí los ojos y sólo vi oscuridad, y pequeños puntos luminosos semejantes a estrellas, pero que me rodeaban por todas partes y no tintineaban. Pequeños puntos de una luz tan dura que parecía capaz de perforarme los ojos. Mi estómago me decía que estaba cayendo a gran velocidad, pero mi cuerpo parecía flotar en el agua.

Entonces giré mi cabeza y la vi. Era una enorme esfera luminosa de color azul; semejante a la que había en la Sala Armilar , pero mucho más hermosa y brillante. Parecía algo vivo, y era tan bello que las lágrimas enturbiaron mis ojos al mirarla.

– Ese es mi mundo, Ramón -resonó la voz del león en sus oídos-; mi cuna.

Tapé mis oídos con las manos, y grité con toda la fuerza de mis pulmones:

– ¡Sal de mi mente!

Sentí una mano fuerte sobre mi hombro, y cómo esa mano me sacudía como si fuera un muñeco de trapo.

– Ramón… despierta. ¿Estás bien?

Abrí los ojos, y vi el conocido rostro de Joanot de Curial frente a mí, rodeado por varios almogávares.

– Apártate de mí, Joanot -le dije-, estoy poseído por un demonio.

Uno de los almogávares dio un paso atrás, y se santiguó espantado, pero Joanot no apartó su mano de mi hombro.

– No es cierto, viejo -dijo-. Sólo estás enfermo.

En ese momento entró Ibn-Abdalá en el carromato. Llevaba una humeante jarra que sin duda contenía una infusión de hierbas medicinales.

– Tuvisteis una pesadilla esta noche, señor -dijo el sarraceno-. Esto os tranquilizará el espíritu.

– Nada puede tranquilizar mi espíritu -dije, apartando la jarra-. Ya no me pertenece.

– ¡Basta! -gritó Joanot-. Salid todos de aquí. Dejadnos solos.

Después permaneció en silencio hasta que los almogávares y el sarraceno abandonaron el interior de mi carromato. Sólo entonces empezó a hablar:

– ¿Qué pretendes hacer, viejo? Los hombres ya están bastante nerviosos caminando solos por una tierra extraña y rodeados de enemigos. El invierno corre rápido por estas latitudes, y pronto no encontraremos nada que comer. Si el desánimo prende entre la tropa, si abandonan la búsqueda del reino del Preste Juan, entonces, la próxima primavera no hallarán de nosotros más que nuestros esqueletos y los de nuestras acémilas.

Inspiré profundamente antes de hablar y le dije, con voz entrecortada, que Ibn-Abdalá conocía el camino mejor que yo; ya no les era de ninguna utilidad y, además, entorpecía su avance.

– He traído la desdicha sobre esta expedición; un demonio habita dentro de mí. ¡No puedo seguir entre vosotros!

Joanot miró hacia las cortinas de lana que protegían el interior del carromato de la luz, para asegurarse de que no había nadie escuchando, luego se volvió hacia mí y me dijo muy serio:

– Nunca le he hablado de esto a nadie antes de ahora. Ni a mis mujeres, ni a mis mejores camaradas; pero debes saber, Ramón, que creo que Dios es sólo un mito inventado por los hombres para procurarse, a la vez, la tranquilidad y la desdicha.

– ¿De qué estás hablando? -le pregunté.

– Tampoco creo que exista Satanás, ni su ejército de ángeles caídos.

Miré atónito a Joanot. No daba crédito a lo que había escuchado.

– ¿Cómo puedes… -empecé, pero las palabras no acudieron fácilmente a mis labios- negar… negar lo que te rodea, lo que te hace vivir?

– ¿Por qué crees tú? Porque así te lo han enseñado. Te han enseñado a temer al pecado y a alabar la virtud; a esperar el castigo o la recompensa. Pero yo he visto a hombres virtuosos sufrir los peores castigos, y a pecadores convertirse en reyes, e incluso en papas.

Durante toda mi vida había escuchado multitud de herejías, y comprobado que existían multitud de formas equivocadas de interpretar a Dios, pero jamás había conocido a nadie que afirmara algo como lo que Joanot acababa de decirme.

– No quiero seguir escuchando -dije.

– Pues lo harás -dijo Joanot-. No creo que el demonio esté dentro de ti, Ramón. Estás enfermo, y te recuperarás. Eso es todo.

Le dije que se había vuelto loco.

– Sí, y tú eres el más cuerdo de los hombres -sonrió Joanot con cinismo-. Ahora duerme, viejo, descansa, y olvida tus temores. Olvida también esa idea de que vamos a abandonarte aquí. Vendrás con nosotros hasta el final.

Después de estas palabras, Joanot abandonó el carromato; y yo, solo una vez más, me tumbé de espaldas y tapé mis ojos con mi brazo. Intenté hacer lo que Joanot me había recomendado: dormir.

No quería pensar en nada; más tarde ya habría tiempo. Ahora sólo quería dormir.

29
{"b":"81759","o":1}