– ¿Tienes plata? -preguntó el sábado a su mujer.
– Once pesos -respondió ella. Y agregó suavemente-: Es la plata del cuarto.
– Te propongo un negocio.
– ¿Qué?
– Préstamelos.
– Hay que pagar el cuarto.
– Se paga después.
Ana sacudió la cabeza. Dámaso la agarró por la muñeca y le impidió que se levantara de la mesa, donde acababan de desayunar.
– Es por pocos días -dijo acariciándole el brazo con una ternura distraída-. Cuando venda las bolas tendremos plata para todo.
Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dámaso no le quitó la mano del hombro ni siquiera cuando conversó con sus amigos en el intermedio. Vieron la película a retazos. Al final, Dámaso estaba impaciente.
– Entonces tendré que robarme la plata -dijo.
Ana se encogió de hombros.
– Le daré un garrotazo al primero que encuentre -dijo Dámaso empujándola por entre la multitud que abandonaba el cine-. Así me llevarán a la cárcel por asesino.
Ana sonrió en su interior. Pero continuó inflexible. A la mañana siguiente, después de una noche tormentosa, Dámaso se vistió con una urgencia ostensible y amenazante. Pasó junto a su mujer, gruñendo:
– No vuelvo más nunca.
Ana no pudo reprimir un ligero temblor.
– Feliz viaje -gritó.
Después del portazo empezó para Dámaso un domingo vacío e interminable. La vistosa cacharrería del mercado público y las mujeres vestidas de colores brillantes que salían con sus niños de la misa de ocho, ponían toques alegres en la plaza, pero el aire empezaba a endurecerse de calor.
Pasó el día en el salón de billar. Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación.
Después de que cerraron el salón, Dámaso se encontró sin rumbo en una plaza que parecía desangrarse. Descendió por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de una música alegre y remota. Al final de la calle había una sala de baile enorme y escueta, adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una banda de músicos sobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor a carmín de labios.
Dámaso se instaló en el mostrador. Cuando terminó la pieza, el muchacho que tocaba los platillos en la banda recogió monedas entre los hombres que habían bailado. Una muchacha abandonó su pareja en el centro del salón y se acercó a Dámaso.
– Qué hubo, Jorge Negrete.
Dámaso la sentó a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la oreja, preguntó en falsete:
– ¿Qué toman?
La muchacha se dirigió a Dámaso.
– ¿Qué tomamos?
– Nada.
– Es por cuenta mía.
– No es eso -dijo Dámaso-. Tengo hambre.
– Lástima -suspiró el cantinero-. Con esos ojos.
Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la muchacha parecía excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el barniz de los labios impedían conocer su verdadera edad. Después de comer, Dámaso la siguió al cuarto, al fondo de un patio oscuro donde se sentía la respiración de los animales dormidos. La cama estaba ocupada por un niño de pocos meses envuelto en trapos de colores. La muchacha puso los trapos en una caja de madera, acostó al niño dentro, y luego puso la caja en el suelo.
– Se lo van a comer los ratones -dijo Dámaso.
– No se lo comen -dijo ella.
Se cambió el traje rojo por otro más descotado con grandes flores amarillas.
– ¿Quién es el papá? -preguntó Dámaso.
– No tengo la menor idea -dijo ella. Y después, desde la puerta-: Vuelvo en seguida.
La oyó cerrar el candado. Fumó varios cigarrillos, tendido boca arriba y con la ropa puesta. El lienzo de la cama vibraba al compás del bambo. No supo en qué momento se durmió. Al despertar, el cuarto parecía más grande en el vacío de la música.
La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.
– ¿Qué hora es?
– Como las cuatro -dijo ella-. ¿No ha llorado el niño?
– Creo que no -dijo Dámaso.
La muchacha se acostó muy cerca de él, escrutándolo con los ojos ligeramente desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dámaso comprendió que ella había estado bebiendo en serio. Trató de apagar la lámpara.
– Déjala así -dijo ella-. Me encanta mirarte los ojos.
El cuarto se llenó de ruidos rurales desde el amanecer. El niño lloró. La muchacha lo llevó a la cama y le dio de mamar, cantando entre dientes una canción de tres notas, hasta que todos se durmieron. Dámaso no se dio cuenta de que la muchacha despertó hacia las siete, salió del cuarto y regresó sin el niño.
– Todo el mundo se va para el puerto -dijo.
Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la noche.
– ¿A qué?
– A ver al negro que se robó las bolas -dijo ella-. Hoy se lo llevan.
Dámaso encendió un cigarrillo.
– Pobre hombre -suspiró la muchacha.
– Pobre por qué -dijo Dámaso-. Nadie lo obligó a ser ratero.
La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy baja:
– No fue él.
– Quién dijo.
– Yo lo sé -dijo ella-. La noche que se metieron en el salón de billar el negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
– Gloria se lo puede decir a la policía.
– El negro se lo dijo -dijo ella-. El alcalde vino donde Gloria, volteó el cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.
Dámaso se levantó antes de las ocho.
– Quédate -le dijo la muchacha-. Voy a matar una gallina para el almuerzo.
Dámaso sacudió la peinilla en la palma de la mano antes de guardársela en el bolsillo posterior del pantalón.
– No puedo -dijo, atrayendo a la muchacha por las muñecas. Ella se había lavado la cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que le daban un aire desamparado. Lo abrazó por la cintura.
– Quédate -insistió.
– ¿Para siempre?
Ella se ruborizó ligeramente, y lo separó.
– Embustero -dijo.
Ana se sentía agotada aquella mañana. Pero se contagió de la excitación del pueblo. Recogió más a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana, y se fue al puerto a presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente esperaba frente a las lanchas listas para zarpar. Allí estaba Dámaso.
Ana lo hurgó con los índices por los riñones.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dámaso dando un salto.
– Vine a despedirte -dijo Ana.
Dámaso golpeó con los nudillos un poste del alumbrado público.
– Maldita sea -dijo.
Después de encender el cigarrillo arrojó al río la cajetilla vacía. Ana sacó otra del corpiño y se la metió en el bolsillo de la camisa. Dámaso sonrió por primera vez.
– Eres burra -dijo.
– Ja, ja -hizo Ana.
Poco después embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza, las muñecas amarradas a la espalda con una soga tirada por un agente de la policía. Otros dos agentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas de la multitud con una dignidad pasiva. En la puerta del salón de billar, donde se había concentrado la mayor cantidad de público para participar de los dos extremos del espectáculo, el propietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo observó con una especie de fervor.
La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y manos a un tambor de petróleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del río y pitó por última vez, la espalda del negro lanzó un destello.
– Pobre hombre -murmuró Ana.
– Criminales -dijo alguien cerca de ella-. Un ser humano no puede aguantar tanto sol.
Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a moverse hacia la plaza.
– Hablas mucho -susurró al oído de Ana-. Lo único que falta es que te pongas a gritar el cuento.
Ella lo acompañó hasta la puerta del billar.
– Por lo menos anda a cambiarte -le dijo al abandonarlo-. Pareces un pordiosero.
La novedad había llevado al salón una clientela alborotada. Tratando de atender a todos, don Roque servía a varias mesas al mismo tiempo. Dámaso esperó a que pasara junto a él.
– ¿Quiere que lo ayude?
Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los vasos embocados en el cuello.
– Gracias, hijo.
Dámaso llevó las botellas a la mesa. Tomó varios pedidos, y siguió trayendo y llevando botellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada, cuando volvió al cuarto, Ana comprendió que había estado bebiendo. Le cogió la mano y se la puso en el vientre de ella.
– Tienta aquí -le dijo-. ¿No sientes?
Dámaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.
– Ya está vivo -dijo Ana-. Se pasa la noche dándome pataditas por dentro.
Pero él no reaccionó. Concentrado en sí mismo, salió al día siguiente muy temprano y no volvió hasta la medianoche. Así transcurrió la semana. En los escasos momentos que pasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la conversación. Ana extremó su solicitud. En cierta ocasión, al principio de su vida en común, él se había comportado de igual modo, y entonces ella no lo conocía tanto como para no intervenir. Acaballado sobre ella en la cama, Dámaso la había golpeado hasta hacerla sangrar.
Esta vez esperó. Por la noche ponía junto a la lámpara una cajetilla de cigarrillos, sabiendo que él era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no la necesidad de fumar. Por fin, a mediados de julio, Dámaso regresó al cuarto al atardecer. Ana se inquietó, pensando que él debía estar muy aturdido cuando venía a buscarla a esa hora. Comieron sin hablar. Pero antes de acostarse, Dámaso estaba ofuscado y blando, y dijo espontáneamente:
– Me quiero ir.
– ¿Para dónde?
– Para cualquier parte.
Ana examinó el cuarto. Las carátulas de revistas que ella misma había recortado y pegado en las paredes hasta empapelarlas por completo con litografías de actores de cine, estaban gastadas y sin color. Había perdido la cuenta de los hombres que paulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se habían ido llevando esos colores.