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¿A mi hermano? ¿Por qué a mi hermano? ¿Acaso no estoy aquí defendiendo a mi hermano? Míralo. Casi no respira. Está cubierto de polvo. Acaba de salir de la tumba. Se llama Lázaro. Éste es mi hermano. Lo defiendo aquí, en la raya. Lázaro. Todos se ríen de mí. Pareces un gallo en tu raya. Un gallo picoteado, más muerto que vivo. El verdadero gallo es tu hermano. Él es el dueño de la raya, no tú. No lo comprometas. Entre todos vamos a cansarte hasta que te rindas. Vamos a demostrarte que tus valentías son inútiles. Vamos a moverte de la raya, gallito joven. Te vamos a agotar, gallo viejo. Por más que hagas el mundo no va a cambiar. Esos que llamas tus hermanos van a seguir viniendo. Cuando sus brazos hagan falta cruzarán la raya sin que nadie los moleste. Todos se harán de la vista gorda. Pero cuando estén de sobra, los rechazarán. Los golpearán. Los matarán en las calles y a la luz del día. Los expulsarán. El mundo no cambiará. Tú no lo harás cambiar. Eres una gota de agua en un océano de intereses que se mueven con grandes marejadas con ti o sin ti. Tu hermano sí que mueve el mundo. Él es el dueño de toda la raya, de mar a mar. Él crea riqueza. Él saca agua de las rocas. Él hace que el desierto florezca. Él convierte en pan la arena. Él sí que cambia al mundo. No tú, pobre diablo. No tú, viejo idiota con pañal sentado en silla de ruedas en la misma raya donde hace mucho fuiste un joven valiente. Un hombre de izquierda. Un hombre joven valiente de izquierda. Un hombre joven valiente de izquierda con la mirada brillante. Ése no eres tú. Tú sin nombre. Gritas. Otra vez aúllas. Tú ves. Tú oyes. Tú gritas. Lo haces porque descubres que eso te da fuerzas, te permite mover un poco tus brazos tullidos. ¿Quién eres? El coro de la noche me agrede, me insulta y yo quisiera saber quién soy para responderles: No Soy Nadie, Soy Alguien. Hago un ruido alegre con los dientes. Ya sé. La etiqueta de mi saco. Ahí dice quién soy. Ahí viene mi nombre. Mi mujer siempre me escribía mi nombre en la etiqueta del saco. Vas a esos mítines, me decía, y te quitas el saco para hablar en mangas de camisa. Luego nadie sabe de quién es este saco o el otro. Y regresas en mangas de camisa. Te enfrías. Pero sobre todo no tienes dinero para comprarte otro saco. Déjame escribir tu nombre en la etiqueta interior junto al pecho. Mi nombre. Mi corazón. Ella. A ella la recuerdo. He recordado primero a mis verdaderos hermanos. Enseguida he olvidado a mi falso hermano. Pero a los dos los recuerdo en pedazos, en penumbras. A ella debo recordarla completa, como era, cariñosa y leal. Qué linda mujer me tocó. Qué fuerte y buena, como una roca, como una panadería. Olía a pan. Sabía a lechuga. Era fuerte y bendita y fresca. Me protegía. Me abrazaba. Me animaba. Me escribía mi nombre en la etiqueta del saco, junto al corazón. "Para que no te me vayas a perder, junto al corazón." Allí me llevo ahora la mano adolorida, la mano vacía, la mano buena de mi cuerpo partido por la mitad. No encuentro nada. No hay parche. No hay nombre. No hay corazón. No hay etiqueta. La arrancaron, grito hacia adentro de mí. Me arrancaron mi nombre. Me despojaron de mi corazón. Me abandonaron sin nombre en la raya de la noche. Los odio. Los tengo que odiar. Pero prefiero amarla a ella. Ella también está ausente, como yo. ¿Entonces por qué no nos encontramos? Ausentes los dos, debíamos reunirnos. Tengo hambre de ella, de su compañía, de su sexo, de su voz, de su juventud y de su vejez. ¿Por qué no estás conmigo, Camelia? Me detengo. Miro a las estrellas. Miro a la noche. Estoy asombrado. El mundo vuelve a mí. La tierra palpita y me convoca. He dicho el nombre de la amada. Eso basta para que el mundo regrese a la vida. He dicho el primer nombre de mi soledad y es nombre de mujer y es nombre que adoro. Digo y pienso todo esto y en mi cabeza se abren las puertas de una memoria de agua. Es una respuesta a la sequedad que me rodea. Huelo tierra seca. Pedregal. Mezquite. Biznaga. Sed. Huelo ausencia de lluvia, lejanía de tormenta. El nombre de Camelia es lo único que llueve. Camelia. Llueve sobre mi cabeza. Es flor, es gota, es oro. Acaricio ese nombre con mis ojos. Lo dejo rodar por mis párpados cerrados. Lo capturo entre los labios. Lo paladeo. Me lo trago. Camelia. Su nombre. Lo bendigo. Y lo maldigo. ¿Por qué los demás no fueron como ella? ¿Por qué fueron los demás desagradecidos, codiciosos, crueles? Detesto el nombre de Camelia porque le abre la puerta a los demás nombres que no quiero recordar. Siento vergüenza al pensar esto. No puedo rechazar el nombre de Camelia. Es como asesinarla y suicidarme todo al mismo tiempo. Entonces me doy cuenta de que el nombre de la mujer me impone un sacrificio. Me arranca de mí mismo. Hasta este momento en que dije el nombre "Camelia" yo sólo hablaba de mí mismo. No sé mi nombre y no me hace falta. Si hablo solo no me hace falta un nombre. Mi nombre es para los demás. Yo hablo con yo y no me hace falta nombrarme. Los demás son los demás. Yo no soy “Julio” ni "Héctor" ni "Jorge" ni "Carlos". Mi diálogo con Yo es interno, íntegro, sin separaciones. No cabe ni el más delgado bisturí entre las dos voces de ese yo que soy yo hablando con yo. Los demás son los demás. Salen sobrando. Son lo de más. Pero digo "Camelia" y Camelia me contesta. Ya no estoy hablando solo. Ya estás tú hablando conmigo. Y si tú hablas con yo, yo tengo que hablar con los otros. Tengo que nombrar a los demás. Nunca defendí a los de/más, sino a los demás. Ahora tengo que nombrarlo todo para poder nombrarla a ella. Me lo dice ella: Nombra a todos para que nombres a mí. La nombro: Camelia. La recuerdo: mi mujer. Y tengo que recordarlos a ellos: mis hijos. Mi resistencia a hacerlo es gigantesca. Es monstruosa. No quiero darles sus nombres. Quisiera quedarnos solos, Camelia y yo. ¿Para qué los tuvimos? ¿Para qué los bautizamos, los confirmamos, los celebramos, los besamos, los educamos con sacrificios? ¿Para que un día me dijeran: Por qué no fuiste como tu hermano nuestro tío? ¿Por qué tuviste que ser pobre y desgraciado? ¿Por qué te amolaste luchando por causas perdidas? ¿Cómo esperas que te respetemos? ¿Por qué tuviste que ser pobre y desgraciado? Pochos, les dije, descastados. No se pongan del lado del enemigo. Se rieron de mí. Si del otro lado es peor, México es el lugar enemigo. Del lado mexicano hay más injusticia, más corrupción, más mentira, más pobreza. Da gracias de que somos gringos. Eso dijo mi hijo que es más duro y amargado. Mi hija, ella trató de ser más suave. Para donde mires, papá, de este lado de la frontera o del otro, hay injusticia y tú no la vas a arreglar. Tampoco nos vas a obligar a seguir tu camino. Viejo terco. Viejo pendejo. Con razón dicen aquí en la escuela gringa que nace un pendejo por minuto. No te pusimos una pistola en la cabeza para que nos tuvieras y nos educaras. No te debemos nada. Eres un lastre. Si por lo menos fueras políticamente correcto. Nos avergüenzas. Un comunista. Un mexicano. Un agitador. No nos diste nada. Estabas obligado. Los padres sólo sirven para dar. En cambio tú nos quitaste mucho. Nos obligaste a justificarnos, a negarte, afirmar todo lo que tú no eres para ser nosotros. Ser alguien. Ser del otro lado. No te escandalices. No pongas esa cara. Si creces en la frontera tienes que escoger: de este lado o del otro. Nosotros escogimos el Norte. No somos pendejos como tú. Nos adaptamos. ¿Prefieres que nos amolemos como tú? Jodiste a nuestra madre. Pero no nos vas a joder a nosotros. Viejo rabioso. Viejo corajudo. ¿Ya se te olvidó tu propia violencia? Tu rabia descomunal, tus corajes colosales. Cómo te fuiste apagando, desarmado ante el simple hecho de la juventud. Si son jóvenes se les perdona todo. Si son jóvenes se les adula. Si son jóvenes siempre tienen la razón. Me siento rodeado de un mundo, Norte y Sur, de ambos lados, que venera a los jóvenes. Por mis ojos pasan ahora anuncios, imágenes, solicitudes, tentaciones, aparadores, revistas, televisiones, todo anunciando jóvenes, seduciendo jóvenes, prolongando juventudes, despreciando ancianidades, descartando viejos, hasta que la edad aparece como un crimen, una enfermedad, una miseria que te cancela como ser humano. Levanto rápidamente un parapeto entre esta avalancha de luces deslumbrantes, ciegas, multicolores, fraccionadas, ovuladas, errantes. Cierro los ojos. Duplico la noche. La pueblo de fantasmas. Regreso a tientas a la tierra. Ella es como mi mirada ciega. Ella es negra. Esta vez la parte oscura del mundo que llamamos tierra me recibe. Está llena de otro tipo de luz. Hay un viejo en medio de la luz. Está descalzo. Viste ropa campesina. Pero trae puesto un chaleco. En el chaleco luce una leontina. Me acerco a él. Me hinco. Le beso la mano. Él me acaricia la cabeza. Habla. Lo oigo con atención y respeto. Cuenta las historias más antiguas. Cuenta cómo empezó todo. Dice que siempre hubo dos dioses que crearon al mundo. Uno hablaba. El otro no. El que no hablaba creó todas las cosas mudas de la tierra. El que hablaba creó a los hombres. No nos parecemos al primer dios. No podemos entenderlo. Él es todo lo que nosotros no somos, dice el viejo que me acaricia la cabeza y que es mi padre. Dios sólo es lo que no somos nosotros. Lo veneramos y sabemos lo que es sólo porque no es lo que somos tú y yo. Quiero decirte que gracias a él sólo sabemos lo que él no es. Pero el segundo dios se expone a ser como nosotros. Nos da el habla. Nos da los nombres. Se arriesga a hablar y a escuchar. Podemos contestarle. No lo veneramos tanto, pero lo amamos más. Nombra y habla, hijo, tú también debes hablar y nombrar. Venera al dios creador pero habla con el dios redentor. No te encierres en ti. La perfección no es la soledad. La imperfección es la comunidad, pero también es la perfección posible. El viejo que era mi padre me daba a masticar un poco de peyote amargo y me pedía una cosa. Habla, nombra, exponte. Sé como el dios que nos dio la lengua. No como el dios que nos dejó mudos. Mudo como yo en este instante, padre, trato de responderle. Pero mi padre ya se ha ido, sonriendo, con una mano en alto, diciendo adiós. Se ha ido muy lejos. Es de otro tiempo que no tiene nada que ver con el mío. Un tiempo sin la ambición de ser distintos. Un tiempo de brasero y comal. Tiempo de humo, de madrugadas prontas y noches vigiladas. Tiempo de máscaras, de dobles, de ánimas. Tiempo del nahual. Tiempo en que las vidas eran idénticas al nopal y el mezquite. Qué distinto de mi propio tiempo de aprender a leer y escribir, tomar medicinas, recibir la tierra, dejar el huizache por el pavimento, mirarse en los aparadores, comprar periódicos, saber quién era el presidente, meterse en la cabeza los artículos de la constitución. Y qué diferente del tiempo de mis hijos, refrigeradores y televisiones, el día sin naturaleza, la noche iluminada, la comida preparada sin manos, la envidia del bien ajeno, las ganas de creer en algo y no encontrar nada, las ganas de saberlo todo para acabar sabiéndolo todo de nada, convencidos de saberlo todo, alarmados por lo que puede saber un pie desnudo, ignorante. Con razón son tan distintos. Pero yo quise a mi padre, lo respeté y a pesar de todo traté de encontrar a su dios redentor, hablador, lenguaraz. Pero ahora me encuentro igual que el dios mudo. Abandonado y solitario como él, sin nombre, padre. Te beso las manos, muchas, muchas veces. No quiero dejar de hacerlo nunca. Quiero amar. Quiero venerar. No quiero hablar. No quiero recordar. Y entiendo que me han dejado aquí, abandonado, anónimo, desafiándome a que recuerde quién soy. Si no lo sé yo, ¿cómo van a saberlo los demás? Mi padre me pidió: Recuerda y nombra. ¿Cómo voy a hablar si no puedo? Me quedé sin lengua. El ataque me dejó mudo y paralítico. Apenas puedo mover una mano, un brazo. Ya está: no hablo pero recuerdo, trato desesperadamente de suplir el habla con la memoria. ¿No sabe mi padre lo que me ha pasado? ¿Cómo se le ocurre pedirme: Habla, nombra, comunica? Viejo idiota, ¿qué no tiene ojos para ver que soy una ruina, más viejo que él mismo cuando murió? Me muerdo la lengua. Yo soy un hombre respetuoso. Yo creo en el valor del respeto a los viejos. No como mis hijos. ¿O es ley de la vida despreciar así sea secretamente a los viejos? El ruco, los oíste decir. La momia. El cachivache. Matusalén. Vejestorio inútil, carga, no nos hereda nada, nos obliga a ganarnos la vida duramente y encima quiere que lo sigamos manteniendo. ¿Quién tiene tiempo o paciencia de bañarlo, vestirlo, desvestirlo, acostarlo, levantarlo, ponerlo frente a la televisión todo el día a ver si de casualidad se divierte y aprende algo, nomás para que mire para otro lado, nos siga con la mirada como si la televisión fuéramos nosotros, lo vivo, lo próximo, lo inaguantable? ¿Por qué no fue como su hermano nuestro tío? Veinte años menor que él, el hermano menor entendió todo lo que nuestro padre ignoró o despreció. La pobreza no se reparte. Primero hay que crear riqueza. Pero la riqueza desciende poco a poco como gotitas. Eso es seguro. Tengan paciencia. Pero la igualdad es un sueño. Siempre habrá idiotas e inteligentes. Siempre habrá fuertes y débiles. ¿Quién se come a quién? La riqueza bien habida no tiene por qué distribuirse entre los holgazanes. El que es pobre es por su gusto. No hay clases dominantes. Hay individuos superiores. Ahora me río secretamente de mis hijos. Cuando fueron a pedirle a mi hermano menor que los ayudara, él les dijo lo mismo que ellos le dicen al mundo y a mí. Mi riqueza la hice con mi esfuerzo. No tengo por qué mantener a una familia de vagos e ineptos. De tal palo tal astilla. Son ustedes dignos hijos de mi hermano. Quieren vivir de caridad. Por su propio bien se los digo, válganse por sí mismos. No esperen nada de mí. De mar a mar. Del Pacífico al Golfo. De Tijuana a Matamoros. Una parte muerta de mi cerebro regresa como quería mi viejo padre, cargada de nombres. A lo largo de la frontera oigo el nombre de mi poderoso hermano. Pero su nombre verdadero es Contratos. Su nombre es Contrabando. Su nombre es Bolsa de Valores. Carreteras. Maquilas. Burdeles. Bares. Periódicos. Televisión. Narco-Dólares. Y un desigual combate con un hermano pobre. Una lucha entre hermanos por el destino de nuestros hermanos. Hermanos Anónimos. ¿Cómo me llamo yo? ¿Cómo se llama mi hermano? No puedo contestar mientras no sepa cómo se llaman todos y cada uno de mis hermanos anónimos. ¿Por qué cruzan la frontera? Para todo tenemos argumentos distintos. Él: Los gringos tienen derecho a defender sus fronteras. Yo: No se puede hablar de mercado libre y luego cerrarle la frontera al trabajador que acude a la demanda. Él: Son delincuentes. Yo: Son trabajadores. Él: Vienen a una tierra extraña, deben respetarla. Yo: Regresan a su propia tierra; nosotros estuvimos antes aquí. No son criminales. Son trabajadores. Oye Pancho, quiero que trabajes para mí. Ven aquí. Te necesito. Oye Pancho, ya no te necesito. Lárgate. Acabo de denunciarte a la Migra. Yo nunca te contraté. Cuando te necesito te contrato Pancho, cuando me sobras te denuncio Pancho. Te golpeo. Te cazo como conejo. Te embarro de pintura para que todos lo sepan: eres ilegal. Mis muchachos van a organizar jaurías de caníbales blancos para asesinarte indocumentado mexicano salvadoreño guatemalteco. No, yo grito que no, no se puede hacer todo esto y hablar de justicia. Por eso luché toda mi vida. Contra mi hermano. Para mis hermanos. Y contra nosotros, me reclamaron mis hijos. Contra nuestro bienestar, nuestra asimilación al progreso, a la oportunidad, al Norte. Contra nuestro propio tío que no pudo protegernos. Tú lo impediste. Te condenaste y nos condenaste. ¿Por qué vamos a agradecerte nada? Nuestra pobre madre era una santa. Te lo aguantó todo. Nosotros no tenemos por qué. No nos diste más que amargura. Te pagamos con la misma moneda. Tullido. Hemipléjico. ¿Con quién vas a vivir? ¿A quién vas a amolar y desesperar ahora? ¿Quién te va a levantar, acostar, asear, vestir, desvestir, darte cucharadas, pasearte en silla de ruedas, sacarte al sol para que no te seques en vida? ¿Quién te va a limpiar los mocos, cepillarte la dentadura, oler tus gases, cortarte las uñas, asearte el culo, sacarte la cera de las orejas, rasurarte, peinarte, echarte desodorante, ponerte el babero para comer, recogerte las babas, quién? ¿Quién tiene tiempo voluntad dinero para ayudarte? ¿Yo tu hijo que debo cruzar todos los días la frontera de madrugada para trabajar del otro lado como dependiente de un Woolworths? ¿Yo tu hija que ha conseguido chamba de supervisora en una maquiladora de acá de este lado? ¿Tu nieto que ni te recuerda, y prepara burritos en un restorán mexicano del lado gringo? ¿Tu nieta que también trabaja en la maquila? ¿Crees que no ven a tu hermano en los periódicos, diciendo, haciendo, viajando, acompañado de hombres ricos, de viejas cueros? ¿Nuestros hijos tus nietos que a duras penas pasan el high school en el lado americano y sólo quieren gozar de la música la ropa los coches la envidia universal que tú les heredaste por tu incapacidad tu generosidad para con todos menos los tuyos? Me suenan estas frases en la cabeza. Me retumban como piedras sueltas en un río rápido y turbio. Quisiera que el río se calmara al entrar al mar. En cambio, se estrella contra la barra de su propio desperdicio. Acumula sedimento, basura, barro. Barro eres y en barro te convertirás. Barro. Barroso. Mi hermano de barro Leonardo. Leonardo Barroso. Mi nombre. Yo mismo. No lo tengo. Me lo arrancaron. Ni a un hospital pueden meterme. Ni a un asilo. Mi nombre está en las listas negras. Acá y allá. Me despojaron de todo derecho. Agitador. Comunista. Prohibido el paso. Ni la caridad le toca a este alborotador. Que lo cuiden los suyos. Me arrancaron las etiquetas. Me pusieron un pañal. Me sentaron en la silla. Me abandonaron en la raya. La raya del olvido. El lugar donde no sé mi nombre. El lugar donde estoy no estoy. La zona intermedia, indecisa, entre mi vida y mi muerte. Lo sentimos, aquí no lo admitimos. Aquí tampoco. Ustedes comprenden. Se le hicieron procesos. No es confiable. Está marcado. Tiene un pésimo historial político. No es leal. Ni acá ni allá. Es un rojo. A ver, que lo cuide el pueblo. Que lo cuiden los rusos. Que no comprometa a nuestros obreros. Ni aquí ni allá. CTM. AFL-CIO. Libertad sí. Comunismo no. Democracia a ver. Me hubieran matado. Más les hubiera valido. Cobardes. Me han abandonado al azar. A los elementos. Al anonimato. Los oí: Si lo abandonamos sin nombre lo recogerán y le tendrán pena. Su nombre es maldito. Nos tiñe a todos. Es nuestra estrella amarilla. La cruz de nuestro calvario. Le hacemos un favor. Si nadie sabe quién es, le tendrán compasión. Lo recogerán. Le darán los cuidados que nosotros ni podemos ni queremos. Que otros carguen con él. Hipócritas. Hijos de puta. No, eso no. Son hijos de Camelia. Era una santa. Pero se puede ser hijos de una santa y ser unos desgraciados. Hijos de la desgracia, eso sí. ¿Qué puede pasar por unas cabezas que le hacen esto a un viejo su padre? ¿Qué anda mal en el mundo? ¿Qué se ha descompuesto? Nada, me digo. Todo sigue igual. La ingratitud y la rabia no son de hoy. Hay muchas maneras de abandono. Hay muchos huérfanos. Jóvenes y viejos. Niños y hasta muertos. Quisiera preguntarle a Camelia, a ver si ella sí se acuerda. ¿Qué le hicimos a nuestros hijos para que me trataran así? Debe haber algo olvidado. Algo que ni ellos mismos recuerdan. Algo tan enterrado en la sangre que ni ellos ni yo sabemos ya qué cosa es. Un miedo quizás. Quizás ni el hospital ni el asilo ni el sindicato me darían con la puerta en las narices. Quizás es el puro gusto de mis hijos. Encuentran pretextos. Quieren hacer lo que han hecho. Les satisface. Les da risa, se vengan, sienten las cosquillas del peor de todos los males. El mal gratuito que porque no tiene precio nos hace cirquito de gusto en la panza. Soy un huérfano más. El huérfano del mal. El huérfano de mis propios hijos que acaso sólo son comodines y no perversos. Indiferentes y no precisamente crueles. Yo ya no puedo hacer nada. Ni hablar. Ni moverme. Apenas puedo ver. Pero empieza a clarear. La noche era más generosa que el día. Se dejaba mirar. El amanecer me ciega. Pienso en huérfanos. Jóvenes y viejos. Niños y hasta muertos. Los oigo. Su rumor me alcanza. Rumor de pies. Unos descalzos. Fuertes otros, taconeados, con botas. Otros más arrastran las uñas. Otros son silenciados por las suelas de goma. Otros se confunden con la tierra. Paso de huarache. Paso sin huaraches. Ay Chihuahua cuánto apache cuánto indio sin huarache. No des paso sin huarache decía mi padre. Oigo los pasos y tengo miedo. Voy a rezar otra vez, aunque me orine. Bendita sea el alma y el Señor que nos la manda. Bendito sea el día y el Señor que nos lo envía. Amanece. Amanece con siluetas que yo miro desde mi silla. Postes y cables. Alambradas. Pavimentos. Muladares. Techos de lámina. Casas de cartón prendidas en los cerros. Antenas de televisión arañando las barrancas. Basureros. Infinitos basureros. Latifundios de la basura. Perros. Que no se me acerquen. Y rumor de pies. Veloces. Cruzando la frontera. Abandonando la tierra. Buscando el mundo. Tierra y mundo, siempre. No tenemos otro hogar. Y yo sentado inmóvil, abandonado, en la raya del olvido. ¿A qué país pertenezco? ¿A qué memoria? ¿A qué sangre? Oigo los pasos que me rodean. Me imagino al cabo que ellos me miran y al mirarme me inventan. Yo ya no puedo hacer nada. Dependo de ellos, los que corren de una frontera a la siguiente. Los que defendí toda mi vida. Con éxito. Con fracaso. Inseparables. Ellos deben mirarme ahora para crearme con sus miradas. Si ellos dejan de mirarme me volveré invisible. No me queda más que ellos. Pero ellos también me dicen que yo no los miro porque no los nombro. Ya se los dije. No puedo saber el nombre de millones de mujeres y hombres. Ellos me responden mientras pasan fugitivos veloces: Di el nombre del último nombre. Llama con amor a la última mujer. Ése será el nombre de todos. Un solo hombre, una sola mujer, son todos los hombres y todas las mujeres. Renace el día. ¿Traerá mi propio nombre entre sus promesas? He hablado conmigo toda la noche. ¿Es éste el estado perfecto de la verdad, de la comprensión? ¿El hombre solo que sólo habla con él mismo? La noche me reconfortó haciéndome creerlo. De día, ruego que venga otro y me diga algo. Lo que sea. Que me ayude. Que me insulte pero que me nombre. Nombre de barro. Alma de barro. Barroso. Camelia mi mujer. Leonardo mi hermano. He olvidado los nombres de mis hijos y mis nietos. Ignoro el nombre del último nombre que nombra a todos los hombres. Ignoro el nombre de la última mujer que ama en nombre de todas las mujeres. Y sin embargo sé que en este nombre final de un hombre final y en este cariño último de la última mujer está el secreto de todas las cosas. No es el nombre final. No es el hombre final. No es la última mujer y su calor. Es sólo el último ser que pasa la frontera, después del que le precedió pero antes del que lo va a seguir. Sale el sol y miro el movimiento en la frontera. Todos cruzan la raya donde yo estoy detenido. Corren, temerosos unos, alegres otros. Pero no comienzan ni terminan nunca. Sus cuerpos siguen o preceden. Sus palabras también. Confusas. Ilegibles. ¿Es esto lo que me quieren decir? ¿No hay principio ni fin? ¿Esto me están diciendo al no mirarme ni hablarme ni hacerme caso? ¿No te preocupes? ¿Nada empieza, nada acaba? ¿Esto me están diciendo? ¿Te reconocemos al no distinguirte, fijarnos en ti, dirigirte la palabra? ¿Te sientes excepcional, sentado allí, paralítico y mudo, sin etiquetas que te identifiquen, con un pañal y una bragueta abierta? Pues eres igual a nosotros. Te hacemos parte de nosotros. Uno como nosotros. Nuestro origen interminable. Nuestro interminable destino. ¿Son éstas las palabras de la libertad? ¿Y qué libertad es esta? ¿Me la agradecen? ¿Reconocen que los ayudé a obtenerla? ¿Cuál libertad es esta? ¿Es la libertad de luchar por la libertad? ¿Aunque nunca se obtenga? ¿Aunque se fracase? ¿Es ésa la lección de estos hombres y mujeres que corren aprovechando la primera luz para cruzar la raya del olvido? ¿Qué olvidan? ¿Qué recuerdan? ¿Qué nueva mezcla de olvido y recuerdo les espera del otro lado de la raya? Estoy entre la tierra y el mundo. ¿A cuál he pertenecido más cuando viví? ¿A cuál, al morir? Mi vida. Mi combate. Mi convicción. Mi mujer. Mis hijos. Mi hermano. Mis hermanos y hermanas que cruzan la raya aunque los maten y los humillen. Denle un nombre al que quiso darles un nombre. Denle una palabra al que habló para defenderlos. No me abandonen también. No me eviten. Aún soy inevitable. A pesar de todo. En eso me parezco a la muerte. Soy inevitable. En eso soy también como la vida. Soy posible sólo porque voy a morir. Sería imposible si fuera mortal. Mi muerte será la garantía de mi vida, su horizonte, su posibilidad, la muerte ya es mi país. ¿Qué país? ¿Qué memoria? ¿Qué sangre? La tierra oscura y el mundo que amanece se mezclan en mi alma para hacer estas preguntas, mezclarlas, soldarlas a mi ser más íntimo, A lo que yo soy, fueron mis padres o serán mis hijos. Corren los pies cruzando la raya. No hay motivo para temer su rumor. ¿Qué llevan, qué traen? No sé. Lo importante es que lleven y traigan. Que mezclen. Que cambien. Que no se detenga el movimiento del mundo. Se los dice un viejo mudo e inmóvil. Pero no ciego. Que mezclen. Que cambien. Eso es lo que defendí. El derecho a cambiar. La gloria de saberse vivo, inteligente, enérgico, dador y recibidor, recipiente humano de lenguas, de sangres, de memorias, de canciones, de olvidos, de cosas a veces evitables y otras inevitables, de rencores fatales, de esperanzas que renacen, de injusticias que deben corregirse, de trabajo que debe remunerarse, de dignidad que debe respetarse, de tierra oscura acá y allá, ese mundo creado por nosotros y por nadie más, ¿acá o allá? No quiero odiar. Pero sí quiero luchar. Aunque esté inmóvil sobre una silla mudo y sin señas de identidad. Quiero ser. Dios mío, quiero Ser. ¿Quién seré? Como un chorro entran a mi mirada a mis ojos a mi lengua sus nombres, cruzando todas las fronteras del mundo, rompiendo el cristal que los separa. Del sol y la luna vienen, de la noche y el día.

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