Empecé a toser violentamente y el líquido escapó por mi nariz.
El tártaro se puso en pie, dijo algo en su extraña lengua, y me dio una patada en las costillas que me hizo doblarme de dolor. Derramó un poco más de aquel licor sobre mi rostro, y regresó junto a sus compañeros para seguir emborrachándose.
Aquello duró varias horas, al final de las cuales los cinco hombres estaban completamente borrachos y adormilados. Parecían haberse olvidado de mí y consideré la posibilidad de escapar. Pero, ¿adónde podría ir en medio de aquella oscuridad embozada por la niebla? Mi único punto de referencia era la columna de fuego infernal que bramaba a lo lejos, y sabía que si escapaba, aquellas llamas me atraerían como la luz de una vela atrae a una polilla. Y que allí acudirían ellos a buscarme, y quizás a darme el mismo final que le habían dado al desdichado de Ahmed.
No me sentía con fuerzas para intentar aquella aventura, y permanecí inmóvil donde estaba, acurrucado sobre mis viejas y doloridas piernas, demasiado aterrorizado para pensar siquiera en dormir a pesar del agotamiento que entumecía mi cuerpo.
Pero aquella noche no había terminado y me tenía reservado un nuevo horror.
Uno de los tártaros, el más corpulento, despertó bruscamente de su sueño ebrio y miró alrededor con ojos salvajes y llameantes. Su mirada se fijó durante un instante en uno de sus compañeros, que roncaba plácidamente, boca arriba, al otro lado de los rescoldos de la hoguera. Silencioso, gateó hacia él rodeando las brasas. Con una mano le dio la vuelta, situándolo de bruces al suelo, con la espalda mirando al cielo. El tártaro dormido despertó cuando el corpulento la bajó sus extraños pantalones de cuero. Intentó volverse, y empezó a protestar en su lengua, pero el corpulento le propinó un puñetazo en el rostro que a punto estuvo de devolverle al mundo de los sueños del que acababa de salir. Y entonces sucedió algo tan horroroso que incluso ahora mi mente se estremece al recordarlo. El corpulento se desnudó, mostrando su cuerpo musculoso y completamente cubierto de pelo negro ante mis aterrorizados ojos. Sentí deseos de gritar de puro terror ante aquella visión; aquello no podía ser una criatura de Dios, sino un engendro del diablo. Extrajo su enorme y peludo miembro viril y, a la manera de los antiguos sodomitas, penetró una y otra vez a su desdichado compañero que gemía débilmente ante sus embates. Ante mis horrorizados ojos, aquellos dos seres inhumanos se enzarzaron en una danza diabólica, sincronizando sus cuerpos y sus gemidos, con el resplandor de las ascuas de la hoguera silueteando sus figuras.
En aquel momento deseé gritar a Dios, con todas las fuerzas de mis pulmones, que abriera los cielos y descargara su castigo sobre aquellos seres infernales, pero permanecí atónito, mirando hipnotizado cómo se ejecutaba aquella aberración. Finalmente, los dos seres detuvieron sus movimientos, y se durmieron el uno junto al otro.
¿Qué eran? No podían ser humanos. Yo había oído hablar de tártaros blancos y tártaros amarillos; ¿era ésta una nueva raza, o se trataba más bien de los inhumanos monstruos que habitaban las tierras del Gog y Magog?
Esa noche estuvo llena de horror y sueños febriles que asaltaron mi conciencia entumecida. Mis antiguos fantasmas se mezclaron aquella fatídica noche con los horribles monstruos recién conocidos.
Y en medio de tanto horror, soñé con mi Amada, hermosa como la noche, cubierta con un velo mientras se dirigía hacia la catedral acompañada de sus damas de compañía.
Yo amé a esa mujer con todas mis fuerzas. Mi amor por ella era un recuerdo mucho más sólido y certero que el recuerdo de mi esposa o mis hijos. Pero mi Amada era una mujer casada, y era virtuosa. Siempre rechazó mis insinuaciones y ofrecimientos.
En mi sueño, mi Amada se giró y me vio. Apretó el paso, y atravesó las puertas de la catedral. Yo no me detuve por esto; la seguí, entrando a galope tras ella en el santo lugar. Fui detenido por un grupo de indignados y furiosos fieles que me empujaron afuera golpeando a mi caballo con sus bastones, mientras mi Amada lloraba avergonzada rodeada por las miradas y las murmuraciones de sus vecinos.
Regresé a mi casa y me encerré en mi habitación. Extendí sobre mi escritorio papel, y afilé una pluma. Mi mente estaba ocupada por una única idea; iba a escribir el más hermoso de los poemas de amor, una composición tan perfecta que ella, al leerla, no podría más que caer rendida a mis pies.
Apenas llevaba unas estrofas cuando fui interrumpido por uno de mis criados. Traía una nota de la dama. Le hice salir, y desdoblé la nota mientras mi corazón latía desbocado. La leí lentamente, una y otra vez, saboreando cada palabra escrita por ella:
«Debemos vernos esta misma noche, Ramón -decía-. Has vencido».
Esa noche salté la valla de su casa como un ladrón. Me sentía fuerte y poderoso; tenía treinta arios y el deseo había dotado de una fuerza extraordinaria a mis músculos. Sentía que ya nada podía detenerme, me veía arrastrado por una sensación de euforia y de triunfo casi animal. Si en ese momento me hubiera encontrado con su marido, lo hubiera despachado de una cuchillada, y hubiera seguido, inmutable, hacia delante.
Ella había señalado su habitación con un candil encendido. Trepé por una enredadera hasta la ventana, y me introduje en su alcoba. Ella me esperaba junto a la cama, cubierta tan sólo por un sutil camisón. El corazón latía feroz en mis sienes.
– Aquí estoy -le dije-. No puedes imaginar cuántas veces he soñado con vivir este momento.
– Lo sé -respondió ella-; acerca esa luz, ¿quieres, Ramón?
Tomé el candil, y lo acerqué a su rostro. ¡Dios, qué hermosa era!
– Te amo -murmuré con el deseo estrangulando mi voz.
Ella desabrochó su camisón, y empezó a bajarlo por sus hombros. Yo no podía apartar mis ojos de los suyos.
– Mírame bien, Ramón… -dijo-. Mírame bien.
Yo sonreí lascivo. Mis ojos descendieron por su rostro perfecto, sus labios, su delgado y hermoso cuello; hasta sus pechos…
Sus pechos…
Retrocedí horrorizado, la luz casi escapó de mis manos.
– ¡Dios! -exclamé. Su pecho izquierdo era apenas un despojo consumido por el cáncer. Era como una flor reseca y marchita aplastada entre las páginas de un libro. El tejido negro, corrupto, se extendía destructor hasta su axila. Quizá no le quedaban muchos meses de vida. Sentí pena por ella y por mí. Todo giraba a mi alrededor.
– ¡Fíjate, Ramón -exclamó entre sollozos-, en la vileza de este cuerpo por el que estabas dispuesto a condenarte!
Desperté en medio de un grito, empapado por un ácido sudor helado.
Los gog dormían a mi alrededor, roncando como puercos. A lo lejos aquel fuego infernal seguía ardiendo. Pensé en el cuerpo del pobre Ahmed consumiéndose lentamente en aquel aceite ardiente. Todo había acabado para él; dolorosamente, con horror; pero quizás había sido más afortunado que yo.
Saludé al nuevo día como a un resplandor divino que tuviera el poder de limpiar mi alma y mis ojos de todo cuanto había contemplado.
Pero, pobre de mí, aquellos nauseabundos horrores no habían hecho más que empezar, el futuro me deparaba cosas mucho peores.
A la hora prima levantamos el campamento, y seguimos nuestro camino hacia el Levante. Al cabo de unas horas, la humedad empezó a reverdecer el suelo y supuse que andábamos cerca de un oasis, cuando alcanzamos la ciudad de los gog.
Era una enorme ciudad nómada, con más de quinientas tiendas de fieltro negro a las que los tártaros llamaban yurtas. Todas estaban dispuestas de la misma manera, con las entradas de las tiendas orientadas hacia el mediodía, tensadas con cuerdas, y rodeadas de campos y riachuelos, sin ninguna empalizada que las protegiera.
Muchos gog, machos y hembras, deambulaban entre las tiendas ocupándose de sus faenas, ajenos a nuestra presencia. Las hembras vestían con paños de colores claros y sus cuerpos debían de estar tan cubiertos de pelo como el de los machos; ascendía por sus cuellos hasta enmarcar el óvalo de sus rostros oscuros, y descendía por sus piernas hasta los tobillos. Rostro, manos y pies parecían casi completamente desprovistos de pelo negro y tenían unos rasgos simiescos. Eran incluso más menudas que los machos, pero cabalgaban sus pequeños caballos con la misma habilidad, y parecían ocuparse del cuidado de los rebaños de ovejas y camellos que pastaban tranquilamente entre las yurtas. Vi cómo las hembras también limpiaban y curtían las pieles de perros y ovejas, extendiéndolas al sol en unos bastidores de madera, y cómo preparaban el fieltro con pelo, leche y grasa de animales. Los machos fabricaban flechas y arcos y templaban el acero en pequeñas hogueras encendidas aquí y allá.
La primera sensación que me produjo aquella ciudad-campamento era la de un inmenso hormiguero con todos sus miembros atrapados por una febril actividad. Ni uno de ellos levantó la cabeza a nuestro paso, ni apartó la mirada de lo que estaba haciendo; ni siquiera las jaurías de cachorros sucios y andrajosos, que correteaban como pequeños simios, saltando con habilidad los riachuelos entre las yurtas. Aquel comportamiento subrayaba el carácter inhumano de aquellos seres, pues es bien sabido que la curiosidad es la primera característica de toda criatura humana. Cruzamos como espectros ante aquellos seres laboriosos pero de miradas vacías y nos encaminamos hacia el centro de la ciudad donde se asentaban las yurtas de la nobleza.
El olor de aquel lugar era nauseabundo; un penetrante hedor a cuero mal curtido, sebo y putrefacción. Y aumentaba conforme nos íbamos internando en los círculos centrales de tiendas. Entonces vi una gran jaula de hierro a mi derecha, y sentí que gran parte del olor a corrupción provenía de aquel lugar. Un grupo de perros negros y feroces ladraban y se peleaban en el mismo borde de la jaula.
Me acerqué con precaución a ella, y mis guardianes no trataron de impedírmelo.
En el interior de la jaula, hacinados como alimañas, al menos un centenar de hombres extendieron sus manos implorantes hacia mí suplicándome ayuda. Aquellos desdichados se mantenían de pie en un espacio diminuto, apretados unos contra otros, levantándose y resbalando sobre los cadáveres putrefactos de sus compañeros que habían ido muriendo incapaces de resistir aquel horroroso tormento. Los perros introducían sus hocicos a través de los barrotes de la jaula y arrancaban los miembros de los cadáveres para luego disputárselos unos a otros con ferocidad.
Estuve a punto de dar la vuelta y alejarme lo antes posible de aquel nuevo horror, pero uno de aquellos desdichados, uno que parecía un anciano marchito, pero que por su voz deduje que no debía de contar con más de treinta años, me gritó en sarraïnesc: