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La pegajosa fosforescencia que me rodeaba se fue haciendo más espesa hasta que no pude ver más allá de cinco codos por delante de mí. Era como una niebla luminosa, que hacía daño a los ojos y me obligaba a entrecerrarlos. Mis ojos lagrimeaban y mis párpados temblaban por el esfuerzo de mantenerse entrecerrados. Podía estar en el interior de una estrecha habitación, o en el centro de un inmenso desierto, imposible saberlo pues era incapaz de distinguir distancia alguna a través del irreal resplandor que me envolvía. Un mefítico olor a corrupción que me rodeó, haciéndose más intenso a cada instante, y llenando, asfixiante, mis narices obligándome a respirar por la boca.

Entonces escuché un ruido terrible y vi unas formas vagamente humanas aparecer entre la luz y adquirir rápidamente una esencia sólida.

Avanzaron hacia mí envueltas por jirones de niebla. Siete jinetes de largos cabellos negros, llevando armaduras de combate, con dos alas como dos escudos metálicos a la espalda. Agitaban estas alas y producían un ruido ensordecedor mientras se acercaban a mí. Las armaduras, también tenían colas semejantes a las colas de un escorpión, pero de metal brillante. Las colas se agitaban a la espalda de los jinetes como si tuvieran voluntad propia. Avanzaban lentamente, abriendo la niebla con sus cuerpos, como si ésta se apartara para no tocarles. Sus monturas también llevaban armadura, con una pequeña corona dorada sobre cada una de las cabezas de los caballos.

Se detuvieron a unos pocos pasos frente a mí. El más cercano sonrió mirándome a los ojos. Era la sonrisa de un carnívoro de dientes largos y afilados. Su cola de escorpión restalló en el aire y me golpeó en el cuello. Un golpe que a punto estuvo de derribarme al suelo, y que me provocó un inmediato e intenso dolor.

Grité, e intenté apartarme de su contacto; pero el anciano y esquelético chamán apareció a mi lado y me retuvo apretando mi brazo con firmeza. Sus dedos eran como garfios de acero, y se clavaban en mi antebrazo a través de mis ropas.

– ¡Soltadme! -grité, zafándome de aquellas garras.

Con dedos nerviosos, deshice los nudos de la venda en mi nuca, y la aparté de mis ojos. La espectral luz desapareció al instante, y la oscuridad de la noche apenas iluminada por las antorchas me rodeó de nuevo.

Mientras retiraba la venda de mis ojos, no dejaba de mirar la terrible figura del chamán que seguía plantado ante mí; pero cuando el velo cayó por fin, el cuerpo del anciano se transformó en algo diferente y mucho más horrible. Algo abominable e inhumano que escapaba a mi entendimiento y a la capacidad de mi mente y mi lengua de definirlo.

Apenas recuerdo un atisbo de execrables formas serpentinas retorciéndose lujuriosas, como las siete cabezas del dragón, antes de perder el sentido.

7

Cuando fui despertado por aquella fuerte mano que me sacudía, el sol todavía no había salido y sólo una tenue luz rojiza se filtraba por la abertura cenital de la yurta.

Miré aturdido la melena rubia y el amplio y barbudo rostro del hombre al que pertenecía aquella mano, y al reconocerlo estuve a punto de gritar de alegría.

Pero Sausi Crisanislao tapó mi boca con su manaza gigantesca, y me hizo un gesto de que guardara silencio.

Entonces vi aparecer, en el umbral de la yurta, a la pequeña y esbelta figura de Ricard de Ca n'. Llevaba en sus manos una espada que goteaba sangre. Ambos vestían como almogávares, con sus bragas de piel, el zurrón a la espalda, y la red de acero protegiéndoles la cabeza, abandonado ya el lujoso disfraz de comerciante. Me hicieron señas para que les siguiera afuera, en silencio, e intenté ponerme en pie.

A punto estuve de derrumbarme. Todo me daba vueltas y sentí deseos de vomitar. Me sentía muy débil y noté una extraña palpitación en el cuello. Al llevarme la mano a ese lugar palpé un bulto bajo mi oreja izquierda, tan grueso como el huevo de una paloma. Dolía y sentí la carne hinchada e irritada en aquel punto.

Sausi me sujetó para evitarme caer, después pasó mi brazo izquierdo por encima de su hombro, y sosteniéndome así en pie, casi en vilo, me arrastró afuera.

Los veteranos Guzmán y Fabra guardaban la entrada, espalda contra espalda, sus sentidos afinados para el combate. En el suelo, degollados como bestias, yacían Yeda y mi otro guardián gog. Amanecía. Ricard salió de la tienda tras nosotros.

– Vámonos antes de que todos despierten -dijo-. Joanot y los demás rodean la aldea. Sólo intervendrán si empieza el jaleo.

– No -musité. ¡Dios mío, me sentía tan débil!

Ricard de Ca n' preguntó qué sucedía.

– Debemos ayudarles -dije con un hilo de voz.

– ¿Qué?

– Tienen prisioneros. No podemos abandonarles…

Ricard maldijo en voz baja. Miró a un lado y a otro, nervioso, después interrogó al búlgaro con la mirada

«¿qué hacemos?». Sausi, hombre de pocas palabras, asintió con un enérgico cabezazo. Ricard volvió a maldecir entre dientes.

– Está bien -masculló-. Vamos.

– Seguidme -dije. Pero esto era más sencillo de decir que de hacer; si Sausi me soltaba me derrumbaría como un monigote-. Es hacia allí -señalé con un desmayado gesto de mi mano.

Nos pusimos en marcha, entre las yurtas de fieltro, esquivando las cuerdas que las tensaban y los riachuelos malolientes que discurrían entre ellas. Yo era llevado en volandas por el forzudo búlgaro, Ricard corría delante, saltando como un ágil zorro, blandiendo su ensangrentada espada. Los otros dos veteranos guardaban nuestra espalda. Nos detuvimos junto a una tienda, protegidos por ella de la vista del guardia que dormitaba junto a la jaula. El nauseabundo olor nos llegó al instante.

– Dios misericordioso -murmuró Fabra-. ¿Qué es eso?

– El infierno -dije.

Uno de los mastines negros que deambulaba alrededor de la jaula se volvió en nuestra dirección; las orejas levantadas y expectantes.

– Silencio -susurró Ricard alzando una mano.

El perro estiró el cuello en nuestra dirección, y dio un par de prudentes pasos. Su hocico parecía vibrar de puro nervio contenido. Empezó a gruñir, mostrando sus grandes dientes amarillentos. Otro perro que dormitaban con sus blanda barriga apuntando al cielo, abrió los ojos y se incorporó.

El primer perro se lanzó hacia nosotros. Ricard le salió al paso, y lo ensartó limpiamente con su espada mientras el mastín saltaba hacia él. No se detuvo, dejó la espada clavada en el cuerpo del animal, y siguió corriendo hacia la jaula. El guardia había despertado por los ladridos del otro perro, que parecía más prudente que el primero, y reculaba hacia la jaula. El gog se puso en pie, y abrió la boca para gritar pidiendo ayuda. Ricard sacó sus dos dardos del tabalate, y en un movimiento continuo, lanzó uno hacia el gog. El dardo le entró por la boca, y su punta salió por detrás de su oreja izquierda. El guardia emitió sólo una especie de gorgojeo, y cayó hacia atrás, pataleando estertóreamente. El segundo perro ladraba fuera de sí, lanzando espuma por la boca; reculó un poco más hasta dar con su trasero con los barrotes de la jaula. Varios brazos sucios y esqueléticos surgieron entre los barrotes y atraparon al animal; por la cola, por el cuello y por las patas; y el animal fue arrastrado al interior de la jaula donde fue silenciado rápidamente. Los brazos delgados, sucios ahora con la sangre del perro, volvieron a salir entre los barrotes. Esta vez implorando ayuda.

Llegamos junto a Ricard, y Guzmán comentó que si no se habían despertado todos con este escándalo es que debían de seguir muy borrachos por la fiesta de la pasada noche.

– ¿Ya estabais aquí anoche? -les pregunté.

Ricard respondió que estuvieron esperando a que acabara toda esa brujería.

– Yo no contaría con que todos están borrachos -gruñó Sausi-. Salgamos de aquí cuanto antes, o este lugar se puede convertir en una trampa mortal.

Tras los barrotes, aquellos hombres como espectros, gimieron pidiendo ayuda.

– ¡Son turcos! -exclamó Ricard al escuchar sus voces.

– Son hombres como nosotros -dije-. Saquémosles de ahí.

Sausi se adelantó hacia la puerta de la jaula, e introdujo la hoja de su espada entre los eslabones de la cadena que la cerraba. Un brusco movimiento, con toda la fuerza de sus enormes brazos, y la cadena cayó al suelo partida en dos.

Abrió la puerta dejando salir a los cautivos. Serían apenas unos cincuenta; muchos más cadáveres quedaron aplastados en el suelo de la jaula.

Aquellos hombres parecían náufragos, con sus ropas hechas jirones, colgándoles de sus miembros esqueléticos. Los restos de sus ropas, su piel y su pelo parecían tener un mismo color ocre y sucio.

Ricard ordenó a Guzmán y Fabra que acompañaran a los sarracenos hasta la salida del poblado, pero el que había hablado conmigo a mi llegada, el joven que parecía un anciano, se recuperó rápidamente; se puso en pie y corrió junto al primer perro que había matado Ricard. Extrajo la espada del almogávar del cuerpo del animal, y la blandió en el aire frente a sí.

Ricard dio un paso hacia él, y dijo:

– Devuélveme el arma.

El turco interpuso la hoja desafiante.

– ¿Qué sucede ahora? -le pregunté-. No es momento para eso. Tenemos que salir de aquí.

– Hermano del Libro -me dijo, pero sin apartar sus enrojecidos ojos de Ricard-; nos has salvado, y por ello te estoy agradecido, os estamos agradecidos a todos, seáis quienes seáis, pero no puedo abandonar este lugar, en el que habita la Bestia, sin antes haberme enfrentado a ella. Mi nombre es Ibn-Abdalá Mohamed; no lo olvidéis nunca.

Dio media vuelta, y echó a correr en dirección al centro del poblado.

Durante un instante Ricard dudó en perseguirle o no. Luego se volvió hacia mí, y me preguntó qué había dicho el sarraceno.

– Satán está aquí -dije estremeciéndome por mis propias palabras.

– ¿Qué? -Ricard y Sausi también se estremecieron.

Les expliqué que sus demonios eran los mismos que los nuestros y que ahora, aquel sarraceno, corría a enfrentarse con uno de ellos.

– Debemos seguirle.

– ¿Estás loco, anciano? -exclamó Ricard-. Apenas puedes tenerte en pie. Y mira, el sol está completamente fuera.

Era cierto. Nuestras sombras se recortaban ya nítidas y alargadas contra la arena. Nuestra buena suerte no podía durar mucho tiempo más. Los otros sarracenos liberados ya corrían tanto como les permitían sus mermadas fuerzas, conducidos por los dos veteranos almogávares hacia las afueras del poblado.

Sentí una punzada de dolor en el cuello, y llevé mi mano instintivamente al bulto que se había formado bajo mi oreja. Dolía al tocarlo y estaba caliente y tumefacto.

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