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– Firme aquí.

La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

El párroco suspiró.

– ¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contestó cuando acabó de firmar:

– Era un hombre muy bueno.

El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

– Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

– Se tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.

– Así es -confirmó la mujer-. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

– La voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.

Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

– Esperen un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

– ¿Qué fue? -preguntó él.

– La gente se ha dado cuenta.

– Es mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.

– Es lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.

La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

– Esperen a que baje el sol -dijo el padre.

– Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y les presto una sombrilla.

– Gracias -replicó la mujer-. Así vamos bien.

Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

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