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Lo dijo con gusto, relamiéndose los labios cubiertos de pelusa rubia… y Dionisio quiso llorar de tristeza, dio un grito violento, arrastrando siempre de la mano al peón, lo llevó con él al estacionamiento, el mexicano perdido en el laberinto del consumo se alarmó, dijo de aquí nunca he pasado, aquí es donde me pierdo, ¡llevo diez años capturado aquí!, pero Dionisio no le hizo caso, lo subió a empujones al Mustang alquilado, corrieron por las redes de carreteras entreveradas como las vértebras de una bestia de cemento, dormida pero sobresaltada, mientras el peón sudaba frío, llegaron al almacenamiento al norte de la ciudad.

Allí se detuvo Dionisio.

– Vente. Necesito que me ayudes.

– ¿A dónde vamos, jefe? ¡No me saque de aquí! ¿No se da cuenta de lo que nos cuesta entrar a Gringolandia? ¡Yo no quiero regresarme a Guerrero!

– Entiende una cosa. Yo no tengo prejuicios.

– Es que a mí me gusta todo esto, el shopping donde vivo, la tele, la abundancia, los edificios altos…

– Ya sé.

– ¿Qué, patrón, usted qué sabe?

– Todo esto que vemos no existiría si los gringos no nos despojan de estas tierras. En manos de mexicanos, esto sería un gran erial.

– En manos de mexicanos…

– Un gran desierto, esto sería un gran desierto, de California a Texas. Te lo digo para que no me creas injusto.

– Sí, jefe.

Casi nadie los vio. Abandonaron el Mustang en el desierto de Colorado, al sur del Valle de la Muerte. El peón perdido en el Centro Comercial durante diez años no había perdido su hábito ancestral de cargar cosas sobre las espaldas. Descendiente de tamemes, su genealogía incluía cargadores de piedras, mazorcas, caña, minerales, flores, sillas, pájaros… Ahora Dionisio lo abrumó hasta el tope con una pirámide de aparatos electrónicos, máquinas para adelgazar, irrepetibles CDs de Hoagy Carmichael, videos de los ejercicios de Cathy Lee Crosby, platos conmemorativos de la muerte de Elvis y latas, docenas de latas, el mundo enlatado, la gastronomía de metal, mientras Dionisio reunía entre los brazos los catálogos, las suscripciones, los periódicos, las revistas especializadas, los cupones, y entre los dos, "Baco" y su escudero, el Don Quijote de la buena cocina y el Rip van Winkle mexicano que dormitó la Década Perdida en un shopping mall, avanzaron hacia el sur, hacia la frontera, hacia México, regando a lo largo del desierto norteamericano, por tierra que un día fue de México, las aspiradoras y las lavadoras, las hamburguesas y los Dr. Pepper, las cervezas insípidas y los cafés aguados, las pizzas grasientas y los helados hot dogs, las revistas y los cupones, los CDS y el confetti del correo electrónico, todo regado a lo largo del desierto, rumbo a México sin nada gringo, exclamó Dionisio, arrojando a los aires, a la tierra, al sol ardiente, todos los objetos acumulados, hasta que el Mustang estalló en la distancia, dejando una nube sangrienta como un hongo camal y Dionisio le dijo a su compañero, todo, despójate de todo, despójate de tu ropa, como lo hago yo, ve regándolo todo por el desierto, vamos de regreso a México, no nos llevemos ni una sola cosa gringa, ni una sola, mi hermano, mi semejante, vamos encuerados de vuelta a la patria, ya se divisa la frontera, abre bien los ojos, ¿ves, sientes, hueles, saboreas?

Desde la frontera entraba un fuerte olor de comida mexicana, imparable.

– ¡Son las tortitas de tuétano poblanas! -exclamó con júbilo Dionisio `Baco' Rangel-. ¡Quinientos gramos de tuétano! ¡Dos chiles anchos! ¡Huele! ¡Cilantro! ¡Huele a cilantro! ¡Vamos a México, vamos a la frontera, vamos, mi hermano, llega desnudo como naciste, regresa encuerado de la tierra que lo tiene todo a la tierra que no tiene nada!

La receta de las tortitas de tuétano poblanas consiste en 500 gramos de tuétano, una taza de agua, dos chiles anchos, setecientos gramos de masa, tres cucharaditas de harina y aceite para cocinar.

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